Son las 10:00 a.m. Como todo buen escritor que se dé a respetar, estoy en posición horizontal. Por obra y gracia divina, y de un travieso rayo de sol que se filtra por las persianas para impactarse en mi rostro, abro los ojos, pero en realidad sigo dormido. Soy víctima desde hace algunos años de una extraña enfermedad que es una especie de insomnio que padecen los escritores durante el día.
"¿Qué escribiré hoy?", me pregunto. Mi mente esta en blanco. Pienso. Sin darme cuenta son cuarto para las once. Me dormí mientras pensaba qué escribir. De inmediato, una idea me aborda la mente. ¡Lotería! Salto precipitadamente de la hamaca. Abro mi lap top, la enciendo, la pantalla sigue negra, insulto porque tarda más de la cuenta en encenderse, se enciende, paso mi dedo por el detector de huellas dactilares (esa es la mejor parte de mi día, me hace sentir como James Bond), en la pantalla aparece la leyenda de que mi huella digital no puede ser leída, vuelvo a pasar el dedo índice, el mismo resultado, intento por tercera vez pero es inútil. Escribo mi contraseña en el teclado. "Un momento, por favor", me dice la computadora en la pantalla. Accedo finalmente a mi carpeta con mis documentos, abro una hoja de Word, voy a teclear la idea para un cuento por el que, de ganar el concurso al cual pienso inscribirme, me pagarían 150 mil pesos, y me relamo solo de imaginarme con el dinero y, cuando voy a teclear, la idea se ha esfumado de mi mente. Maldigo con una serie de palabrotas. Abro los ojos. Estoy despierto. Todo fue un sueño. En parte me alegro porque eso significa que no se me olvidó una gran idea. Sonrío, sin embargo, otra parte de mí se siente culpable; yo echadote en mi hamaca mientras el mundo gira gracias a todos los hombres y mujeres que se rompen el lomo en fábricas y oficinas y minas de carbón y demás oficios horrendos que odian pero que no lo dicen en voz alta para que la gente ganadora como ellos no piense y crea que son unos perdedores porque desprecian sus trabajos.
Finalmente salgo de la hamaca. Me aseo por media hora y otra media hora más la invierto en contemplar mi rostro hinchado por tantas horas de sueño. Mi mamá tiene razón, me estoy quedando calvo. Deprimido, busco renovar ánimos observando mi mostacho y la barbita que me dejé crecer y descubro que mis amigos tienen razón: disto mucho de parecerme a Johnny Depp. Derrotado, voy a la lap top y hago exactamente el mismo procedimiento que en el sueño que tuve hace unos minutos. Los resultados son idénticos que en el sueño. Mi huella dactilar es rechazada tres veces, etcétera. La diferencia entre la realidad y el sueño es que no tengo ni una idea que pueda olvidar. Decido reciclar una novela que empecé a escribir hace ocho años y que no tocaba hace al menos cuatro. "Igual y la convierto en un cuento infantil", pienso. Tomo un par de capítulos de la novela y descubro dos cosas: uno, que la novela es una porquería; dos, que no sé escribir cuentos infantiles. Intento darme ánimos viendo una pila de libros que jamás leeré porque son de escritores que nadie ha leído (sospecho que ni sus familiares) pero que son y representan un especie de trofeo que me regalaron junto con una hoja que dice que gané Mención Honorífica en un concurso de cuento en el cual participé haciendo trampa, porque el cuento que envié debía ser inédito y yo tomé un artículo viejísimo (y publicado) y en dos horas lo transformé en una especie de cuento que en realidad no era un cuento sino una narración, y que al final terminó confundiendo a los jueces del concurso, tanto, que por eso me mandaron una pila de libros de autores que hablan de la historia del achiote y del perejil y del chile habanero, o eso creo.
"Igual y logro confundir también a estos jueces y me dan los 150 mil pesos", pienso y empiezo a maquillar y decorar los dos capítulos de la novela que no leía hace cuatro años. Escribo y reescribo. Incluso me emociono y descubro que bien pueden morder el anzuelo los jueces. Me viene una idea fantástica para ponerle de final al cuento. Se me eriza la piel. Tecleo a mil por hora y mi celular suena. Por instinto contesto. Es una voz que no conozco. "¿Quién habla?", pregunto. "Tu tocayo", dice la voz. "Disculpa, tengo muchos tocayos", digo. "Que grosero soy, déjame presentarme", dice mi tocayo, que me explica ser el hermano mayor de uno de mis ex alumnos de la universidad. "¿Qué ex alumno?", le pregunto, tuve muchos ex alumnos, tantos, que muchos se enfadan cuando no los reconozco y los saludo en los bares. Mi tocayo me dice el nombre del ex alumno; luego menciona su apellido. Al decirme el nombre y el apellido de mi ex alumno lo recuerdo al instante, cómo olvidarlo, nunca iba a clases. Mi tocayo habla con elocuencia y en dos minutos y treinta segundos me ha contado su vida y obra y me dice que es mi lector asiduo y que admira mi trabajo y que por eso me ha llamado, porque me tiene una oferta de trabajo a la cual no podré resistirme y que quiere verme hoy mismo, es decir, ahora mismo. Al instante me excuso diciéndole que soy un hombre con muchas responsabilidades y trabajo. "Hoy, imposible", le digo. "Anda, tú puedes, solo vine a Campeche a cerrar unos negocios y a platicar contigo", me dice mi tocayo. Yo me asusto y me siento moralmente comprometido. "Me marcho en dos horas, Campeche es pequeñito, seguro llegas en cinco minutos", me dice mi tocayo. Silencio. Cavilo la situación. Como soy un caballero y nunca puedo decir que no de frente, le digo que lo veo en dos horas en el Vips, lugar, cabe aclarar, donde mi tocayo está cerrando sus tratos empresariales. "Excelente", me dice mi tocayo. "Nos vemos al rato", le digo y cuelgo. Sé que no voy a ir a la cita.
Regreso a la computadora y descubro que he olvidado la idea para ponerle de final al cuento. Maldigo a mi tocayo y a toda su maldita ascendencia y futura descendencia. Maldigo también a mi ex alumno, que según mi tocayo habló mil maravillas de mi persona. Me levanto de la silla y vuelvo a la hamaca. "Mmm, ¿será que vaya?", pienso cerrando los ojos. Faltando media hora para la cita le mando un mensaje a mi tocayo donde le digo que me surgió una junta inesperada con unos ejecutivos finlandeses del trabajo. Caigo dormido y pienso en todos las personas que me han hablado y escrito estos últimos años diciendo que soy el mejor escritor que han leído y que por ello quieren ofrecerme trabajo y que escriba para sus revistas que son y serán las mejores revistas de la historia; y también recuerdo a todos los editores que me publican con o sin mi consentimiento tomando mis escritos de mi blog y que prometen que me van pagar por mi trabajo siempre y cuando sus revistas, periódicos y páginas web se establezcan en el mercado, y luego cuando navego por Internet o caminando por cafeterías y supermercados y veo sus revistas, descubro con horror que todos mis escritos que tanto alabaron y dijeron eran perfectos aparecen ante mis cuatro ojos con comas, puntos suspensivos, puntos y aparte, puntos y seguido, cursivas, acentos, etcétera donde no debían ir al igual que con la omisión de palabras e incluso párrafos enteros que rompen con todo el sentido de las ideas que yo escribo y en realidad quiero decir.