En muchos aspectos, la crisis financiera internacional que se extiende es un espléndido ejemplo que revela los engaños y de los renunciamientos de los promotores de la mundialización financiera, ya sea en los consejos de administración de los grandes bancos privados, o bien de las altas esferas de los Estados.
Durante estos últimos años, el discurso dominante proclamaba que todo iba muy bien en el frente de la deuda. Gracias a los nuevos productos financieros, tales como la titularización de las acreencias, el riesgo se había dispersado entre una multitud de actores. Ninguna crisis a la vista, los beneficios eran maravillosos y el crecimiento sostenido.
Ahora su construcción se desmorona. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando algunos grandes bancos efectuaban enormes operaciones fuera de balance, construyendo un castillo de naipes con unos créditos dudosos y contribuyendo a la creación de una burbuja especulativa en el sector inmobiliario, que finalmente estalló? El sistema, lejos de dispersar el riesgo, hizo todo lo contrario, y los grandes bancos acumularon las fragilidades. Cada uno de éstos se esforzó entonces en pasar la patata caliente a su vecino, que ya estaba enredado con la suya.
En vez de reconocer sus errores y de asumir todas las consecuencias, los grandes bancos llamaron entonces en su ayuda al Estado, cuya acción, por otra parte, no cesan de denigrar: No vacilaron en reclamar al Estado, al que, en general, consideran demasiado intervencionista, que tomara medidas públicas enérgicas. En efecto, los lobbies de la gran banca privada repiten que el poder público debe plegarse a las leyes del mercado, que son las únicas que pueden gestionar con eficacia los recursos y fijar los precios a su justo valor.
Como simples subordinados, los poderes públicos de Estados Unidos y de Europa se pusieron manos a la obra de buena gana: no se puede negar nada a los directivos de los grandes bancos que sostienen a los principales candidatos en la elección presidencial, y que se mueven en los mismos círculos cerrados. Así, los gobernantes se apresuraron a salir en rescate del sector privado. En el menú: nacionalización de los bancos en dificultades, cambio de títulos devaluados por dinero fresco (200.000 millones de dólares en Estados Unidos), inyección de liquidez, planes de salvamento, reducción de la tasa de interés...
En Gran Bretaña, país puntero de la mundialización neoliberal, la crisis derribó al banco Northern Rock en septiembre de 2007, el que finalmente fue nacionalizado en febrero de 2008. Una vez que la empresa sea reflotada a costa de la colectividad, será devuelta al sector privado. Del mismo modo, en Estados Unidos, cuando el Bear Sterns, quinto banco de negocios del país, se encontró en dificultades de pago, el 13 de marzo de este año, las autoridades monetarias organizaron un montaje financiero, con el concurso del banco JP Morgan Chase, el cual compró a continuación el Bear Sterns a precio de bicoca.
Esta crisis demuestra con claridad que someter la gestión de la economía mundial a la lógica del máximo beneficio representa un coste enorme para la sociedad. Los bancos han jugado con el ahorro y los depósitos líquidos de centenares de millones de personas. Sur errores conducen a pérdidas enormes y a dramas humanos, como fue el caso de la quiebra de la multinacional Enron en el 2001. Unos 25.000 asalariados de Enron se encontraron con un retiro irrisorio porque los fondos de pensiones de la empresa habían sido descapitalizados por los directivos, que vendieron discretamente sus acciones por más de mil millones de dólares.
Entre el Norte y el Sur, las semejanzas son evidentes. En el Sur, la crisis de la deuda, producida a principios de los años 80, fue provocada por el aumento unilateral de los tipos de interés por Estados Unidos, lo que produjo una explosión de los desembolsos exigidos a los países del Tercer Mundo a los que los bancos habían incitado a tomar préstamos a tipo de interés variable. Al mismo tiempo, el hundimiento de los precios de las materias primas les impedía afrontar los pagos, sumiéndolos brutalmente en la crisis.
El Fondo Monetario Internacional (FMI), teleguiado por Estados Unidos y otras potencias, impuso entonces a los países en desarrollo endeudados unos drásticos programas de ajuste estructural. En el menú, como en los países del Norte, recorte de los presupuestos sociales, liberalización total e inmediata de la economía, abandono del control de los movimientos de capitales, apertura completa de los mercados, privatizaciones masivas.
Pero, a diferencia de lo que ocurre actualmente en el Norte, a los Estados del Sur se les impidió la reducción de los tipos de interés y el aporte de liquidez a los bancos, lo cual provocó una cascada de bancarrotas y fuertes recesiones. Finalmente, como ahora, el Estado tuvo que reflotar los bancos en dificultades antes de privatizarlos, a menudo en beneficio de las grandes sociedades bancarias estadounidenses o europeas.
En México, el coste del salvamento de los bancos en la segunda mitad de los años 90 representó el 15 % del producto interior bruto (PIB). En Ecuador, una operación similar realizada en el 2000 costó el 25 % del PIB. En todos los casos, la deuda pública interna tuvo un fuerte crecimiento, pues el coste del salvamento de los bancos fue soportado por el Estado.
La desreglamentación económica de las últimas décadas ha terminado en un fiasco. La única salida válida es una inversión total de las prioridades: reglamentaciones muy estrictas para las empresas privadas; inversión pública masiva en los sectores que permitan garantizar el goce de los derechos humanos fundamentales y proteger el ambiente, la recuperación por los poderes públicos de las palancas de decisión para favorecer sin excepciones el interés general.
Si el tren neoliberal prosigue su carrera demencial, el crash está garantizado. Los que lo embalaron en esta vía quieren verlo aún más acelerado. La prueba más reciente: después de las últimas elecciones en Francia, Nicolas Sarkozy declaró que quería acelerar las reformas, mientras que los electores han expresado con claridad su rechazo a las opciones actuales.
Nadie duda de que un giro económico importante en el nivel internacional no podrá suceder sin una fuerte movilización popular. Cuarenta años después de mayo del 68, ésta es cada vez más urgente, para lograr por fin cuestionar el capitalismo.