Hubo un tiempo en que el público no podía resistir el impulso de aplaudirme cuando me veía sobre un escenario. Tenía seis años de edad: desgarbado, cabellera repleta de caireles dorados, vista de halcón y nervios de acero como los del cobrador oficial de penaltis de la Selección alemana de fútbol. Ese era yo, el niño prodigio que hacía correr el rimel de los ojos de centenares de madres ricachonas y sentimentales que me escuchaban desde el filo de sus butacas en uno de tantos eventos que organizaba el Instituto de los Millonarios de Cristo.
Mamá era la mamá más orgullosa del planeta: tenía por hijo a un campeón de la declamación. Día de las Madres, Día de la Raza, Día del Nacimiento del Niño Jesús, Día de los Muertos, Día de los Niños Héroes, Día de la Virgencita de Guadalupe, Día de los Pitufos, o cualquier otro día que se te venga a la mente, yo era el indicado para enchinar la piel hasta al ser de más duro corazón.
En el instituto, las misses no me bajaban de premio Nobel en un futuro no muy lejano. Mi carrera meteórica a la fama sería la siguiente: licenciatura en la Anahuác, maestría en Cambridge y, de regreso al país, la Presidencia de la República, o al menos, funcionario de algún partido político. Sin embargo, la vida me tenía reservado otros planes: una crisis económica familiar, la adolescencia plagada de barros y espinillas, y mi expulsión del Instituto de los Millonarios de Cristo me resumieron a un patético y silencioso hombrecillo.
-Solís, tu turno -dijo la maestra de español.
Oh, sí. De un sopetón mi vida había cambiado. En la escuela católica mixta donde me matriculó mamá, a las maestras no se les llamaba por ese calificativo tan elegante de "misses". No señor, a las maestras se les llamaba maestras, y ni por asomo se les cruzaba por la cabeza que yo podría ganar un premio Nobel, o tan siquiera llegar a ser alguien en la vida. "Puedes tomarte todo tu tiempo, señor Solís", decía la impaciente mirada de la maestra al observar con sus redondos ojos de sapo cómo me levantaba lentamente del asiento después de cerrar un libro que fingía leer. La maestra de español era una mujer de carnes infladas y duras como las de un berraco; una mujer que en otros tiempos estuvo encerrada en un convento de monjas o algo por el estilo, según nos confesó un día el maestro de artísticas para luego hacernos jurar por nuestras santas madres que nunca revelaríamos lo que acababa de confiarnos. "Que tonta, allí encerrada no iba faltarle cura (o monja) desesperado que le hiciera el favor", agregó el maestro mientras le calificaba a Miguel un dibujo francamente espantoso de algo que parecía ser una maceta llena de flores al tiempo que se le escapaba una mirada furtiva a la entrepierna de su alumno. "Hermoso Miguel, hermoso", dijo el profesor.
-Puedes tomarte todo tu tiempo, señor Solís –dijo la maestra de español, esta vez asegurándose de que sus pensamientos se escucharan hasta el fondo del salón, lugar desde donde intentaba paralizar el tiempo con la mente, para no tener que pasar al frente a recitar una estúpida poesía que nos había marcado de tarea.
Con pasos perezosos, como si tuviese grilletes amarrados a ambos tobillos, me deslicé lo más lento que pude entre dos filas de pupitres ocupados por alumnos que no se tomaban ni siquiera la molestia de mirarme. En ese entonces era un joven intrascendente, de los que ni siquiera llegan al grado de ser calificados como perdedores. Era de esos personajes silenciosos e invisibles que intentaban mimetizarse con las paredes para pasar inadvertidos. De esos alumnos por quienes al profesor no le tiembla la mano a la hora de asentar un siete u ocho, es decir, una nota ni buena ni mala, porque sabe de antemano que el alumno no irá a lloriquearle a su cubículo para que le suba la calificación y sus padres puedan sentirse orgullosos del pobre infeliz. En todo eso pensaba de camino al frente del salón, sobre todo en el dolor que debía sentir mamá (sus ojos eran demasiado transparentes) al mirarme cada mañana de soslayo en el asiento de copiloto de su automóvil cuando me llevaba al colegio y se preguntaba secretamente qué le había ocurrido a su pequeño retoño en el proceso de la adolescencia que esfumó todo su talento y sus blondos rizos para dejar al final del camino a un larguirucho cuatro ojos adicto al Clearasil.
Fue entonces, justo en ese instante, delante de todos mis compañeros de clase, que decidí mandar al diablo la poesía que tenía prevista, El Seminarista de los ojos negros, para recurrir a uno de mis clásicos que tanto llenaron de gloria mis días pasados. Así que, respiré profundo en busca de algún residuo de gallardía muerta hacía muchos años y dije:
- "El borrico flautista".
Un ataque de risa invadió a tres señoritas de la primera fila que se habían dignado a escuchar las peripecias de un simpático burrito que un día por accidente tocó una flauta. Por fortuna, el resto de la clase estuvo más preocupado en recuperar las horas de sueño perdidas la noche anterior. Incluso la maestra puso más interés a lo que leía en una revista de cotilleo, porque no sé percató siquiera cuando escapé a la seguridad de mi pupitre al fondo del salón sin haber declamado el desenlace de la historia del burrico. El último clavo al ataúd del hombre de la gran elocuencia había sido martillado.
Los años pasaron fugaces al igual que todos mis sueños. Las clases se convirtieron en el perfecto refugio para dejar mi mente en blanco. Al igual que la mayoría de mis compañeros, desarrollé una técnica infalible para convertirme en zombi. Traducción: dormir con los ojos abiertos. Mi vocabulario sólo dejaba lugar a monosílabos, excepto cuando los profesores pasaban lista y había que decir la palabra presente para que se dieran por enterados de que no eran los únicos seres vivos dentro del salón de clase. Y así, siguieron pasando los años hasta que llegó el segundo semestre del tercero grado de preparatoria, cuando conocí al hombre que cambiaría el rumbo de mi vida: el maestro de griego.