Hay otro tipo de vacacionista que es cliente asiduo de las agencias engañabobos que mencionamos en la primera parte. El vacacionista extremo. Esta persona es alguien que, desde luego, jamás en su vida ha hecho algo extremo. Quizás lo más peligroso que haya hecho sea subirse a los camiones destartalados o las combis que viajan a 150 km/hr para llevarlo al trabajo. Fuera de eso es una persona común y corriente como tú o como yo. Sin embargo, eso no es impedimento para que un buen día (luego de un bombardeo publicitario), el tipo se diga "¿y por qué no?". Mochila en mano va a la agencia de viajes y se compra un boleto a África para acampar con los leones, o escalar el Kilimanjaro, o aventarse de paracaídas desde mil millones de kilómetros de altura desde un avión supersónico, o surfear sobre olas de 15 metros en las costas australianas infestadas de tiburones blancos, etcétera.
Si por obra de un milagro al infeliz le sobra vida para contarlo, te dirá que la experiencia valió cada uno de los miles de pesos que pagó (mismos que tendrá que pagar con sus respectivos intereses al banco), aún se haya orinado en los pantalones, llorado como un niño y/o rezado al santo de los osos grizzli para que no se lo merendaran en los bosques canadienses. Y no falta el otro tonto que le cree y se embarca en la aventura. Al fin y al cabo todos esos viajes extremos salen en la televisión, mismos que programan en un horario familiar, así que dan por un hecho que son muy seguros. "Turista muere envenenado en la India por mordedura de cobra". "Turista fallece de malaria en el Amazonas". Noticias de ese estilo que aparecen de relleno en los noticieros cuando el mundo no tiene nada mejor que ofrecerle a los dueños de las cadenas televisivas que prefieren hacerse de la vista gorda en guerras subsidiadas por sus patrocinadores, o ignorar desfalcos y leyes monopólicas aprobadas en el Senado por políticos y empresarios que tienen acciones en las cadenas.
Viajar nada tiene de malo. El problema es cómo y a dónde. Incluso puedes viajar a una playa que esté a 15 minutos de casa y no faltará el imbécil que decida que ha llegado el momento de ser un hombre extremo. Entonces el sujeto decide aventarse del bungee. Nada como echarse un clavado desde varias decenas de metros de altura para vencer el miedo a las alturas. "Peligro", piensa el tipo, será de ahora en adelante su nombre de pila después del salto. Y nuestro campeón se avienta cual Tarzán. Cae a velocidades vertiginosas. El corazón se le paraliza. El viento contra su rostro le empaña los ojos. El suelo que segundos antes era una diminuta mancha gris ahora se ve inmensa a un palmo de sus narices. La liga que le sujetaba los tobillos, de tanto encogerse y estirarse con tantos lances de gente extrema no soportó más y se reventó. El Tarzán queda despanzurrado en el pavimento. "¡Oh, Dios mío, cómo pudo suceder!", exclaman sorprendidos algunos. "Otro accidente en bungee", dicen en las noticias.
Básicamente esta es la peor clase de turista. O ni siquiera turista. Porque no hay que ser un viajero para cometer actos completamente descabellados. Los imbéciles están en todas partes gracias ha que han sido educados ("amaestrados" tal vez sea una mejor palabra para describirlo) por los reality shows que les han hecho creer que todos nacimos para ser unos ganadores, galanes, rebeldes, aventureros, temerarios, golfos, románticos, graciosos; en pocas palabras, unos chingones en toda la extensión de la palabra. Y ya ven que no, aunque la vida se les vaya de por medio para comprobarlo.