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ACTUALIZADO: 23 DE ENERO DE 2008
 
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Una falsa concepción sobre la educación

El desarrollo del primer mundo descansa en su alto nivel educativo
POR Manuel Moncada Fonseca Texto más grande Texto más pequeño Texto más grande

Con frecuencia, a la educación se le atribuye potencialidades que, por sí misma, no posee; se le presenta como determinante para el desarrollo social y como desprovista de toda contradicción interna. No obstante, dicho planteo resulta falso, engañoso, iluso y, se quiera o no,  profundamente reaccionario.

Se ignora así que la misma como elemento de la superestructura, es decir, como secundario respecto a la base económica, debe a ésta (con la que ciertamente establece una compleja relación dialéctica y no un mero vínculo entre lo determinante y lo determinado) su surgimiento y desarrollo: sin recursos materiales, existentes en mayor o menor grado, no hay educación posible.

Se soslaya el carácter clasista que este componente superestructural posee y que su promoción en función o no del bienestar de la sociedad en general, no se realiza partiendo de la supuesta posibilidad de persuadir a los gobernantes de las bondades que la educación posee para alcanzarlo, sino en función de los intereses económicos, políticos y sociales de la clase que detenta el poder del estado. Ni al esclavista, ni al feudal, ni al empresario capitalista interesa la educación para otra cosa que para afianzar su poder respectivo sobre el resto de la sociedad. Por ello, por geniales que sean las ideas o proyectos educativos que se presenten ante un poder estatal basado en la opresión, éste jamás los asumirá como necesarios a menos que respondan a su afán permanente de reproducir las relaciones sociales de producción existentes. Es ilustrativo al respecto lo que, a mediados del siglo XVIII, Grigori Potemkin, ministro de Catalina La Grande, le previno a ésta en relación con la idea de alfabetizar a toda Rusia: Señora... recuerde usted que educar al rico es inútil y educar al pobre, peligrosísimo(1).

Aníbal Ponce advertía que confiar en la educación como factor de desarrollo, entendible en una época en que no había aún ciencias sociales, resulta totalmente  inadmisible después que la burguesía del siglo XIX descubrió la existencia de la lucha de clases(2). Creer lo contrario es caer en el plano de los socialistas utópicos que esperaban  persuadir a  la burguesía sobre las ventajas del socialismo respecto al capitalismo, para lograr que la misma estuviera dispuesta a desechar este último en provecho del primero. Al respecto, Marx y Engels señalan: Aspiran [los socialistas utópicos] a mejorar las condiciones de vida de todos los individuos de la sociedad […]. De aquí que no cesen de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las sociedades posibles(3).

Con la educación hoy pasa exactamente igual: para promoverla en provecho general se sigue apelando, ingenua u oportunistamente, a la sociedad entera sin distinción…

El planteo al que hacemos alusión lleva inevitablemente a concluir que el desarrollo del primer mundo descansa en su alto nivel educativo y que, por el contrario, el subdesarrollo -que caracteriza al tercer mundo- tiene como causa primordial un bajo nivel educativo. Sin embargo, la realidad del mundo es por completo otra: en la relación entre desarrollo y subdesarrollo, el primero inequívocamente resulta de la sujeción, explotación y saqueo del tercer mundo; el segundo, se constituye en la condición sine qua non del progreso del primer mundo. Al respecto, Leonardo Boff, en una universidad de Munich, acotó: Señoras y señores, el bienestar que ustedes tienen aquí en Alemania [bien pudo haber dicho en Europa o en Estados Unidos] no se debe principalmente a la aplicación del ingenio ale­mán. Se debe prin­cipalmente a la sangre, al sudor y a las lágrimas de nuestros her­manos que yacen allí en América Latina(4).

De ser cierto el planteo en cuestión, Cuba que, gracias primordialmente al sistema socialista que impera en ella, ha alcanzado altísimos niveles educativos, niveles perfectamente comparables con los alcanzados en el primer mundo, pertenecería al conjunto de países que conforman al mismo. Por el contrario, Estados Unidos no debe a sus altísimos niveles educativos, al menos no primordialmente, su condición de primera potencia mundial, sino a las guerras que desata para vender sus armas y someter a las naciones con abundancia de recursos naturales; al saqueo que practica en todo el tercer mundo; a las condiciones de intercambio desigual que, junto a Europa y demás países imperialistas, impone a los mal llamados países en desarrollo, etc.

Es revelador lo que en relación con el asunto que estamos tratando señala un documento intitulado La educación como factor de desarrollo, presentado en la V Conferencia Iberoamericana de Educación, realizada en Buenos Aires, Argentina, en septiembre de 1995(5). En él, se reconoce que la relación entre educación y desarrollo es compleja y se ve afectada por muchos factores, tanto endógenos como exógenos. Más importante aún es que, en él, se admita: Su importancia [la de la educación] no se ha podido verificar ni medir con exactitud, pero […] existe un notable grado de acuerdo en resaltar […] que […] es condición indispensable, aunque no suficiente, para el desarrollo económico, social y cultural. 

A renglón seguido se lee: En consecuencia […] cuando existe una estructura social que permite la movilidad ascendente y un contexto económico favorable, la educación produce un capital humano más rico y variado y reduce las desigualdades sociales, endémicas en los países no desarrollados. Una política educativa puede, por lo tanto, convertirse en fuerza impulsora del desarrollo económico y social cuando forma parte de una política general de desarrollo y cuando ambas son puestas en práctica en un marco nacional e internacional propicio.

Sin estas premisas, la educación no puede ni podrá jugar un rol preponderante para el desarrollo de las naciones.

La educación como base de desarrollo social es imposible en un planeta en el que se registran más de 260 millones de niños y niñas que trabajan, de los cuales 128 millones se ubican en el tercer mundo. Datos de la OIT acusan que en América Latina y el Caribe existe un total de 20 millones de niños y niñas que trabajan, significa que en la región uno de cada 5 menores trabaja. Esta cifra equivale a cerca de una sexta parte de los niños latinoamericanos y representa el 5% de la PEA de la región (6).

Menos posible es aún   que la educación juegue el rol que se le atribuye en un mundo en el que, según datos del Banco Mundial, de sus  6000 millones de habitantes, 2800 millones poseen un ingreso inferior a dos dólares diarios; se sabe que al culminar el 2003, en América Latina y el Caribe había 20 millones de pobres más que en 1997; que, en ella, el 44,4 por ciento de sus pobladores (227 millones) vive debajo de la línea de pobreza (7).

Con base en lo expresado, es fácil percibir que no hay nada que se parezca a una educación que, por sí misma, actúe como elemento de primer orden para alcanzar el desarrollo social en función de la sociedad en general. Lo planteado coincide con la crítica al eufemismo de la sociedad del conocimiento: la reproducción y expansión del modelo capitalista neoliberal derrochador, hiperconsumista - escribe Ismael Clark-, parece confirmar más allá de toda duda que bajo sus premisas el conocimiento no se multiplica como un bien público, sino como una fuente de competitividad, de apropiación cada vez más privada, corporativa, al cual sólo puede tener acceso una fracción minoritaria, cada vez más pequeña pero con más solvencia, de la sociedad (8).

Hablar de la educación como si de ella dependiera en lo fundamental el desarrollo social no sólo resulta engañoso, falaz e iluso sino, además, como sostuvimos al inicio de este escrito, profundamente reaccionario, por cuanto con ello se aleja a la misma de una auténtica contribución con ese desarrollo; propiamente, del compromiso que debe asumir, si en verdad se pretende que llegue a todas las personas en general, con las luchas sociales y, por tanto, con una revolución social que coloque en manos de la sociedad en su conjunto los medios fundamentales de producción y de vida y, junto con ello, el poder sobre todos los asuntos públicos, incluyendo la educación. Sólo entonces se podrá hablar con propiedad de una educación dotada de todas las posibilidades para dar su máxima contribución al desarrollo social. Cuba es ya una muestra papable de ello. No en vano, José  Steinsleger la llama con toda propiedad potencia educativa.    

Notas:
1. Steinsleger, José. Cuba: Potencia educativa.
2. Ponce, Aníbal. Educación y lucha de clases. En: Ponce Aníbal. Obras. Casa de Las Américas, 1975, p. 211.
3. Marx, K; Engels, F. Manifiesto del Partido Comunista (1848).
4. Boff, Leonardo. Cómo celebrar el Quinto Centenario.
5. La educación como factor de desarrollo.  
6. Revista Brasileira de Educação vol.12 no.34. Trabajo infantil e inasistencia escolar. 
7. Gelman, Juan. Las cifras del escándalo.
8. Clark, Ismael. Acerca de la información como fetiche ¿Sociedad del conocimiento?

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