Muy campante, como que si de ir al supermercado se tratara, me has informado en la sobremesa que a finales de este mes te vas al DF para que te operen.
-Sólo le van a pegar sus orejotas, reafirmar el busto y corregir la nariz, que tiene chueca -ha dicho mamá al ver mi cara de espanto.
Naturalmente me han pedido discreción en el asunto. Me dijiste:
-Por favor, no vayas a contar nada en ninguno de tus escritos.
Y mamá ha dicho lo siguiente, con ojos adustos, amenazantes, sabedora de sobra que cada que alguien me hace prometer que no escribiré sobre tal o cual asunto delicado u oscuro secreto familiar, lo que hago es tratar de publicarlo a la brevedad posible.
-Es en serio, Rodrigo, si escribes algo de esto puede tener problemas tu hermanita.
¿Acaso estoy traicionando tu confianza al redactar este escrito? Aquí otra interrogante: ¿Quién soy yo para contradecirte y romper mi palabra de silencio? Respuesta: Tu hermano, el mismo personaje vergonzoso y deleznable que escapó de casa hace algunos años y a quien en alguna ocasión recurriste bañada en lágrimas porque no querías morir por culpa de provocarte el vómito cada que comías.
-No quiero morirme –dijiste, sollozando, tiritando de miedo. Tres palabras que hasta la fecha no he olvidado.
Meses atrás de esa confesión, ocurrió algo. Un evento que, como era de esperarse, toda la familia me ocultó. Te metieron a un quirófano para sacarte grasa. Grasa incómoda, horrenda, asquerosa, acumulada año tras año por comer deliciosas golosinas que robabas furtivamente de la alacena, frituras crujientes que llenaban de felicidad tus días de niña, pero que sin embargo al comerlas mamá se encargaba de hacerte sentir culpable, como si de un delito imperdonable se tratara, del mismo modo en que su papá la hacía sentir una vaca rolliza frente a sus amigas, avergonzándola, humillándola cada que osaba comer de más.
En esta ocasión, cosa que agradezco profundamente, has tenido la delicadeza de informarme que entrarás de nuevo al quirófano. Cosa de nada, te han dicho. Gajes del oficio. Reafirmaciones, reacomodos estéticos. ¿Y luego qué? Te pregunto. ¿Acaso serás tan tonta para tropezar con la misma piedra? ¿No te has detenido a pensar que luego de corregir esas “imperfecciones” surgirán otras, y luego otras, y muchas más hasta que te mires en el espejo y de ti no encuentres más nada que un nebuloso recuerdo de la hermosa niña de carne y hueso que un día fuiste detrás de ese Frankenstein de silicona superestrella de revista de cotilleo?
Podrás pensar que exagero. Pero piensa en tu cara como en una bolsa llena de Sabritas. Una vez que le metas mano no podrás parar. Primero será la nariz, luego las orejas, luego los labios, luego los pómulos, y así hasta que tu rostro sea como el de esa señora famosa y tía tuya que no voy a decir su nombre pero que parece la mascara de retazos de carne de Masacre en Texas.
Dudo que te hayas percatado de ello, pero estás ante una posibilidad única. De ir contracorriente. Ser la primera Reina de Belleza (o de las primeras) en mostrarse en un evento internacional, ante los ojos del mundo, tal como es. Con la nariz desviada, herencia de tu papá, ese extinto señor al que le diste las gracias sobre el escenario en un gesto bellísimo elevando las manos al Cielo cuando te pusieron la corona en la cabeza. Operarte no sólo significa renunciar a esa herencia, a ese regalo torcido que te hace única, hermosa, bella, sino darle la razón a todos tus detractores, es decir, a esos plumíferos amantes de los foros de belleza que no tienen vida propia y que tanto criticaron tu triunfo argumentando que el concurso fue un fraude. Ingresar al quirófano es decirle a los jueces que te creyeron merecedora de la corona que equivocaron su voto, que en realidad eres una mujer con el autoestima tan baja que necesita enderezar su nariz, pegarse las orejas de Dumbo y pararse las tetas, porque su personalidad y carisma son tan minúsculos que bien sabe que el cuerpo vale más que la sabiduría que irradia el alma y el aprendizaje de los golpes de la vida.
De negarte a amputar tu belleza natural, te aseguro, no cambiará el mundo, pero al menos dos o tres mujeres con un par de neuronas en la cabeza te lo agradecerán. Y con esto no quiere decir que bajes el listón de la belleza, todo lo contrario. Sé como Susan Sarandon que defiende a muerte sus arrugas en los afiches de cine cuando los descerebrados mercadólogos intentan borrárselas con Photoshop para que luzca como una quinceañera. Atrinchérate, pon el cuchillo entre los dientes y defiende tu nariz de esa señora musculosa que se cree tu dueña y que año con año mete al cirujano a las chicas más lindas de México porque la ingenua cree que la belleza es algo inalcanzable, una quimera. Saca el pecho, orgullosa y defiende a tu género, tu integridad, tu inteligencia, la educación que se te ha dado, a todos esos escritores de libros que has leído. Dales la cachetada con guante blanco a todos esos idiotas que proyectan sus inseguridades en ti. ¿Cuál es la nariz perfecta? ¿Cuáles son las orejas perfectas? ¿Cuáles son los pechos perfectos? Pregúntate eso. Y abre los ojos. Si eres supuestamente la embajadora de la belleza, al operarte serás la embajadora de la inconformidad. De la hipocresía.
Ahora bien, si después de leer todo esto, querida hermana, te miras al espejo y crees que tu nariz es fea, te tengo noticias frescas, no heredaste los 4.5 de miopía que padezco, sino una ceguera peor: la del alma.