En la mesa del café tengo frente a mí a un amigo que se fue de vacaciones a Europa. Luego de intercambiar las preguntas y respuestas de rigor en estos casos cuando el turista regresa al terruño con la sonrisa forzada en el rostro, mi amigo se anima a sincerarse y me confiesa que nunca en su vida se había sentido tan solo. Con la mirada sombría me relata el horror que vivió al encontrarse sentado en la banca de un parque, mochila a cuestas, hambriento, muerto de frío, y sin entender una sola palabra de lo que hablaban los transeúntes en esa ciudad tan lejana de casa cuyo nombre no podía siquiera pronunciar correctamente porque es impronunciable para alguien monolingüe.
Mi amigo ha sido otra víctima entre los cientos de miles de incautos que cada periodo vacacional caen en la trampa de querer ser un turista en plan Indiana Jones. Personas que no pasan de ver Discovery Chanel, Travel Chanel, y E! Entertainment. Sujetos que mordieron el anzuelo, a quienes les lavaron el cerebro de que traspasar fronteras era muy divertido, cultural y de mucho estatus social, porque no hay nada más intelectual y que haga crecer tanto al espíritu como alejarte millones de kilómetros de casa para tomar un arsenal de fotografías de uno mismo al pie de la Torre Eiffel, del Coliseo romano, del Big Ben, de la Catedral de Notre Dame, de la Basílica de San Pedro y de la Torre de Pisa (eso sí, indispensable salir cual mimo fingiendo que la sostienes para que no se venga abajo).
Nada tiene de malo aceptar que uno es un hombre sedentario. Lo hemos sido durante siglos. Aunque claro, hay excepciones. Sujetos que llevan la aventura en las venas o cuya cultura así los formó, como los turistas europeos que se pasean todos los días por el centro de la ciudad, solitarios, con mochila a cuestas, libro en mano y un andar seguro cual si llevaran toda una vida viviendo en el país. Y es que así son ellos. Solitarios. Pensativos. Acostumbrados a los silencios. Cosa que no los hace mejores a nosotros, solo diferentes. Nosotros no somos así. Los latinos somos bulliciosos. Parlanchines. Andamos en manada. Incluso para ir a la tienda de la esquina nos gusta ir acompañados. Noten las comidas. La abuela, la tía, los sobrinos que en tu vida habías visto, los vecinos y los colados de cajón. Somos tumultuosos. Ruidosos. Y eso no nos hace peores, desde luego, solo diferentes. Sin embargo, nos han venido a vender la idea de que todos somos viajeros. Y no solo eso. Viajeros solitarios y trasatlánticos. Mochileros. Y ya ven los resultados. Los tontos que quieren ser cultos empeñan la casa y la vida y se privan de todo placer cotidiano durante meses con tal de cruzar al otro lado del charco para descubrir que el Vaticano era más bonito en las estampitas que vendían afuera de la Iglesia. O que Transilvania no era tan terrorífico como en las caricaturas de Scooby Doo. O que Venecia no es tan romántica como en las películas de Hollywood, donde los protagonistas se besuquean a sus anchas sin ni un solo ojo indiscreto que los perturbe.
No todos nacimos con alma aventurera. Son pocos los Marco Polos o Hernán Corteses. Lo de vacacionar en lugares remotos lo inventaron las secretarías de turismo y agencias de viaje engañabobos para quitarle el dinero de los bolsillo a los bobalicones, eso sí, a un precio muy alto, a cambio de enfermedades, contaminación natural y visual (véase a las morsas y manatíes en biquini tomando el sol en las costas), etcétera. O a los imbéciles que llegan al Louvre o a cualquier museo sin antes haber siquiera leído un libro o visto una pintura en su vida y se sienten estafados porque no se lo están pasando bomba, aunque claro, de consuelo saben que al retornar al hogar podrán decirle a sus amistades que conocieron en persona a la tal Monalisa. Y, ¿saben una cosa? No saben cuánto los envidio.