Llaman así los canonistas al que se atribuye la virtud de amansar a los animales más feroces, conjurar a los demonios, curar las enfermedades, y otras cosas por el estilo; por medio de fórmulas en prosa o en verso.
Los egipcios fueron muy dados a este género de supersticiones, y, entre ellos, abundaban los hechiceros que con evocaciones y cantos domesticaban laa serpientes. Durante su residencia en Egipto se contaminaron también los judíos con esta viciosa costumbre, y se dedicaron a estos prestigios, a pesar de las severas penas con que la Ley de Moisés los castigaba.
El error de atribuir una virtud divina a determinadas invocaciones, creen los escritores católicos que es debido al paganismo, diciendo que desde el momento en que el hombre se aparta de Dios y la inteligencia rechaza la fe, se divinizan todos los objetos y la imaginación se puebla de toda clase de ridículas supersticiones, observándose que las mayores de estas correponden a los tiempos en que menos fe ha habido.
Hablando de estas supersticiones en Roma, dice Cantú, que, separado entonces de la fe el culto nacional, y mezclado con instrucciones extranjeras, dejaba abierta la puerta de mil supersticiones, al poder de potestades secretas, a una curiosidad mezquina de las cosas ocultas, a la manía de lo extravagante, motivo por el cual nunca se habían multiplicado tanto los prestigios, los oráculos, los hechizos y los misterios de las ciencias teúrgicas.
Bergier explica la creencia en los hechizos como fundados en la necesidad que siente la criatura racional de dirigirse a Dios en demanda de alivio a sus miserias y de satisfacción a sus necesidades, es decir, en la necesidad de la oración, que corrompida en su sentido y torcidamente interpretada, degenera en la hechicería.
Después de preguntarse, Barnier, cómo llegó la gente a persuadirse de que hay palabras eficaces, a cuya pronunciación va unida una virtud especial para producir efectos maravillosos, se contesta diciendo: Nada sirve atribuir un error tan común a la ignorancia de los pueblos; la ignorancia nada puede producir sin una razón buena o mala, sólida o aparente; es preciso buscarle para no hacer confundir lo verdadero con lo falso y los usos legítimos con los abusos; todos los hombres conocían la divinidad, cualquiera que fuese, y le dirigieron sus oraciones; éstas, siempre concebidas, quizas en los mismos términos, pasaron de padres a hijos y se conservaron entre ellos como un sentimiento respetuoso.
Cuando un hombre ha visto cumplido su deseo, fácilmente puede creer que la fórmula de su oración repetida muchas veces tuviera por si misma la virtud de interesar a la divinidad y producir el efecto que deseaba. Así se ven también en algunas familias ciertas oraciones, conservadas por tradición, por las que tienen una devoción y confianza particular los individuos de las mismas, por haberlas recibido de sus mayores. Esta confianza nada tiene de supersticiosa cuando no es excesiva ni su fórmula contiene error alguno.
Cantú opina que a la hechicería prestaron apoyo las Ciencias Naturales, sobre todo las llamadas Ocultas, y muy especialmente la Medicina, que en lugar de medicamentos propios para las enfermedades se consagraba a curar por medio de hechicerías y amuletos. Consigna este historiador ilustre los nombres y hasta las obras escritas por muchos, para sostener que se podía conservar la salud con ayuda de encantamientos, y hasta prolongar los años de la existencia por medio del llamado elixir de larga vida, para demostrar la fabricación del oro, cuyo secreto conocían los alquimistas, para defender la Magia, la Astrología, la Cábala y la Hechicería, que ya tomó otro carácter, hasta cierto punto más peligroso, pues se llegó a creer que por medio de la intervención del diablo se podían conseguir goces que no era posible alcanzar de Dios.
A pesar de la cultura moderna no se ha desterrado aun esta superstición, y todavía existen muchos cándidos que creen en este vicioso arte.
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