En el Jaxx, en una mesa junto a la pista de baile (si es que a aquel diminuto rectángulo de duela se le podía llamar de tal forma), dos borrachos se mal encararon. Uno miró feo al otro y el otro, sintiéndose agraviado, le devolvió la mala mirada. El primer borracho le preguntó al segundo si tenía algún problema. El segundo borracho le contestó al primero que qué le importaba. El primer borracho, ofendido su honor, lanzó un puñetazo al rostro de su etílico enemigo. El segundo borracho recibió el golpe, que apenas le rozó la mejilla, y se abalanzó sobre su ebrio agresor. Ambos borrachos se empujaron, maldijeron, jalonearon sus respectivas camisetas de diseñador y rodaron cual lagartos alfa sobre las mesas y el piso. La música, el humo y la gente apiñada a su alrededor fueron testigos de aquel fragoroso forcejeo que al instante provocó un caos. Un caos del cual estaba a escasos metros y decidí escapar cuando un cenicero pasó zumbando a un costado de mi oreja. Me oculté detrás de dos jovencitas, importándome poco que se pensara que era un cobarde, al fin y al cabo la igualdad de géneros me daba ese derecho. El combate se agudizó al intervenir un tercer borracho en la refriega. Un joven disfrazado de David Beckham retrocedió asustado. Una chica de cabellos castaños (es decir, una de las dos señoritas detrás de las que me mantenía a salvo) salió impactada contra mi pecho. Abracé a la chica. Nos miramos por una fracción de segundo. La tomé del brazo y empujé a otros dos David Beckhams para apartarnos lejos de la pista de baile cuando los guardias de seguridad llegaron tirando golpes a diestra y siniestra.
Probablemente el fragmento que aparece arriba sea uno de los pocos pasajes que he tomado prestado intacto de la realidad para plasmarlo en la novela que estoy terminando de escribir.
Y es que, perdonarán ustedes, pero la nostalgia es perversa. Es un ave negra de mal agüero que sobrevuela nuestras cabezas, e intenta sacarnos los ojos cuando bajamos la guardia. La chica de la que les hablo es mi mejor amiga. Un accidente del destino encontró a un par de extraños, frente a frente, mirándose y reconociéndose de toda la vida.
Fue la primera mujer a la que le dije que yo era escritor. Sin miramientos. Con una convicción inusual en mí. Sin dudar o hacer mofa del oficio. Ella me miró ladeando la cabeza. Sus ojos eran marrones como la tierra después de llover.
-Nunca había conocido a un escritor –dijo.
No me preguntó qué escribía. Se limitó a mirarme con un brillo de lo que bien podía ser algo parecido a la admiración. Luego agregó:
-Sos muy valiente.
Su afirmación contradecía por completo mi comportamiento de unos segundos atrás, cuando ella era una completa desconocida, sin rostro y sin nombre, un objeto, el cual utilicé como escudo para salvar mi pellejo de algún proyectil.
Cinco largos años después, tras múltiples, fallidos e inválidos intentos de entrelazar mi corazón sangrante al suyo, no puedo más que decirle, no a los ojos, espero perdone mi cobardía (en este instante surca los cielos de regreso a casa para nunca más volver), que ella es una Reina de verdad, más milagrera que la Virgen de Caacupé, mi chaleco antibalas, el huracán en días azules, la dueña de mis sueños más atrevidos e imposibles. Mi chica favorita.