Menudo maricón se ha vuelto el mundo. Extraño la época en la que los rufianes se daban a respetar. Ni siquiera fue en mi época (para que luego no digan que creo que todo lo mejor ocurrió en mi tiempo), sino unas generaciones atrás, en la época de mi hermano y primos mayores, cuando los bravucones todavía eran sujetos que conocían bien su oficio, es decir, estaban concientes de las consecuencias que traerían sus actos y, por ende, eran meticulosos a la hora de realizar sus fechorías y maldades.
Mi hermano y mis primos estudiaron en una escuela laica, particular y sólo para varones; la escuela más antigua de la ciudad de Mérida, y por añadidura, la escuela con más historias e historia del sureste. Yo en cambio estudié en una escuela recién fundada, católica, particular y sólo para varones ricos (muy maricona si me permiten la acotación). Mi escuela jamás me pareció interesante. Todo lo que hacían los sacerdotes y las misses era decirnos que Dios era lo máximo y que debíamos ser buenos y más ganadores que los ganadores y acaudalados de nuestros padres para que Dios y el Papa de Roma estuvieran orgullosos de nosotros. En cambio, todo lo contrario ocurría en el colegio de mi hermano y mis primos, donde más que estudiar en una escuela parecía que asistían todos los días a una cárcel: robos de exámenes, fugas masivas del colegio, amotinamientos, golpes a la hora del recreo, graffitis obscenos en pupitres, bancas y paredes de los baños y una que otra explosión de retrete. En esa escuela-reclusorio también se impartían clases, y de muy alto nivel, no vaya usted a pensar que no, y el encargado del orden era un señor gordo y barbado, amante de la literatura y de la mitología griega, que además de educar a los niños también era el verdugo de los rufianes cuyos planes delictivos eran descubiertos. Los castigos variaban en intensidad según la diablura cometida, y sobra decir que los castigos eran físicos (usen su imaginación).
A mi primo Mauricio aún le brillan los ojos cuando se remonta a aquellos días. Les relataría con gran placer alguna de sus miles de anécdotas si el espacio de esta columna me lo permitiera, pero como no es así, sólo les voy a contar el diálogo final que sostuvo con sus amigos antes de que el retrete del baño volara en mil pedazos.
- ¿Y si nos descubre el prefecto?
- Pues qué más. Estamos adentro.
Traducción: expulsados sin derecho a llanto.
Les digo, esa fue la última generación de chicos malos de verdad. De rigor. De oficio. Chicos descarriados que vivían pisando a fondo el acelerador y sin póliza de seguro. Seguros de sí mismos y de las consecuencias de sus actos. Sujetos que a la hora del recuento de los daños sacaban de la chistera una historia inverosímil de su inocencia, y de no morder el anzuelo el prefecto, los papás, el gendarme o la autoridad que fuese, asentían con la cabeza y se resignaban al peor de los castigos, fuese la expulsión irrevocable y definitiva de la escuela y/o casa o al confinamiento una buena temporada a la sombra.
Repito, el mundo se ha vuelto un maricón. Y no es que este escrito haya sido una oda a los irresponsables de antaño, no, es sólo que los malos de mi generación y de las generaciones posteriores, antes de realizar alguna triquiñuela dicen lo siguiente:
- ¿Y si nos descubre el prefecto?
- Pues que más. No pasa nada.
Traducción: papá y mamá lo solucionan.
Y si no lo creen, vean cómo se pavonea libre como un ave el hijo del secretario de Seguridad Pública de Mérida luego de cegar un par de jóvenes vidas humanas por conducir a exceso de velocidad en estado de ……………………. (llene los puntos suspensivos con las drogas de su preferencia, a fin de cuentas en Mérida no hay reactivos pero sí mucha imaginación e impunidad).