Llego a Mérida. Fatigado. Los nervios despedazados. La carretera Campeche-Mérida (si es que a esa pista de la muerte se le puede llamar carretera) estuvo infestada de camiones con doble remolque que le obligan a uno a jugarse la vida en cada rebase si pretende llegar a buen tiempo a su destino.
Para mi sorpresa la casa de mamá es un hervidero de desconocidos, un ir y venir de personas que cargan vestidos, zapatos, collares, maletines, accesorios y demás artículos de belleza. Un sujeto de pelos parados, erizados, bien pistoleados, se indigna al verme inmóvil al pie de la puerta.
-¿Qué haces ahí parado? –dice-. Sube esa maleta, rapidito.
Diligente, obedezco. Subo las escaleras, entro al cuarto de mamá. Un batallón de mujeres (y de hombres que confundo con mujeres) cuelgan y descuelgan elegantes vestidos de noche de varias perchas.
-Pon la maleta ahí –dice una mujer (o tal vez un hombre, no estoy seguro) señalando el único espacio libre que queda en el suelo.
Vuelvo a obedecer con diligencia. Coloco mi maleta de viaje en el suelo. Suena el timbre de la casa. Intento encontrar a mamá y a Bicho en mitad de todas esas cabezas de peinados estrafalarios. Fracaso. El timbre de la casa insiste con sus pitidos.
-¿Qué haces ahí parado? –me dice una voz aflauta (no descifro el género)-. Abre la puerta, qué no oyes.
Obedezco. Bajo las escaleras. Abro la puerta.
-Venimos a filmar –me dice un sujeto acompañado de otro tipo que carga una cámara de video.
No tengo que enseñarles el camino. Suben de prisa saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras cual reporteros de guerra.
Escapo a la cocina. Estoy hambriento. Abro el refrigerador. Lechugas, zanahorias y otras verduras y legumbres me matan el apetito apenas verlas inertes y muy saludables en los estantes. El timbre de la casa vuelve a sonar, decido que es momento de escapar de este manicomio. Me encamino a mi antigua habitación pero enseguida recuerdo que la han convertido en un cuarto de gimnasio. Dirijo mis pasos al cuarto de visitas, habitación donde murieron mis dos abuelos, lugar que Nelia, la muchacha de la casa, asegura está habitado por ánimas que espantan por las noches. Un escalofrío me recorre la espalda, me paraliza. Suena el timbre por enésima vez. Abren la puerta. Me sobrepongo a mi cobardía al ver que unos fotógrafos entran en casa. Corro al cuarto de visitas.
Grave error.
-Hola.
-Hola.
-Hola.
Tres adolescentes (dos chicos y una chica, creo) vestidos de menonitas me saludan.
Aterrorizado, cierra la puerta de un portazo sin devolver el triple saludo. Debo haberme vuelto loco, pienso. Respiro profundo. Vuelvo a abrir la puerta lentamente.
-Hola.
-Hola.
-Hola.
Los tres menonitas levantan la mano muy sonrientes. Era cuestión de tiempo, lo sabía, estoy loco. Escapo corriendo de casa atropellando a toda la gente que se arremolina en la sala.
Llaman a mi celular. Detengo mi carrera enloquecida en mitad de la calle. Es mamá. Contesto. Pregunta si fui yo el que salió corriendo como un demente de la casa sin saludarla. Le explico que me he vuelto loco o quizás he viajado a una dimensión paralela donde su casa es un refugio de menonitas fantasmagóricos y de plumíferos perfumados que entran y salen de su habitación cargando maletas llenas de vestidos. Mamá me pregunta si estoy borracho o peor aún, si mi ex novia me dio alguna droga poderosa de las que tanto le gusta ingerir por la boca o la nariz. Le digo que no, que estoy sobrio y me confieso demasiado cobarde y aburrido para empezar a tomar drogas divertidas. Me ordena regresar a casa. Obedezco.
Mamá me explica que debido a la crisis económica mundial está rentando el cuarto de visitas a estudiantes extranjeros que vienen a aprender español al centro de idiomas que está a unas cuadras de casa.
-Ven, vas a quedarte aquí –me dice ocultándome en el cuarto de Bicho.
-¿Quiénes son todas esas personas? –pregunto intrigado.
-Van a hacerle un reportaje a tu hermanita antes de que se vaya al DF.
-¿De qué?
-De su familia.
Mamá cierra la puerta. Me parece escuchar cómo le pone llave a la puerta.
Caigo dormido. Tengo una horrible pesadilla: Bicho es coronada Nuestra Belleza México. El público grita eufórico. Mamá grita eufórica. Incluso yo grito eufórico. Cientos de fotógrafos (también eufóricos) la retratan mil y un veces desde todos los ángulos y posiciones imaginables. El auditorio entero corea su nombre. Endiosados. Todos corren hacia el escenario y empiezan a querer tocarla. A palpar su belleza. La acarician. La besan. Pero no es suficiente. El público necesita más. Un fanático hambriento se aventura a darle un mordisco en el brazo. Quiere probarla. Saber a qué sabe la belleza. Saborearla. Y otro, y luego otro. Todos se abalanzan sobre Bicho y la devoran hasta el último hueso como a Jean-Baptiste Grenouille al final de El perfume.
Abro los ojos sobresaltado.
-Que bueno que viniste –dice Bicho, sentada al filo de la cama, tecleando algo en su Mac. Me da un par de besos y me abraza.
Me fundo en su abrazo y en vez de darle un beso le muerdo una mejilla.
-Auch, bobo.
-Quería saber si estaba soñando.
Bicho sonríe. Su sonrisa se ilumina al acercarse la pantalla de su Mac al rostro.
-Tengo que hacer un ensayo –dice.
-¿Qué hora es? –digo frotándome los ojos.
-La una.
-¿A qué hora tenemos que estar en el aeropuerto?
-A las seis.
-Ve a dormir.
-No puedo. Tengo que terminar el ensayo.
Se abre la puerta del cuarto.
-Bicho, ven a dormir –dice mamá.
-Ahora que termine mi ensayo.
-Rodrigo, deberías hacerle el ensayo a tu hermanita.
-Mamá, déjalo dormir.
-Tú eres la que tiene que dormir, no quiero que llegues al DF con bolsas en los ojos.
-¿De qué es el ensayo? –pregunto.
-No tienes que hacer mi ensayo.
-Sí que lo tiene que hacer, a eso se dedica.
-¡Mamá!
-Es la verdad, hijita.
-¿De qué es el ensayo? –pregunto de nuevo.
-Del por qué elegí mi carrera.
-…
-¿Qué? –se indigna mamá- ¿No me digas que no sabes qué carrera está estudiando tu hermanita?
-Sí sé, lo que no sé es por qué eligió estudiar esa carrera.
-Pues porque le gusta, por qué más va a ser.
-Mamá, ve a dormir –dice Bicho-, al ratito te alcanzo.
A regañadientes mamá se va a dormir. O mejor dicho, a fingir que duerme. Bicho me dice que eligió su carrera después de leer un escrito mío. Su confesión me horroriza. Le digo que está loca. Que es un grave error creer algo de lo que escribo. Todo son mentiras. Es de locos dejarse influenciar por un perdedor de casi 30 años desempleado, incapaz de ganarse la vida por si mismo y de redactar un proyecto literario lo suficientemente verosímil o intelectual para que los jurados intelectuales de todas y cada una de las becas que he solicitado dejen de rechazarlo.
-Para mí siempre serás el mejor escritor del mundo.
-¿Cuántos libros has leído este año?
-Bobo.
Bicho bosteza. Se frota los ojos con la elegancia que sólo poseen las criaturas hermosas, etéreas como ella.
-Vete a dormir –le digo-, ahora te invento algo.
Bicho se va flotando al cuarto de mamá, confiada en mis capacidades poco confiables de escriba.
Grave error.
Son las cuatro de la mañana, soy incapaz de inventar algo que inspire a un jurado de belleza, o mejor dicho, a cualquier tipo de jurado. Decido cerrar los ojos un rato, y más tardo en cerrarlos cuando mamá me despierta.
-Ya es hora.
Llegamos al aeropuerto. Arrastro una maleta del tamaño del féretro de un basquetbolista. Mi figura maltrecha, funeraria, se refleja en las puertas de cristal corredizas. Tengo bolsas en lo ojos. Ojeras. El pelo enmarañado. Un niño se acerca a pedir un autógrafo.
-¿Me firmas mi camisa? –dice.
Por un instante pienso que me ha confundido con uno de los muchos mamarrachos de la mediana edad que conducen los programas de Telehit para aferrarse a la juventud esquiva.
-Claro –dice Bicho, rozagante, los ojos enormes, brillantes, el pelo frondoso, sedoso, peinado de una forma imposible. Firma con ternura la camisa del niño.
Dos viejos libidinosos se acercan, piden tomarse una foto. Bicho sonríe. La gente en la sala de espera murmura. Cuchichea. Aparece un alux, o para ser más precisos, el maestro Yoda en persona.
-Mucho gusto –dice.
-Mucho gusto –dice Bicho.
-¡Oh, por Dios! –exclama mamá emocionada-. Es Armando Manzanero.
La esposa o novia o amiga de Armando Manzanero no parece compartir el gusto de su esposo, novio o amigo, le regala una gélida sonrisa a Bicho y se lleva al maestro a abordar el avión.
Bicho se despide de nosotros. Abraza y besa a mi hermano. Abraza y besa a mamá. Abraza y besa a su novio que tiene que contenerse cuando dos hombres pasan y clavan la mirada ardorosa en la retaguardia de Nuestra Belleza Yucatán. Bicho me abraza y me besa y tengo que confesarle que no pude escribir ni una sola palabra de su ensayo.
-No te preocupes, nada más no le digas a mamá –me dice en un susurro.
El avión despega, se pierde entre las nubes. Bicho finalmente está en donde merece.