Quien crea, asuma o sueñe que somos un país en vías del primer mundo, vaya viendo a mis vecinos, esos lords campechanos practicantes de las buenas maneras y formas que engrandecen a nuestra patria.
Los cavernícolas de la casa de junto son la representación más fiel de lo que en México se conoce como un buen ciudadano.
-¡Hola, vecino! -me saluda con una ancha sonrisa en el rostro la vieja chancluda eternamente disfrazada de Doña Florinda (mandil y tubos de color rosa en la cabeza) cada que se me cruza por delante.
-Vecina, ¿sería tan amable de mover su coche? -le digo, intentando aparentar ser un hombre civilizado.
Previos quince minutos de espera, un cromagnon en camiseta sport y shorts del América sale para mover el automóvil que se le ocurrió como todos los días estacionar en la salida y/o entrada de mi cochera.
El siguiente obstáculo a vencer es que la casa está ubicada en una de las avenidas más transitadas de la ciudad, y al parecer todos los conductores traen una prisa maldita por llegar a su destino, y a ninguno se le atraviesa por la mente ceder el paso de manera cívica para permitirme abandonar el garaje.
-Échales la lámina –me susurra una vocecilla y me aborda el recuerdo de un amigo defeño que todo lo solucionaba aventando el Tsuru a los conductores que osaban pasar por enfrente de él cuando se nos hacía tarde para llegar al destino que fuere.
Me persigno y encomiendo a todos los santos. Meto la revesa. Piso el acelerador a fondo. Ocurre el milagro. Abandono finalmente la cochera en medio de un mar cláxones.
Semáforo en rojo. Por fortuna tengo preferencia para doblar a la derecha, sin embargo, un camión de pasaje ha tenido la brillante idea de detenerse, bloqueando la circulación para recoger a unos jóvenes de cabellos alborotados. Antes de abordar, uno de ellos escupe en el pavimento su chicle con la gracia de un mono de zoológico. La larga fila de vehículos que se encuentra detrás del mí hace de mi conocimiento su inconformidad descargando otra lluvia de claxonazos que me crispa los nervios. La escandalera es tal que empiezo a sentirme culpable, como si yo fuera el chofer del camión que decidió romper 30 leyes de tránsito en un solo segundo.
-Duro el calor, verdad güero -me dice el amo y señor de la esquina, un gordo mugriento de lo más simpático que se gana la vida fingiendo locura, pues el gordinflón está más cuerdo que Freud, pero el desempleo y el hambre son tantas que tiene que bailar en la esquina, interpretando con maestría la cumbia que esté de moda en la radio al tiempo que agita unas botellas de plástico cargadas de aguas negras que vierte en los parabrisas de los incautos automovilistas que no pueden más que ahuyentarlo entregándole un par de monedas a cambio de que los deje permanecer con el vehículo limpio.
Con alivio y con el coche hecho un asco por no cargar con monedas compruebo que estoy a tiempo de llegar al cine. Decido bajar la velocidad y disfrutar un poco de la hermosa vista del malecón. Al instante soy secuestrado en todos los pasos peatonales por jóvenes y botargas que me inundan de panfletos, calcomanías y gritos de que vote por una serie interminable de diputados y senadores. Intento arrollarlos, pero los muy desgraciados, como si hubiesen sido adiestrados por Mahatma Gandhi, logran detener mi volcho formando una muralla humana.
-No gracias, no gracias -intento sin éxito decirles que no me interesa en lo más mínimo recibir propaganda partidista.
Ignorado, intento subir las ventanillas para no morir ahogado en una avalancha de papeles que arrojan al interior del vehículo. Los propagandistas anticipan mis movimientos, formando una montaña de basura de proporciones escandalosas a mi alrededor. Acelero. Metros más adelante se repite la operación: paso peatonal PRD, un kilo de basura; paso peatonal PRI, otro kilo de basura; paso peatonal PAN, otro kilo más de basura, y así hasta llegar al parque de Moch Cohuó, donde logro sacar la cabeza por la ventanilla para jalar un poco de aire hacia mis pulmones y ante mis ojos aparece una mano. Un candidato a diputado federal con una ancha sonrisa me extiende su mano diciéndome que cuenta con mi voto, y yo sólo puedo pensar en decirle que vaya contando los dientes que le voy a tirar cuando le rompa toda la boca si no mueve de enfrente su rolliza humanidad para que pueda llegar a tiempo al cine.
Llego al cine. Delante de mí sólo hay diez personas, a pesar de ser un estreno mundial. Al parecer a todos los cinéfilos se les ha hecho tarde gracias al vía crucis malecónpartidista, sin embargo, el problema radica en que también se le ha hecho tarde al sujeto encargado de abrir la puerta de la sala porque los once que llegamos a tiempo llevamos más de quince minutos esperando que nos dejen ingresar para tomar asiento.
Una multitud aparece sorpresivamente. El encargado de abrir la puerta de la sala no aparece y la cosa se vuelve un pandemonio. Alguien sugiere tímidamente que se respete la fila, pero de inmediato es mandado a callar en mitad de improperios. La masa humana empieza a empujarse unos contra otros. El cintillo que impide el ingreso a la sala es repentinamente removido y la gente corre como un hato de bestias desbocadas al interior de la sala. Quienes llegamos primero somos aplastados por una horda de salvajes pulcramente vestidos que nos empujan, patean y pisan.
-No es justo -dice una señora con el cabello revuelto que fue a parar al suelo.
Manejo a casa con un dolor infernal de cabeza. El único lugar del que pude hacerme fue una milagrosa butaca de la primera fila, misma que tuve que ganar literalmente con uñas y dientes pues los genios del cine decidieron vender más boletos de los permitidos por las butacas.
Atravieso el malecón en medio de un chiquero de papeles que tapizan las calles hasta llegar a casa para toparme con la buena nueva que los vecinos han dejado estacionado su coche nuevamente en la entrada de mi cochera. Vecinos que años atrás decidieron emprender un lucrativo negocio de pavos, criando a los plumíferos en su jardín trasero e importándoles muy poco dejar oliendo a mierda toda la cuadra. Mismos vecinos emprendedores que otro día montaron una taquería en su garaje sin preguntarnos si nos parecía buena idea oler a cebolla y a carne asada todas las noches. Vecinos que decidieron que era un buen momento para asesinar al árbol de mangos de más de veinte años que tenían en el jardín, teniendo el bello detalle de dejarlo caer del otro lado de su casa, o sea, sobre nuestra tubería de agua. Vecinos que salen cada noche con su afable sonrisita diciéndome:
-Hola vecino, fui yo... ¿y qué?.