1
Desde niño pintaba para peón y no para caballero. Mi cobardía salió a flote a la primera oportunidad. Cumplí cinco años y mamá decidió que mi primer lustro de vida debía ser celebrado a lo grande.
Te invito a mi fiesta de cumpleaños.
Así versaba la invitación que mandó a hacer mamá para invitar a sus amigos a mi primera fiesta de cumpleaños pública, porque a decir verdad, yo ni amigos tenía, y si los hubiera tenido, habrían de ser unos niños genios para poder leer una invitación a tan imberbe edad.
2
Existían sólo tres animadores respetables de fiestas infantiles en Mérida. Y como era de esperarse, los tres, unos briagos consumados. Este trío impresentable (un payaso, un mago y un señor de oficio indescifrable) trabajaban por separado e iban de fiesta en fiesta hinchándose los bolsillos y también el hígado con cantidades groseras de ron.
El payaso. Pepillín (que el dios Baco lo tenga en su santa gloria) era un joven delgado, de cabellera negra, revuelta y un poco larga, que haciendo gala de la impunidad y desvergüenza que reinaba (y reina) en nuestro país, plagió con descaro la identidad artística del payaso más famoso de México, Cepillín. Fue hasta pasados unos años, al convertirse nuestro amado payaso local en la mayor celebridad de la televisión yucateca, cuando el payaso capitalino (sumido en el olvido y alejado de las cámaras de Televisa) entabló una demanda contra el plagiador. Los abogados del payaso provinciano alegaron que el “Pe” en vez del “Ce” otorgaba al nombre y al personaje nuevas dimensiones, muy a pesar del parecido, o mejor dicho, exacto maquillaje que mostraba con el payaso ex famoso, es decir, todo había sido una mera coincidencia, coincidencia que el juez vio muy coincidente pues terminó otorgándole a Pepillín permiso para seguir lucrando a sus anchas con un personaje evidentemente calcado. Poco después apareció un payaso llamado Pillín, demostrando que en materia de innovación somos tipos de cuidado.
El mago. El Mago Shadak curiosamente era todo menos un mago. Hombre de mediana edad con rostro de contador o burócrata de oficina. Su show consistía, en esencia, en hacerse pasar por ventrílocuo. Tenía un muñeco llamado Pegajoso, que por esas coincidencias que se dan muy a menudo en la vida, pero sobretodo en Mérida, era idéntico en nombre y complexión al inolvidable Pegajoso de la película y serie animada Los cazafantasmas. El Mago Shadak fue el primer ventrílocuo en mover los labios con una coordinación asombrosa a los de su muñeco, era como verlo hablar con su propio reflejo.
El señor de oficio indescifrable. El Tío Salim. Maestro de maestros de las fiestas infantiles. Nada de plagios. Todo al natural. Señor de espeso mostacho, oscuro como su mirada. No era payaso, tampoco mago. A ciencia cierta, nadie supo nunca cuál era su oficio en realidad, sin embargo, estaba en todas las fiestas de las familias respetables, animando de lo lindo a la clientela. Bien presentado, impecable, guayabera blanca, pantalones sobrios, zapatos bien boleados. Los sentidos siempre alertas como buen cazador en busca del mesero que servía las cubas en la mesa de los adultos.
Su espectáculo básicamente consistía en la improvisación. Siempre tenía una cuba a la mano y al calor de las copas iba subiendo de tono el show. Cuando no perdía en alguna apuesta de cantina a sus patiños, se podía tener el honor de verles salir de una viejísima caja de madera, tal como fue el desafortunado caso en mi fiesta de cumpleaños número cinco.
El Tío Salim tampoco era comediante, pero era dueño de un nada despreciable arsenal de blasfemias y albures, mismos que eran proferidos por su patiño en turno, al cual sodomizaba con la mano para hacerlo hablar con una voz idéntica a la suya. Nada de impostar voces de manera graciosa, la voz de El Tío Salim siempre era la misma, aguardentosa. Genio y figura. Todo un profesional, sin hora de llegada y sin hora de salida, aunque por lo general esta última coincidía con la del último borracho de la fiesta. La última vez que lo vi fue en Trecevisión, canal local de quinta, relegado a un horario impropio para niños, donde al quinto “¿cómo están amiguitos?” repetido en medio de hipos, fue sacado del aire para nunca más regresar.
3
Cepillín y el Mago Shadak animarían mis futuras fiestas infantiles. Cuando tuve la capacidad de relacionarme, si es que cabe ese calificativo, pues mis amigos siempre fueron escasos, impopularidad que mamá se encargaba de solucionar invitando a todo mi salón de clase, incluidos los bravucones, cuyas mamás resultaban ser siempre sus mejores amigas.
Mi fiesta de cinco años fue animada por el Tío Salim. Mamá no veía con buenos ojos a ese borracho inmundo, pero papá dijo que si él iba a correr con todos los gastos de la fiesta, mínimo que el animador fuera capaz de entretener a sus amigos también. El salón de fiestas se llamaba Divertilandia, lugar donde me aburría horrores. Casi no había niños de mi edad, todos eran niños mayores, de la edad de mi hermano y de mis primos, que corrían como dementes sobre un puente de madera que colgaba peligrosamente sobre un par de árboles torcidos. También había un arenero con resbaladillas, pasamanos, sube y baja y todos los juegos que hay en los parques que se den a respetar. Pedro era un año más chico que yo y no se despegaba de su mamá. Tampoco yo me quería despegar de mamá pero ella me obligaba a ir a jugar con los otros niños. Desde aquella época soñaba con que yo brillara en sociedad. Que fuera popular. El número uno. Por desgracia, yo odiaba a los otros niños, sus risotadas, sus gritos, su alegría desbordada gracias a esos juegos que los hacían tan felices, sobre todo ese apolillado puente de madera que se balanceaba de un lado a otro y que secretamente (era mi único entretenimiento) deseaba se viniera abajo y todos los niños se precipitaran al suelo rompiéndose los huesos en un accidente masivo.
La fiesta transcurrió sin sobresaltos. Sin ambulancia, sin sangre, sin huesos rotos. El puente no se vino abajo. Los adultos llamaron a todos los niños para que me acompañaran a cantar Las Mañanitas. Un espectáculo terrorífico. Me convertí en el centro de atención. Todos mirándome y sacándome fotos. Mamá animándome a cantar. Pero permanecí mudo, como hasta la fecha cada vez que la gente se pone a cantar las Mañanitas y el Rey David y ese sinnúmero de canciones ridículas delante del cumpleañero y su pastel.
-Sopla, sopla, bebé –dijo mamá.
No soplé. Quedé aturdido. Paralizado ante las cinco velitas encendidas sobre el pastel de chocolate. “Sopla, sopla”, empezaron a presionar adultos y niños. Finalmente soplé: de mi boca salió una tímida corriente de aire que apenas hicieron menear de un costado las llamas de las velas que permanecieron, las cinco, invictas, erguidas y relucientes mofándose de la debilidad de mis pulmones.
-Duro, como hombre –dijo mi hermano.
Hubo risas a mis espaldas, así que volví a la carga, arremetí con un soplido de pollito y el resultado fue el mismo, sin embargo las velas se apagaron, pero no gracias a mí sino a mi hermano que sopló a mis espaldas dándose aires de grandeza y aplaudido por mis primos y recriminado por mamá que lo vio con ojos asesinos, pero nada más, no pensaba dar la nota frente a tantos adultos abofeteando a su hijo mayor.
-Te gané tu deseo –me susurró mi hermano y tuve ganas de llorar pero me contuve.
El que no pudo contener el llanto fue Pedro cuando nos sentaron a todos frente a una pantalla donde proyectaron Dumbo. Yo también tuve ganas de llorar, lo admito, quién en su sano juicio de niño no las tendría, pero me contuve de nuevo. Fue traumática aquella escena en la que Dumbo, azuzado por el ratón Timoteo, se emborracha y empieza a ver elefantes rosados, multicolores, monstruosos y de varias cabezas que enloquecidos cantan a coro una canción que hacía evidentes alusiones a Satanás, el rey del Infierno.
Recuerdo perfecto el coro:
Vienen y van y empiezan a desfilar
vienen ya miles de saltos dan
¿serán quizá parientes de Satanás?
Ya están aquí en toda la cama,
van al revés como acróbatas
terror me dan, me quieren enloquecer
¿Qué voy a hacer?
-¡Llegó Tío Salim, niños! –exclamó mamá fingiendo felicidad, pues si por ella hubiera sido contrataba al afable payaso Pepillín.
El Tío Salim era mi salvador, pensé ingenuamente, pues Dumbo más que entretenerme me estaba matando de miedo. Por desgracia, el espectáculo fue un fiasco, aburridísimo, excepto para los adultos que no paraban de emborracharse y reírse junto con el hombre del mostacho y la guayabera blanca que decía una serie de chistes que ningún niño entendía.
-Niños, miren cómo desaparezco este vaso de Coca-Cola –dijo el Tío Salim.
Vaya, hasta que veremos un poco de magia, pensamos los niños, pero para nuestra sorpresa el Tío Salim se limitó a beber de un solo sorbo el liquido del vaso, mitad Coca-Cola mitad Bacardi blanco.
-Salud y aplausos –dijo el Tío Salim y los señores se descosieron en aplausos.
Mamá y otras señoras, indignadas, con miradas virulentas le recordaron al showman que la fiesta era para los niños y no para los borrachos de sus maridos, así que el Tío Salim invitó a pasar al festejado al escenario.
-Sube, sube, bebé –me dijo mamá obligándome a subir.
El tío Salim me miró con la mirada un poco atravesada y me preguntó mi nombre y mi edad. Permanecí en silencio. Aterrorizado.
-Muy bien, tal vez quieras responderle a mi amiguito Jorgito –dijo el Tío Salim.
De un baúl polvoriento y ajado, apareció Jorgito, un muñeco despeinado, de ojos enloquecidos, chimuelo y vestido con una guayabera amarillenta, en pocas palabras, un engendro de Lucifer, la encarnación de la peor de mis pesadillas.
Dice el popular dicho que “la tercera es la vencida” y no se equivoca, en vano intenté contener un grito y soltar unos lagrimones por los ojos. Mamá subió al escenario y me abrazó diciéndome que sólo se trataba de un muñeco, que no estaba vivo, que no tenía por qué tenerle miedo, que fuera valiente, su valiente caballero, pero yo ignoraba todas su palabras amorosas y temblaba de miedo, y en los próximos días tuve que dormir a su lado porque cada que cerraba los ojos aparecía Jorgito debajo de mi cama con su mirada de psicópata infanticida.