El orden político social basado en la libertad y la democracia requiere de una condición imprescindible para la existencia del mismo como es la seguridad en la posesión de la propiedad, porque propicia la limitación del uso de la fuerza, como medio para imponer normas delimitadoras del dominio de cada persona.
Recordemos que el “individualismo posesivo” de John Locke, no fue sólo una teoría política, sino una descripción analítica de las condiciones en las que Inglaterra y Holanda basaron su prosperidad. La justicia y la autoridad política deben asegurar un orden que propicie la pacifica colaboración entre ciudadanos. En esa colaboración pacifica descansa, sin ninguna duda, el bienestar de todos, del pueblo. Eso es posible en la medida en que se respete el principio de la inviolabilidad de la propiedad privada.
La afirmación, un poco olvidada, de que “no puede haber justicia donde no hay propiedad privada” es una proposición tan valedera, hoy día, como cualquier teorema euclidiano. Imagínese solo al gobierno y sus funcionarios propietarios de todo, incluyendo su vida, y, además, administrando justicia, igual que en la isla de la felicidad. ¿Hay justicia en esa isla? ¿Usted quiere ese modelo para los venezolanos? Recordemos los principios revolucionarios de la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. El derecho de propiedad es el derecho a poseer e implica que es una injusticia la invasión o violación de tal derecho, es evidente que de dichos conceptos y definiciones se deriva necesariamente la verdad de la anterior proposición (“no puede haber justicia en donde no hay propiedad privada”), y ello con la seguridad que nos permite aseverar que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos (John Locke, 1690/1924: IV, III, 18).
Casi al mismo tiempo Montesquieu divulgaba la idea de que el comercio había sido la práctica que en mayor medida había contribuido a propiciar, entre los bárbaros de la Europa septentrional, tanto el acceso a la civilización como a la humanización de las relaciones interpersonales. David Hume y los moralistas escoceses mas otros pensadores del siglo XVIII sostenían que el punto de partida de la civilización coincidió con la introducción de la propiedad privada. Tan importantes les parecieron las normas reguladoras de la propiedad que Hume no dudó en dedicar la mayor parte de su Tratado al análisis del carácter moral de estas leyes. Más tarde, en su Historia de Inglaterra (Vol. V), atribuye la grandeza de su patria al hecho de que en ella se fijaran oportunos límites al poder del gobierno para interferir en la propiedad privada hasta el punto de que en su Tratado (III, II) afirma expresamente que si la humanidad, en lugar de estructurar un sistema de leyes de carácter general reguladoras de la adjudicación e intercambio de la propiedad, optara por una normativa “que ligase la propiedad a la virtud personal, tan grande es la incertidumbre en cuanto al mérito, tanto por su natural oscuridad como en lo que atañe a su correcta valoración, que ninguna norma o criterio real podría establecerse, por lo que sería inevitable la disgregación de la sociedad”. Posteriormente, en su Enquiry, insiste: “Pueden los fanáticos considerar que la superioridad se basa en el mérito, o que sólo los santos heredarán la tierra; pero el juez deberá otorgar idéntico trato a estos sublimes teorizantes y al vulgar ladrón; y con idéntico rigor deberá advertir a todos que, aunque determinada norma pueda teóricamente parecer más adecuada, quizá resulte en la práctica totalmente perniciosa y destructiva” (1777/1896: IV, 187). Claramente advirtió Hume la conexión existente entre estas doctrinas y la libertad; así como que la máxima libertad de todos exige la restricción con carácter general de las autonomías personales, libertades que deberán quedar supeditadas a lo que denominó “las tres leyes fundamentales de la naturaleza: la estabilidad en la propiedad de las cosas, su transmisión consensuada y el respeto a los compromisos establecidos” (1739/1886: II, 288,293). Se evidencia que sus puntos de vista emanan en parte de los más destacados teóricos de la common law, como Sir Mathew Halle (1609-76), quizá fuera Hume el primero en advertir con claridad que la libertad sólo es posible en la medida en que los instintos quedan “constreñidos y limitados” a través de la comparación del comportamiento de todos con la justicia (es decir, con las actitudes morales que tomen en consideración el derecho de otros a la propiedad de los bienes), así como con la fidelidad u observancia de lo acordado, que se convierte en algo obligatorio a lo que la humanidad debe someterse (1741, 1742/ 1886:III, 455). No cayó Hume en el error —en el que tantas veces se ha incurrido posteriormente— de confundir dos diferentes maneras de concebir la libertad: por un lado, la que deriva de esa interpretación que postula la libertad del individuo aislado y, por otro, aquella en que muchas personas son libres colaborando unas con otras. En este último contexto —el de la colaboración— la libertad sólo puede plasmarse a través de la introducción de normas generales amparadoras de la propiedad, es garantizando en todo momento la existencia de un estado de derecho.
Cuando Adam Ferguson resumió tales enseñanzas definiendo al salvaje como alguien que no había llegado aún a conocer la propiedad (1767/73:136), y cuando Adam Smith señaló que “nadie ha visto a un animal indicar a otro, mediante ademanes o gritos, esto es mío y aquello es tuyo” (1776/1976:26), limitábanse a expresar lo que, pese a la recurrente rebelión de los grupos rapaces y hambrientos, durante un par de milenios había llegado a prevalecer entre las gentes cultas. Dijo Ferguson, con razón: “Es evidente que la propiedad y el progreso han ido siempre unidos” (Ibíd.). Y, como ya hemos señalado, tales fueron los planteamientos que inspiraron más tarde la investigación en los campos del lenguaje y del derecho, y los que igualmente suscribieran el liberalismo del siglo XIX.
Fue gracias a la influencia de Edmund Burke —y quizá aún más a través de las obras de los juristas y lingüistas alemanes tales como F. C. Von Savigny— como el desarrollo de estos temas fue de nuevo asumido más tarde por H. S. Maine.
Merece la pena reproducir literalmente la conclusión a la que llegó Savigny (en su alegato contra el interno de proceder a la codificación de la ley civil): “Si tales contactos entre seres libres deben ser salvaguardados para que los hombres en su comportamiento mutuamente se apoyen y no se estorben, ello sólo será viable sobre la base de la colectiva aceptación de ciertas invisibles líneas de demarcación a cuyo amparo las autonomías individuales queden garantizadas. La ley no es otra cosa que un esquema normativo delimitador de aquellas líneas y, por ende, de las esferas personales de autonomía” (Savigny, 1840: I, 331-2). ¿Quiere que el gobierno le quite su propiedad privada? ¿Usted voto para que le quiten su propiedad privada por la fuerza? ¿Usted voto por el comunismo, socialismo? No. Entonces prepárese para que defienda su propiedad privada. Su libertad. Su democracia plural.
“Ningún ser humano tiene el derecho de iniciar el uso de la fuerza contra otro. Ayn Rand”