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ACTUALIZADo 18 de MARZO de 2009
La pesadilla
Envidio a mi hermano. Su masoquismo. Su locura nunca socorrida y aliviada con medicamentos poderosos
por Rodrigo Solís
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1

No he podido dormir. Otra vez. Cuando creo lograrlo despierto muerto de miedo. Temblando como una rama seca sacudida por el viento. Una pesadilla horrible me asalta cada que quiero desconectarme del mundo real. La misma pesadilla. Siempre la misma.

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Envidio a mi hermano. Su masoquismo. Su locura nunca socorrida y aliviada con medicamentos poderosos. Cuando era niño, su pasatiempo predilecto, a diferencia del mío que era montar bicicleta, apedrear pájaros y jugar videojuegos hasta la epilepsia, era tener pesadillas (curioso que ahora todos piensen que el subnormal de la familia soy yo). Mi hermano decía que le fascinaba sumergirse en su subconsciente, rodeado de muertos vivientes, hombres lobos, Freddy, Jason, Linda Blair, y cualquier otra criatura demoníaca que fuese lo suficientemente aterradora para hacerle despertar bañado en sudor y con un grito de “auxilio” ahogado en la garganta en mitad de la madrugada.

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Son las cuatro de la madrugada. Soy un hombre adulto (o al menos eso dice mi credencial de elector) y estoy muerto de miedo. Constantemente grito “auxilio” y no necesito estar en medio de una pesadilla: mi vida tiene la suficiente dosis de terror para tenerme con los nervios despedazados. De ahí que mi pasatiempo sea dormir; la válvula de escape de la pesadilla que es mi vida. Sin embargo, como una broma macabra del Universo que siempre conspira en mi contra, de unas noches a la fecha (justo el día después que mis enemigos del gobierno de Campeche me han negado otra beca porque soy un escritor sin talento) he empezado a tener horribles sueños. O mejor dicho, el mismo. Repetido una y otra vez.

Hace días que no siento la inspiración fluir en mí. A decir verdad, nunca he sentido mucha inspiración cada que me siento delante del monitor de mi computadora. La inspiración me es esquiva. O si acaso, traicionera. Cuando me aborda lo hace en mitad de una borrachera con mis amigos escritores. O viendo un partido de fútbol o mirando una película o malcogiéndome a mujeres que no deseo o corriendo en el malecón. Siempre en lugares lejos de mi computadora, donde no puedo plasmar todas esas emociones e ideas que aparecen en mi mente, nítidas, claras, de todo eso que creo que es el mundo y que de escribirlas estoy seguro sorprenderían a más de un intelectual (o jurado de becas).

Lo único que tengo es esta pesadilla. Descarada, puntal, asidua y fiel a mis sueños. Me llama la atención porque desde muchos años atrás, he perdido la cuenta de los años, todos mis sueños se resumían a una gran pantalla, igual a la de los cines, sólo que en vez de proyectar a Sylvestre Stallone, Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis masacrando terroristas o gente en el Medio Oriente (que para los tiempos que corren es lo mismo), todo era negro, ni rastro alguno de soldados mutilados, como si el empleado que controlara el retroproyector de mi subconsciente estuviese en huelga o desempleado.

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La pesadilla se divide en dos partes, una más terrorífica que la otra y ambas entrelazándose como si se tratara de un filme de Tarantino. Un amigo de la facultad (recuerdo trabajaba en los cines Hollywood desempeñando una labor que nunca entendí cuál era) me hace responder a cientos de preguntas que va leyendo de una interminable encuesta, mediante la cual busca descubrir que tan “satisfecho o insatisfecho” estoy con el servicio que me ofrece la empresa para la que él labora, la cual definitivamente no son los cine Hollywood sino una empresa relacionada con el glamoroso mundo de la reparación automotriz.

Al llegar a la pregunta 235, mi amigo, encuesta en mano, me hace retornar a la pregunta 78, en la cual debo elegir entre las opciones F1-A, F2-C, F3-K, F4-M o F5-R, sobre algún problema del carburador y de las balatas y del sistema eléctrico y del diferencial y de los carriles del amortiguador trasero y de la bomba de aceite del compresor fuel injection y otras muchas piezas que no tenía la más remota idea de que existían y mientras mi amigo me sigue retacando con preguntas súbitamente me encuentro en un salón de clase. El tercero C del Instituto del Patria, secundaria católica donde pasé mi desangelada y muy sufrida adolescencia.

Es un espanto de día de escuela como cualquier otro, exceptuando un par de detalles: mamá, que se encuentra de pie, a un lado de mi pupitre vigilando hasta el último de mis movimientos, y el tigre de bengala con mirada flamígera que entra por la puerta del salón observando a todos los alumnos que no se inmutan de sus asientos. ¿Acaso nadie piensa protestar al ver que el profesor de física es el Tigre Toño en una versión más real y menos anabólica?

El gigantesco felino, para mi sorpresa, toma asiento detrás del mesabanco del profesor, con una naturalidad asombrosa, como si aquello fuese su oficio de todos los días, y luego procede, con mucha elegancia, a tomar lista: Guevara Alfonso, Pérez Laura, Rodríguez Isabel, Erosa Abraham… Siendo una pesadilla mi sueño, y no el show de Barney, mi peor temor se materializa. La bestia rayada, en mitad de la lista, estira una de sus patas y de un zarpazo le arranca la cabeza a un estudiante de la primera fila. Silencio. Nadie en el aula exclama de asombro (salvo yo, que ahogo un grito) luego de presenciar como el animal desmiembra al infeliz decapitado que yace en el suelo, bañado en sangre y tripas; ni un suspiro, nadie se mueve de su asiento, como si la masacre fuera el ritual de un día normal de clase.

El pánico se apodera de mí. Con discreción (es bien sabido que los felinos tienen el sentido del oído desarrollado) tomo la mano de mamá y le sugiero que escapemos del salón antes de que la bestia siga pasando lista hasta llegar a la letra “S” y me pregunte la lección de física. Le confieso a mamá que nunca he sido bueno calculando gravedades, masas, parábolas y movimientos. Mamá me mira con mirada sorprendida, como si de pronto hubiese olvidado que soy un desastre para los números y pasado por alto todos esos tragos amargos que le causé a través de los años por sacar bajas notas en matemáticas y en física, orillándola a conseguirme maestros particulares para remediar mi poco talento para sumar, restar, dividir, etcétera. Nos disponemos a escapar, pero justo en ese momento, todos los alumnos se abalanzan sobre el tigre de bengala. Más que heroísmo le llamaría estupidez. Decenas de adolescentes forcejean sobre el lomo del felino intentando salvar a su compañero, evidentemente muerto. Por mi parte, del único acto heroico del cual soy capaz es el de sujetar la mano de mamá y escapar por los ventanales del salón de clase.

Un hecho comprobado e irrefutable es que tomar decisiones bajo presión no es lo mío, si elijo águila, cae sol. Lejos de nosotros está el pasillo que conduce a las escaleras y de las escaleras al estacionamiento, y en el estacionamiento el cougar azul metálico de mamá que nos ayudará escapar de la maldita escuela. A nuestras espaldas está la explanada principal del colegio, el problema es que se encuentra a más de quince metros de profundidad. Atrapados entre un cristal y el precipicio, mamá y yo observamos cómo el tigre de bengala gana con facilidad la batalla. Con sus poderosas garras y colmillos hace pedazos uno a uno a toda la masa de estudiantes que le hacen frente. Desde mi posición de equilibrista noto algo extraño: los estudiantes, al ser oficialmente cadáveres, sus rostros (o lo que queda de ellos) mutan o se transfiguran. Es como si al morir los jóvenes se transformaran por arte de magia en adultos.

Terminado el festín, ocurre lo inevitable. Unos ojos amarillentos se traban con mi mirada asustadiza. El animal, sorteando miembros despedazados con sus patas peludas, se encamina rumbo a mi transparente escondite. Eso es todo, mi final, mi horrorosa muerte, pienso, así que oprimo la mano de mamá en busca de valor pero no siento más que mi propia mano cerrarse, mamá ha desaparecido de mi lado (probablemente haya caído al vacío como Juan Escutia, aquel niño héroe que tantos honores le rendimos por haberse suicidado envuelto en la bandera, es decir, aventarse como paracaidista sin paracaídas desde la azotea del Castillo de Chapultepec antes de dejarse capturar por los gringos en una de las tantas batallas perdidas de nuestro glorioso ejército) y justo cuando el tigre salta hacia a mí, cierro los ojos, soy un cobarde, y sin embargo, diosa fortuna, no siento mis tripas salir por la boca de mi estomago, sino una vocecilla que me habla. Abro los ojos, estoy parado en medio de un taller mecánico, no hay tigre a la vista, sólo mi amigo de la facultad, tomándose muy en serio su trabajo (como si su vida dependiera de eso), me pide que responda “satisfecho o insatisfecho” a una encuesta de servicio de dos mil quinientas preguntas.

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