Los fatales instintos humanos de la avaricia y la soberbia sólo se pueden dominar mediante algunas normas éticas elementales. La rápida propagación de la crisis financiera desde unos pocos países desarrollados hasta absorber la economía mundial es una prueba tangible de que es necesario reformar en profundidad el sistema financiero y comercial internacional para que refleje las necesidades y las nuevas condiciones del siglo XXI. Es importante reconocer que esta crisis no es sólo económica sino también social y ética.
La crisis ha puesto de relieve las deficiencias de las políticas de algunas autoridades nacionales e instituciones internacionales que se basaban en doctrinas económicas, según las cuales los mercados libres corregían rápidamente sus fallos y eran eficientes. Estas hipótesis erróneas formaron también las bases de la globalización; también ha permitido, que los efectos de un sistema económico se propaguen rápidamente por todo el mundo dando lugar a recesiones y a una mayor pobreza.
La búsqueda de una estrategia común, que nos permita amortiguar la crisis financiera y económica internacional, que nos golpea con más fuerza a los países del tercer mundo; pasa por una ética global. El empobrecimiento de estas naciones subdesarrolladas ha permitido el derroche ajeno, hoy por fin pareciera detenerse al patinar la locomotora norteamericana. Este escalofriante frenazo descalabró la economía en el mundo.
La ONU se encuentra en posición de definir un marco ético para la reconstrucción de la economía global; sin embargo, no hay duda de que ha reconocido la “dimensión ética de la crisis económica actual”.
En la otra cara de la crisis está el contrastante Tercer Mundo, donde sobreviven milagrosamente en la pobreza unas tres cuartas partes de la población mundial agobiada por el peso de la corrupción política, sin recibir renta ni beneficio de sus propios recursos naturales. Esta cara de la crisis asoma muy poco en los titulares del mundo. Estos países ni siquiera pueden darse el lujo de entrar en crisis porque simplemente nunca han salido de ella.
El 2% de la población mundial concentra en las opulentas elites económicas del primer mundo el 80% de las riquezas de la tierra. En estas potencias habita también una minoría de la humanidad, con envidiables estándares sociales de vida en un estado paranoico de consumo, que devora los recursos del planeta a un ritmo implacable.
Los países ricos, cuya abundancia es proporcional a la pobreza mundial, han multiplicado desde 1950 por tres y en algunos rubros hasta por seis el consumo global de madera, carne, acero, textiles, cuero y energía. Despilfarrando los fabulosos recursos naturales de las naciones empobrecidas en Asia, África y América Latina.
El cataclismo financiero también está ligado a la crisis ambiental. El mundo se acaba pero no por el Apocalipsis bíblico, sino por el consumo despiadado de las naciones industrializadas donde se generan además la mayoría de los gases tóxicos y desechos radioactivos que alteran el clima dañando el ambiente y la vida en general. Y son adicionalmente responsables de arruinar el único protector solar efectivo y gratuito que tenemos: la capa de ozono.
El desastre de la economía mundial tiene una paradoja que retrata el mundo en que vivimos, los ricos y poderosos causantes de la calamidad tienen pase VIP (Very Important Person, por sus siglas en inglés), para salvarse primero, además con el dinero ajeno continúan derrochando en lujos y extravagancias. Al mismo tiempo, las elites de los países pobres, con contadas excepciones, se caracterizan por emplear los mismos métodos de acumulación de la riqueza.
Por un lado, se estima que alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio, de reducir a la mitad la pobreza para 2015, se lograría si se dedicara el 25% de los gastos militares de Alemania, Estados Unidos de América, Francia, Inglaterra y Japón. El 84% de las exportaciones de armamentos de los países desarrollados al mundo, incluyendo a los países más pobres, se origina en los países del G-8: Alemania, Canadá, Francia, Inglaterra, Italia, Japón, Rusia y USA.
Al mismo tiempo, las desigualdades económicas y sociales siguen siendo las principales causas que provocan, en el mundo entero, la pobreza, el hambre, los conflictos, la violencia, las migraciones y la agresividad contra el medio ambiente. Esto muestra que la reflexión sobre los valores éticos comunes, es más urgente que nunca.
Sin embargo, ¿cómo explicar, a la luz de los principios éticos y humanitarios más elementales, los datos de la ONU y de la FAO: de las seis mil quinientos millones de personas que habitan hoy el planeta, casi cuatro mil millones viven por debajo de la línea de pobreza, de los cuales mil trescientos millones por debajo de la línea de la miseria, y 950 millones sufren desnutrición crónica?
Si queremos sacar algún provecho de la actual crisis financiera, debemos pensar no sólo cómo salvar empresas, bancos y países insolventes, sino en cómo cambiar el rumbo de la historia, yendo a la raíz de los problemas y avanzando lo más rápidamente posible en la construcción de una sociedad basada en la satisfacción de las necesidades humanas; de respeto a los derechos de la naturaleza y de participación de todos los estamentos de la sociedad en un contexto de libertades políticas.
El desafío consiste en construir un nuevo modelo económico y social que ponga las finanzas al servicio de un nuevo sistema democrático, fundado en la satisfacción de todos los derechos humanos.
Una manera de hacerlo es transformar la ONU, reformada y democratizada, en un foro idóneo para articular las respuestas y soluciones a la crisis actual. No encontraremos salida si no nos damos cuenta de que nuevos valores deben ser rigurosamente asumidos, como volver moralmente inaceptable la pobreza absoluta, en especial el hambre y desnutrición y que todos los gobiernos de los países miembros, sin distinción alguna, deben asumir estas responsabilidades y dar el ejemplo, cada uno dentro de sus posibilidades.
La experiencia histórica demuestra que el hacer efectivas esas metas, exige transformaciones estructurales profundas en el modelo de sociedad que predomina hoy; de modo que se puedan reducir significativamente las profundas asimetrías entre naciones y las desigualdades entre personas.
*Jurista, Politólogo y Diplomático.