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ACTUALIZADo 21 de enero de 2009
Un compromiso impostergable
Genéticamente aborrezco ir a bodas, primeras comuniones, bautizos y todo tipo de festejos
por RODRIGO SOLÍS
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1

A través de mi vida adulta he perdido a buenas amigas adultas por resistirme a comportarme y/o aceptar que soy un adulto. No hay nada que más me angustie en la vida que recibir un sobre blanco envuelto en celofán transparente en cuyo interior aparezca el nombre de una amiga que piensa enlazar su vida con un hombre hasta que la muerte los separe. Ser partícipe y testigo de este absurdo me provoca una agonía lenta. Dolorosa. Cruel.

Genéticamente aborrezco ir a bodas, primeras comuniones, bautizos y todo tipo de festejos semejantes, es decir, eventos que involucren a un cura y a una mujer (sea de la edad que sea) vestida de blanco. Mi ADN repele la idea de sentarse en una mesa circular rodeado de perfectos extraños a los cuales hay que regalarles sonrisas y fingir interés por sus vidas. Desde luego, todo esto es del pleno conocimiento de mis amigas. Por ello no dudan en enviarme e-mails y marcarme al celular advirtiéndome que estarán al pendiente de que mi humanidad (disfrazada con riguroso traje de Frankenstein) esté presente en el día más importante de sus vidas (según ellas), de lo contrario, me retirarán su amistad.

2

Violeta dejó de hablarme (incluso ni siquiera me dice "hola" en el Messenger) a raíz de que brillé por mi ausencia en su boda. Antes de casarse, Violeta era mi confidente en el trabajo. Ambos cursábamos el penúltimo semestre de la carrera universitaria. Ella pudo ser mi compañera de salón de clase de no ser porque reprobé el examen de admisión en esa universidad tan exigente a la que ella iba y donde era el mejor promedio de su licenciatura. Naturalmente nunca le confesé mi fracaso. Preferí decirle que los mercadólogos eran unos charlatanes y que por eso decidí enrolarme a estudiar administración de empresas en una universidad que en realidad era un tecnológico, donde la mayoría de los profesores eran ingenieros (como lo fue papá) que no cesaban de mofarse de nosotros porque aseguraban que los administradores eran personas que no tenían la menor pista de qué hacer con sus vidas, argumento totalmente cierto, pero no por ello dejaba de provocar mucha indignación en el alumnado.

Durante un mes íntegro fingí ser un empleado modelo en el corporativo en el que hacía mis prácticas profesionales. Violeta desde su primer día en el trabajo demostró ser una empleada modelo por naturaleza. Siendo así, con la guerra perdida, decidí confesarle que odiaba mi vida. Odiaba el trabajo, odiaba la escuela, pero sobre todas las cosas me odiaba a mí mismo por haberme convertido en un hombre miserable.

Para mi sorpresa Violeta me dijo que ella sentía exactamente lo mismo: tenía terror de despertar un día convertida en una señora que había vivido una vida que no le apetecía. Automáticamente dejó de irritarme su maldita eficiencia y su perfecto inglés y su conocimiento en todos los programas de Windows y la desenvoltura con la que atendía a los ejecutivos por el teléfono. Violeta era infeliz, pero sabía ocultarlo. Incluso más que yo. Imposible no quererla.

Revitalizados y más libres por retirarnos las máscaras de hipocresía, en un acto de independencia decidimos pasar nuestras jornadas laborales invirtiéndolas (casi integras) en el estimulante arte de criticar a todos los empleados adultos que tuvieron que resignarse a vivir una vida ausente de brío; también a contarnos una y otra vez nuestras historias de amores fallidos y fantasear con la idea de que un buen día encontraríamos el arrojo suficiente para mandar al diablo el rimbombante trabajo que tanto odiábamos y buscar la felicidad en un oficio (ignorábamos cuál) que nos hiciera sentir vivos.

Meses más tarde, a primera hora, vestido como un mamarracho me presenté a las oficinas de la planta embotelladora a donde me habían ascendido y le dije al gerente que renunciaba a mi trabajo porque quería escribir un libro. El gerente llamó por teléfono a la oficina de Violeta y le dijo que me había vuelto loco. Cuando llegué a la oficina de Violeta para darle la noticia, con los ojos vidriosos me abrazó y me dijo que estaba orgullosa de mí. "Estás loco", me dijo segundos después. Yo le dije que ella estaba loca por quedarse en un trabajo que odiaba.

-Te voy a extrañar –me dijo-. Mucho.

-Yo también –le dije y descubrí un anillo que antes no existía en su dedo anular de la mano izquierda.

-Me voy a casar –me dijo levantando la mano, con los ojos apunto de estallar en lágrimas-. Iba a darte la noticia en el almuerzo.

-Muchas felicidades –fingí emoción.

-Tonto –me dijo sonriendo al descubrir mi falsa felicidad-. Más te vale ir a la boda.

-Ahí estaré –le dije-. En primera fila. Te lo prometo.

3

Mariana fingió no verme, luego saludarme y después disculparse al chocar conmigo cuando íbamos caminando en direcciones opuestas sobre el malecón. Mi pecado: no asistí a su boda.

A Mariana la conocí en Cancún. Me dijo que ella era campechana y yo le dije que nunca la había visto en mi vida a pesar de mis múltiples visitas a Campeche. Ella se sorprendió al igual que yo de que no nos hubiéramos conocido antes, esto debido a que dijo ser muy amiga de cada una de las personas que le fui nombrando, del mismo modo en el que yo dije conocer a cada uno de las personas que ella nombró como sus familiares y amigos.

En la piscina del hotel, Mariana me platicó que tenía un novio de toda la vida. Avalentonado por las cervezas que había ingerido y la brisa del mar Caribe le confesé que no creía en las relaciones que duran muchos años de noviazgo; esto (y esto desde luego no se lo dije a Mariana) porque una vez tuve su misma mirada de cachorro enamorado hasta que un buen día el amor de mi vida me abandonó y dejé de creer en todo tipo de relación amorosa. No obstante, Mariana decidió no profundizar en el tema del amor. Su mirada hablaba por ella. Era una chica sabia y curtida por la vida, era huérfana de ambos padres y en vez amargarse la vida exhalaba una paz indescriptiblemente contagiosa.

Mariana era hermosa con bikini y por un instante sentí celos de ese novio alto, fuerte y bien parecido que la esperaba en una ciudad pequeñita, costumbrista y machista, confiando plenamente en ella, acto que contradecía por completo las buenas maneras de los campechanos.

Al despedirme le prometí que cuando visitara Campeche le llamaría. Y así fue. Lo primero que hice al llegar a Campeche fue llamarle. Me dijo que estaba en el malecón con su novio y unos amigos. Que fuera a verlos. Y eso fue lo que hice.

Cual fue mi sorpresa al llegar al malecón que toparme a Mariana, radiante, espléndida, recibiéndome con una enorme sonrisa blanquísima mientras abrazaba a un sujeto chaparrito, calvo y de ojos saltones.

-Te presento a Darío –me dijo Mariana-. Mi novio.

No pude menos que amar un poco más a Mariana. Mujeres como ella nacen una cada dos milenios. Darío resultó ser un comediante por naturaleza. Y Mariana su musa inspiradora que no cesaba de reír y bailar con él cada que un coche se estacionaba con música estruendosa. Al ver cómo se miraban, estaba claro que habían nacido el uno para el otro.

Al mudarme a vivir a Campeche los frecuenté a la fuerza. No había bar o antro (sólo hay cinco o seis en la ciudad) donde no me los topara. Mariana siempre me preguntaba si ya tenía novia y yo le respondía lo mismo, que no. Ella se reía y me decía que nunca iba a conseguir novia porque yo era un hombre horrible que no creía en el amor. Yo también me reía y le decía que me ayudara a ponerle remedio a mi situación dejándome salir con su hermanita menor que era su réplica sólo que en un envase sellado con una etiqueta que decía "menor de edad".

-Primero te mato –me decía muy seria-. Me oíste, te mato.

Darío se reía y me decía que no me preocupara, que él me daría el número de celular de su cuñadita y Mariana lo miraba muy seria y terminaba también amenizándolo de muerte.

Los sábados en la noche, en la disco, cuando me aburría de ver los mismos rostros ocupando las mismas mesas, fingiendo ser todos unos ganadores, como un oasis en mitad del desierto, me refrescaba observando a Mariana y a Darío, cada quien con sus amigos, tomando y bailando, y cuando ponían una música norteña atravesaban la pista de baile de punta a punta, se encontraban en el centro, en mitad de la gente que bailaba, se tomaban de las manos y las caderas y sin decirse palabra alguna sabían que lo suyo era lo más cercano a lo que los poetas llaman amor.

Una noche ocurrió lo inevitable.

-Tenga –me dijo la sirvienta entregándome un sobre blanco envuelto en celofán transparente-, se lo trajo una muchacha bien bonita.

4

Vicky es la hermana mayor que nunca tuve. Mi confidente. Conoce todos mis secretos y por ende todas mis debilidades. La amo como amo pocas cosas en la vida. De jóvenes casi nunca nos veíamos porque su papá era marino y siempre tenía que mudarse a puertos exóticos e insospechados. Su mamá es la mejor amiga de mamá y por añadidura es como si fuera mi madre. Vicky también tiene un hermano menor que es de mi misma edad, tiene mi mismo nombre y durante toda la vida fuimos más que hermanos gemelos, inseparables incluso en la distancia, sin embargo, hace cosa de dos años que no nos dirigimos la palabra por una insignificancia que no vale la pena mencionar pero que, no obstante, enfrió mi relación con toda esa familia que tanto me quiere, incluso como si fuera uno de los suyos, a tal grado que tiempo atrás me mantuvieron, cuidaron y hospedaron en una maravillosa casa con playa privada frente al mar por una larga temporada cuando decidí renunciar a mi trabajo de oficina para dedicarme de tiempo completo a escribir una novela que jamás logré terminar por falta de talento.

Mamá, con ese carácter infatigable que posee y procura explotar, me ha llamado todos los días durante un mes entero preguntándome si voy a ir al bautizo de la hija de Vicky. Le digo que tengo que revisar mi agenda. Mamá me dice que no sabía que yo tenía una agenda. Le digo que sí, que tengo mucho trabajo últimamente. Mamá me dice que haga espació en mi agenda porque todos esperan que yo vaya al bautizo. Le digo a mamá que tal vez se me complique ir al bautizo, que un escritor fracasado y no publicado como yo no puede darse el lujo de costearse un viaje a Cancún que incluye pasaje, hotel y todos los gastos que conlleva visitar la pequeña Gomorra del Caribe. Mamá me dice que mi hermano viajará en su camioneta, que no tengo que pagar boletos de camión excepto mis pasajes de Campeche a Mérida y de vuelta. Le digo a Mamá que no tengo dónde hospedarme. Mamá me dice que no sea tonto, que mis tíos, los papás de Vicky me han hecho un espacio (como siempre) en el cuarto de Rodrigo. Se hace un silencio oscuro, prolongado. Le digo a mamá que tengo que pensarlo, pues debo terminar mi novela. Se hace otro silencio, interminable. Para mi sorpresa mamá lo rompe diciendo que me deje de pendejadas, que llevo años escribiendo una novela que nunca finalizaré (pero que no por ello deja de no quererme y de creer que tengo un talento insospechado, muy a pesar de que nunca me lea). Se instala otro silencio. Mamá lo vuelve a interrumpir diciendo que empaque mis cosas, que me espera en Mérida y que no parte rumbo a Cancún si no es conmigo a su lado. Otro silencio más, el último.

-Interpreto tu silencio como un sí –dice mamá y sin esperar respuesta corta la llamada.

Un sacerdote vierte agua sobre los ralos cabellos dorados de una primorosa bebé de ojos verdes (o quizás azules) que llora justo cuando el señor de la túnica dice que la ha exorcizado del demonio.

Desde las primeras sillas de la Iglesia no puedo reprimir una risotada al dudar que una criatura tan dócil e indefensa pueda albergar algún tipo de criatura del Infierno en su interior. Algunas señoras con cara de buitre me miran reprobatoriamente. Nadie se ha sorprendido de verme. Menos Vicky. Dan por un hecho que era mi obligación estar allí (incluidas mis blasfemias). Y tienen razón.

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