Desde el punto de vista político-psicológico, el populismo es una relación directa del hombre providencial con las masas y descarta cualquier tipo de mediaciones entre el pueblo puro y su guía; cuando adquiere el poder, manifiesta su aversión por la democracia representativa y recurre al plebiscito y a la calle como vías de legitimación. Para el populista las elecciones desintegran la unidad mítica del pueblo, al fragmentarlo en votos individuales. El pueblo es idealizado frente al ciudadano y la categoría de pueblo adquiere dimensiones infinitas
El populismo no es un fenómeno nuevo: encontramos sus antecedentes en el populismo ruso del siglo XIX. En Norteamérica, a finales de ese mismo siglo, fue evidente otra de sus manifestaciones, que continuó con figuras como Huey Long en Luisiana, o, más recientemente, con Ross Perot y Pat Buchanan. América Latina ha contribuido al movimiento populista con Juan Domingo Perón en Argentina y Getulio Vargas en Brasil; Francia, con Pierre Poujade y Jean Marie Le Pen, ha hecho aportes al populismo de derechas. Jörg Haider en Austria ha dado también su cuota a estos movimientos. Los neo-populistas latinoamericanos como Hugo Chávez, Evo Morales, y Daniel Ortega, son productos enteramente ocasionales, incapaces de perdurar por sí mismos en espacios de tiempo prolongados por vía democrática, por eso necesitan asentar una estructura dictatorial a través de organismos como congresos controlados y leyes mordazas, como las de comunicación, que permiten controlar a la opinión pública, limitando los espacios de críticas a sus regímenes.
Contra la representación política. Uno de sus componentes es el odio hacia las minorías selectas, el enfrentamiento del pueblo puro contra las élites corruptas. El deseo igualitario es uno de sus motores, reivindica al hombre de a pie y coexiste con un escepticismo profundo frente a las instituciones, que son vistas como instrumento al servicio de los poderosos.
El rechazo del orden legal lleva a sacralizar la ley natural, oponiendo la legitimidad popular a la legalidad. Su visión de la democracia es iliberal, alejada de las libertades individuales y debe ceder frente a lo colectivo.
Los movimientos populistas carecen de organización estructurada, las emociones colectivas, la relación amorosa entre el líder y las masas no puede ser ahogada con la camisa de fuerza institucional, el abrazo sustituye al pensamiento. El lenguaje encendido juega un papel fundamental; fue así como Velasco Ibarra, en Ecuador, llegó a afirmar: denme un balcón, y el país es mío.
La utilización de los medios de comunicación es crucial para esta relación, en el pasado con los discursos radiales y hoy con la televisión, la emoción de la imagen le gana a la reflexión. El anti-capitalismo es otra característica, asumida hasta por los populistas de derecha, quienes lanzan rayos y centellas contra la globalización. Los populistas agrarios norteamericanos veían el corazón de su movimiento en la lucha moral contra los monopolios y las grandes compañías industriales.
Nacionalismo xenofóbico. El nacionalismo xenofóbico es otro rasgo; manifiesto no solo en la búsqueda de una unidad nacional perdida, en el deseo de unanimidad y en la fusión en una mítica alma nacional, sino también en el rechazo al extranjero.
El nacionalismo económico es un derivado y engendra la creencia en la autarquía económica y la protección frente al capital extranjero. Algunos han confundido este y su hermano gemelo, el gasto público desorbitado, con la totalidad del fenómeno populista.
El nuevo populismo latinoamericano no es abiertamente hostil a las elecciones; estas se han transformado en su mecanismo de ascensión al poder. Luego del mesianismo proletario los neo-populistas han organizado paraguas multiclasistas y han utilizado las modernas técnicas del marketing político.
Los brotes populistas surgen del fracaso institucional para enmarcar a los sujetos políticos en un orden social relativamente estable. Estas erupciones se producen en momentos de transformación de la estructura social y cuestionan las identidades como resultado de movimientos de flujo y desalineamiento, el populismo redibuja los bordes sociales.
Pérdida de la confianza. El rupturismo populista surge de la pluralidad de demandas y de la incapacidad del sistema para darles respuesta o absorberlas. La identidad populista es producto de la dislocación de identidades, consecuencia de demandas particulares insatisfechas que se reencuentran en la unidad imaginaria del pueblo; la suma de malestares crea una identidad nueva.
El populismo no es un demonio, es la construcción imaginaria de un nosotros que se elabora por un discurso, construido antagonísticamente, que aloja diversidad de demandas, unidas por el enemigo común (cólera anti-oligárquica, extranjero amenazante).
El populismo surge cuando hay ruptura del orden social y se ha perdido la confianza en la capacidad del sistema político para restaurarlo, es fruto del agotamiento de las tradiciones políticas y de la deslegitimación de instituciones mediadoras (partidos). Grandes y acelerados cambios también están en su origen (modernización económica, urbanización, demografía), el déficit democrático y la corrupción también lo explican.
Las democracias estables y bien constituidas procesan el populismo, incorporan demandas y críticas, coexisten con este. Las democracias rígidas tienen grandes dificultades para vivir con el, generalmente las demandas las sobrepasan desde fuera y las instituciones colapsan. Democracias débiles son penetradas y corroídas desde el interior.
Las democracias pueden vivir con algún grado de populismo si este se transforma en una vía para la incorporación de demandas y para la rectificación de las políticas públicas, lo peor es no entender el fenómeno. Convertir el populismo en un fantasma aterrorizador no ayuda a lidiar con sus causas objetivas. Actuar sobre estas es la manera de enfrentarlo.
(*)Consultor Político & Especialista en Dirección de Campañas Electorales
Desde Guayaquil, Ecuador.
El autor es dominicano, Residente en Guayaquil, Ecuador.