1
La gente asegura (ojo a quién lo dice, por estadística verán que son mujeres la mayoría) que la profesión más antigua del mundo es la prostitución. Si esto es verdad, tendríamos que remitirnos a la primera mujer que pisó la Tierra, y en caso de que nos pongamos bíblicos, esa mujer fue Eva.
¿Acaso Eva fue una prostituta?
Eva y Adán vivían en el Paraíso Terrenal donde no tenían necesidad de trabajar pues Dios era un hombre muy rico que los dejaba holgazanear a sus anchas por los enormes jardines del Edén, contemplar la naturaleza, comer toda la variedad de hongos que quisieran y de vez en cuando tomarse la libertad de ponerle nombres estrafalarios e insospechados a las criaturas peludas que veían en sus paseos matinales. Luego, como sabemos, un día apareció una lombriz superdesarrollada y parlanchina y todo se fue al diablo.
-Se ganarán el pan con el sudor de su frente –dijo Dios cuando vio a Eva cocinando un pay de manzana.
Expulsados del Paraíso Terrenal hubo que conseguir trabajo. Ahora bien, si es cierto el dicho de que la profesión más antigua del mundo es la prostitución, por fuerza Eva fue prostituta. Naturalmente aquí nos asaltan muchas interrogantes, como por ejemplo, quiénes eran los clientes de Eva. La respuesta apunta a un solo hombre, el único macho sobre la faz de la Tierra: Adán.
-Mira Adán –dijo Eva con el ceño fruncido, semidesnuda, casi en los huesos, harta de comer ensaladas de eucalipto-, o te pones a trabajar de verdad, mira que eso de que seas proxeneta nos está matando de hambre, o me largo a vivir a otra cueva.
Luego de una semana de infierno, Adán masturbándose en las copas de los árboles viendo como copulaban los mamuts, los tigres dientes de sable y otras criaturas del reino animal, su desesperación lo hizo cometer una locura.
-Mmm qué rico –dijo Eva acostada en su nueva cueva-, bife de antílope, mi favorito.
Como en aquella lejana época no se había inventado la moneda (nuestros ancestros le llamaron trueque al intercambio de bienes o servicios), Eva dejó de estar en los huesos gracias a los bifes y chuletas de antílope, y Adán (antes chulo, ahora cazador) dejó de masturbarse en las copas de los árboles. O al menos dejó de hacerlo todos los días
2
El primer año que estudié en una escuela mixta fue en sexto de primaria. En teoría todos éramos unos niños pero en nuestros adentros nos sentíamos unos hombres listos para desvirgar a la primera niña o mujer que se nos cruzara por enfrente, tal como ocurría en Beverly Hills 90210.
Un día la popularidad de una niña (he olvidado su nombre de pila) se disparó meteóricamente. Traducción: una mañana amaneció con tetas. Esta niña siempre andaba rodeada de niños. Como es de esperarse en la especie humana, o mejo dicho, en el sexo femenino, el resto de las niñas (que seguían siendo unas niñas, es decir, planas como raquetas de ping pong) la odiaban. Así que le inventaron un apodo.
-¿”Camastra”? –dije sorprendido e ignorante.
-Sí, Camastra –dijo Paulina muy segura de si misma-, porque va de cama en cama.
Lo primero que me vino a la mente fue que el papá de Camastra trabajaba en una fábrica de colchones; luego Ramiro, con los ojos pizpiretos, me sacó de mi error asegurando que su primo Oziel tenía un amigo llamado Braulio que se había llevado a la cama a Camastra.
A las dos semanas todo el salón de clase aseguraba haberse llevado a la cama a la casquivana de Camastra.
-¿Y qué tal tiene los chuchos? –le pregunté ardiendo en curiosidad a Ramiro.
-Ya sabes –dijo Ramiro sacando la lengua larga como un camaleón y llevándose ambas manos a la altura del pecho, estrujando ferozmente lo que parecían ser unos balones de fútbol imaginarios.
-Sí, ya sé –dije, sin tener remota idea de cómo eran los chuchos de Camastra ni de ninguna otra mujer de carne y hueso fuera de las revistas de Playboy.
3
Mi primera novia era una puta, la segunda igual y todas las demás también. Eso fue lo que me dijeron tías, amigas, etcétera. A mis espaldas, obviamente.
-No sé cómo puede andar con esa puta –las escuchaba escondido detrás de las paredes.
Mis amigos, un poco más en confianza, avalentonados por el alcohol, me contaban historias sórdidas de todas mis novias.
-Coño, la neta es que es una puta, era la puta de José Efraín, de Carlos Alberto, de Luis Armando, de Emilio Arturo… –decían mis amigos, poniéndome sobre aviso y yo más que asustarme me sorprendía de los nombres de telenovela de todos los amantes de mis novias.
4
Por motivos que no vienen a cuento y que no pienso entrar en detalles por tener tintes escabrosos, me encuentro flanqueado por Martín y Humberto, desnudos como un par de Adanes, los vientres inflamados, los ojos enrojecidos y las manos frotando los culos aguados y picados de celulitis de sus escalofriantes damas de compañía.
-Priscila bonita, báilale un rato a mi amigo –dice Humberto.
El terror se apodera de mí. Priscila, obediente, toda una profesional, una anémona morena, menea su gelatinoso cuerpo a centímetros de mi rostro. Me declaro homosexual, amante de los penes largos y nudosos.
-No sabes cómo me calientan los putos –me susurra Priscila sacándome la camiseta de encima.
En un acto desesperado apelo a la calentura de Humberto y le recuerdo que debe aprovechar esta noche para descargar toda su virilidad reprimida sobre Priscila, ya que su novia Andrea le ha jurado lealtad y fidelidad a Dios hasta el día que contraiga matrimonio.
5
Mi llegada a Campeche estuvo cargada de altas dosis de escándalo. Involuntario, obviamente. Escapé de Mérida porque quería escribir una novela y mamá no dejaba de mirarme con ojos de “no puedo cree que hayas renunciado a tu brillante futuro de hombre de negocios en ese corporativo donde todos te respetaban y querían mucho, ¿ahora de qué vas a vivir? Te vas a morir de hambre”.
En el malecón, a bordo de la camioneta Windstar de mi tía (mi mecenas y protectora en mis primeros dos años en Campeche), acompañado de Pedro, veo a un par de despampanantes mujeres, una rubia y una morena. Las reconozco en el acto. Pedro, hombre prudente, me dice que no me detenga. Lo ignoro. Detengo la camioneta y saludo a las chicas. Les pregunto si quieren un aventón. Ellas se acercan a la ventanilla y me escrutan con la mirada intentando descifrar si soy un asesino serial.
-Estamos aquí en el hotel de enfrente, sólo estamos paseando, gracias –dice la rubia apoyando en la puerta del copiloto sus tetas descomunales que son como un par de balones playeros.
-Si quieren les podemos dar un paseo por la ciudad –digo y me sorprendo yo mismo de atrevimiento.
-Les prometemos que no somos asesino seriales –dice Pedro.
La rubia abre los ojos y en su mirada pede verse “ni loca me subo con estos destripadores”. Sin embargo, la morena (de tetas no tan prominentes pero de tamaño respetable), se acerca a la ventanilla y me reconoce.
-Tú vas al gimnasio –dice.
Me alegro que la morena me haya reconocido del gimnasio y no de mis asiduas visitas al Diamante de July, donde soy arrastrado por mis amigos calenturientos campechanos. Le digo que sí, que voy al mismo gimnasio que ellas. A la misma hora. La rubia borra su mirada de desconfianza, al parecer también me ha reconocido.
-Eres el único caballero que nos da los buenos días –dice.
-¿A dónde nos van a llevar a pasear? –pregunta la morena.
-A donde quieran –respondo.
La rubia se llama Isabel y la morena Esmeralda. Isabel nos dice que Campeche es aburridísimo, que no hay nada que hacer. Pedro, campechano, se ofende en silencio y sugiere que compremos un six pack. Esmeralda dice que no pueden tomar, que entran a trabajar en un par de horas.
-La agencia nos prohíbe llegar pedas –dice.
-Entonces Campeche te va a seguir pareciendo aburridísimo –dice Pedro.
-Vamos por las chelas –dice Isabel mirando por la ventanilla a un gordo que arrastra los pies sobre el malecón.
Isabel y Esmeralda nos confiesan que son bailarinas exóticas y no strippers. Pedro, antes de que yo pudiera poner mi mejor cara de sorpresa, dice que ambas bailan muy bonito.
-Gracias, mi amor –dice Esmeralda- ¿Así que ya nos fueron a ver?
Pedro responde que sí. Se explaya. Da lujo de detalles. Dice que son las famosas Golden y que las trajeron del DF y que toda la ciudad ya las fue a ver, un éxito el show. Isabel y Esmeralda parecen divertidas por la franqueza de Pedro. Así que deciden poner a prueba mi sinceridad y me preguntan a qué me dedico. Les digo la verdad:
-A nada, salí huyendo de casa porque quiero escribir una novela.
-Órale, así que eres escritor –dice Esmeralda.
Le digo que eso intento. Esmeralda parece fascinada con mi oficio y me pregunta de qué trata mi novela y yo me pongo nervioso y digo una serie de disparates sin pies ni cabeza (tal como es mi novela en realidad, una narración enloquecida). Isabel interviene y dice que su novio es un actor famoso. Pedro se interesa en conocer el nombre. Isabel dice que igual y no lo conocemos porque tenemos caras de intelectuales y los intelectuales que se dan a respetar no ven telenovelas. Pedro la saca de su error y se declara no un intelectual sino una vieja chismosa de lavadero y de corazón y ruega por saber el nombre del famoso novio. Isabel confiesa el nombre y para sorpresa de todos (sobre todo para Isabel) Pedro recita la biografía del actor “famoso” (que en realidad no es más que el ex integrante de un grupo de poca monta desaparecido a finales de los años noventas).
-No sabía que ahora actuaba –dice Pedro.
-Va a salir en la nueva telenovela de las nueve –dice Isabel orgullosa, inflamando (si es que se puede más) el pecho.
En 20 minutos recorremos de punta a punta la ciudad. Isabel y Esmeralda nos invitan a cenar al restaurante del hotel donde están hospedadas. Pedro me mira con unos ojos que significan “ni se te ocurra, imbécil, el hotel del Mar es concurrido por las amigas de mi mamá y de tu mamá”.
-Encantados –digo desobedeciendo la mirada de Pedro.
Estaciono la camioneta de mi tía. Pedro se queda sentado en el asiento del copiloto, dice que ahora nos alcanza, que tiene que hacer una llamada urgente. Isabel le dice que no se tarde, que lo esperamos adentro porque están hambrientas. En la entrada del restaurante Lafitte, un gordo disfrazado de pirata saluda con ojos de bucanero libidinoso a mis nuevas amigas. Mis amigas saludan de beso en la mejilla al pirata barrigón. Es evidente que siendo huéspedes del hotel ya se conocen.
-Buenas noches –le digo al pirata.
-Lo siento, usted no puede pasar –me dice el pirata.
No me lo puedo creer, el pirata celoso me prohíbe el paso. Le pregunto por qué no puedo pasar. El pirata me dice que esta prohibido entrar al restaurante con camisetas sin mangas. Me defiendo diciéndole que hay un calor de los mil demonios. Que vivimos frente al mar. Que Campeche es un puerto.
-Lo siento señor –dice el intransigente pirata-, son las reglas del hotel.
Isabel y Esmeralda interceden por mí. Con voz cariñosa le piden por favor al pirata que me deje pasar. Porfis, porfis. El pirata se deja mimar un rato y luego me dice que puedo pasar, sólo que con una condición.
-¿Cuál? –pregunto intrigado.
-Tienes que usar esto –me dice el pirata quitándole un escandaloso saco de terciopelo color púrpura al maniquí de un pirata postrado en la puerta.
El saco me queda grande. Me pica. Las mangas son enormes. El cuello es enorme.
-No puedo usar esto –digo indignado.
Isabel y Esmeralda me chuelean. Me dicen que me veo muy bien. Parezco un chulo, pienso al verme flanqueado por esas dos bailarinas exóticas cariñosas que se cuelgan de mis brazos.
-Por aquí mi amor –me dice Isabel guiándome entre las mesas.
-Allá hay una mesa libre –grita emocionada y muerta de hambre Esmeralda.
Un silencio denso reina en el restaurante. Como si estuviese desierto pero en realidad está lleno. Todas las mesas están ocupadas por las familias más distinguidas de Campeche. Reconozco a un par de cacatúas amigas de mamá que no dudan en enfatizar su espanto y cuchichear con sus vecinas de mesa al verme llegar flanqueado de dos mujeres de dudosa reputación.
6
Es Carnaval y un amigo me ha invitado a salir en su carro alegórico. Declino su amable invitación. Mi amigo me anima, me dice que será divertido, irán los hombres disfrazados de chulos y las mujeres de putas. Agradecido vuelvo a declinar su generosa invitación. No quiero causarle problemas. En ese carro no pocas personas me desprecian, ya sean algunos hombres porque creen que todas las semanas los critico (a ellos y a sus papás) en mis escritos o algunas mujeres porque piensan (justificadamente) que soy un pobre diablo indigno de ir en el carro de los ganadores. Los amos y señores de la ciudad.
Decido emborracharme en el Carnaval como simple mortal, en el graderío atestado de perdedores como yo. Sin embargo, mi hermana y mi cuñado (acompañados de un batallón de amigos) han decido venir a Campeche a pasar el Carnaval. Para fortuna las amigas de mi cuñado son guapas, quiero impresionarlas, así que les digo que tengo influencias para meterlos a todos en la zona VIP de la televisora más importante de la ciudad. La noticia causa revuelo pues quieren estar en un lugar cerrado, exclusivo y que los separe (de ser posible con alambres de púas y cercas electrificadas) de la gente ebria, fea y vulgar que abarrota el malecón.
Le hago una seña a mi amigo dueño del canal de televisión, y él, un encanto, un amigo de verdad, nos deja pasar a todos. Le digo que estoy escribiendo un artículo sobre el Carnaval campechano para el prestigioso periódico de izquierda La Jornada, lo cual, sobra aclararlo, es una mentira monumental y sospecho también un error colosal porque su televisora es de derecha, o eso creo. Mi amigo me sonríe, y me dice que pase, que no hay problema.
Grave error. Claro que hay problema. Nada más entramos al lugar más exclusivo del Carnaval, las amigas de la novia de mi amigo se incomodan al sentir invadido su pequeño reino, pues ellas se sienten unas princesas adolescentes (en realidad todas rondan en la mediana edad) y respingan sus narices operadas y se cuchichean una a otras y con las miradas se dicen “¿y estás putas quienes son?”. El ambiente se enturbia. Mi hermana, conductora de televisión en sus ratos libres, conoce a mi amigo dueño del canal y quiere ir a saludarlo y darle las gracias por dejarla pasar a ella y a sus amigas. Aparece un guarda de seguridad y le detiene el paso.
-Lo siento, no puedes subir –se excusa el guardia-, ordenes de las señoritas de arriba.
Al parecer incluso en la zona VIP hay niveles. Mi hermana y sus amigas, jóvenes y bellas, deciden emborracharse y bailar al ritmo vertiginoso del reggaeton que suena en la bocinas de los carros alegóricos que tapizan el malecón.
Las princesas de mediana edad que están en la tarima sentadas en sus sofás blancos siguen indignadas. Para remediar esto empiezan a mover sus alicaídos culitos y alicaídas tetitas para demostrar quién manda en la zona VIP. Anastacia, una ricura de mujer, me jala del brazo y me incita a bailar. Opongo débil resistencia y caigo rendido ante su belleza. Menea la cintura de manera frenética y al instante me abordan los pensamientos más oscuros y pecaminosos. Como estoy borracho (una justificación plausible) deslizo mi mano por su cintura y me siento el rey del mundo, muy a pesar de que mis pasos son de una torpeza digna de un bufón de quinta. No me importa. Froto mi cuerpo contra el de Anastacia y ella da un brinco hacia atrás.
Me ruborizo y ruego que haya sido mi celular lo que vibró dentro de mis pantalones. Meto mi mano al bolsillo y sacó mi celular.
-Perdona, tengo una llamada –digo y Anastacia me mira no muy convencida.
-Pues contesta –dice Anastasia al verme de pie, inmóvil, con cara de idiota.
Contesto y me tapo el oído para poder escuchar sobre una horrenda canción de Daddy Yankee.
-Ni creas que no te estoy viendo bailar con esa puta –me dice una voz furiosa.
Levanto la cabeza y trepada en un carro alegórico está Elisa, mirándome, celular en mano, disfrazada de puta.