Sabemos que en nuestro provinciano medio imperan muchos prejuicios alrededor de Rubén Darío, los cuales impiden una discusión objetiva e imparcial de sus virtudes y sus defectos. Sin embargo, trataré de sobreponerme a esos condicionamientos para abordar el escabroso tema de sus relaciones con los terrenales poderes de su tiempo.
Es sabido que Rubén Darío, a lo largo de toda su vida, coqueteó descaradamente con el poder. Desde su más temprana juventud, el viajó a otros países centroamericanos, donde contó con la protección de diversos presidentes. A cambio de ello, Darío les brindó su apoyo como escritor, incurriendo a veces en adulación, e incluso servilismo (el servilismo, como se sabe, no es cosa de hoy). En algunos momentos, nuestro querido Darío, que era en la práctica un indigente, asumió el rol de un plumífero bien remunerado, en aras de garantizar la subsistencia y permitirse algunos lujos que lo encandilaban, como hospedarse en un hotel de lujo o celebrar una opípara cena para invitar a sus amigos y colegas. O incluso contratar los servicios de algunas deseables suripantas.
Lamentablemente para él, esos mecenazgos terminaron siempre abruptamente, al ser depuestos del poder sus benefactores. Posteriormente, Darío se mostró muy obsequioso con el presidente Zelaya, hasta conseguir ser nombrado embajador en España. El escribió incluso un acróstico de Zelaya, y le regaló a la esposa de este una costosa pulsera.
A Darío lo deslumbraban la aristocracia y el lujo. El veía al escritor como una especie de “muñeco de ventrílocuo” al servicio del soberano, quien debería recompensar su fidelidad y sus servicios con largueza, en el más genuino espíritu principesco. A él no le molestaba en absoluto ser considerado un “poeta cortesano”, y esto se avenía bien con sus aspiraciones de ser un “Bon vivant”. En nuestro medio, en la actualidad, hay muchos que se esfuerzan por imitarlo. Es decir, que el ejemplo y el legado lamentables de Darío han tenido muchos seguidores, aunque de escaso o nulo talento.
Por otra parte, hay algunos mal llamados “dariólatras”, que evitan por todos los medios referirse a esta faceta lamentable de Darío, y la niegan rotundamente, porque ellos cojean precisamente del mismo pie. Como reza el adagio popular: “En casa de ahorcado no se mienta sondaleza”.
En un primer momento, este proceder zalamero de Darío le valió ser despreciado y repudiado por el novelista colombiano José María Vargas Vila. Pero posteriormente ambos se reconciliaron y Darío le consiguió al autor de “Los estetas de Teópolis” un cargo diplomático. Un dato curioso es que Darío fue subordinado en España de Crisanto Medina, cuyo padre había asesinado al abuelo de Darío, lo cual hacía que la relación entre ambas fuera particularmente tirante.
Tanto Rubén Darío como Jorge Luis Borges abordan en sus ficciones el tema del poeta menesteroso y famélico que, para sobrevivir, debe apelar a la magnanimidad de un soberano bastante déspota. En la parábola dariana “El rey burgués”, un poeta perece de frío, durante una dura noche invernal, mientras se dedica a mover la manivela de un instrumento musical, para cumplir el capricho del poderoso.
En su “Salutación al águila” (“Bien vengas, mágica Águila de alas enormes y fuertes/ a extender sobre el Sur tu gran sombra continental…”) y en la “Oda a Roosevelt”, (“Eres los Estados Unidos, /eres el futuro invasor /de la América ingenua que tiene sangre indígena/ que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”) Rubén adopta posiciones opuestas en relación al coloso del norte. Esto es algo que algunos críticos trasnochados se empeñan en negar, aduciendo que ambos poemas son complementarios. Pero lo cierto es que en el primer poema elogia a los Estados Unidos y en el otro lo fustiga con acritud. Eso refleja inconsecuencia.
También mostró inconsistencia Darío al cantarle al líder araucano Caupolicán, que fue empalado por los españoles como castigo por encabezar las rebeliones indígenas en Chile, y cantarle también a la Conquista española de América, en la cual se escenificaron esos crueles y atroces episodios, cometidos por los peninsulares.
Cuando él fue nombrado director de una revista que promovía el unionismo centroamericano, se adhirió vehemente a esa causa, y escribió artículos apasionados al respecto. Pero tan pronto como salió de esa revista se olvidó de dicho ideal centro-americanista. Estos ejemplos confirman la afirmación del premio Nobel Octavio Paz, quien afirmaba que Darío no fue riguroso ni en su vida privada ni en sus principios.
Cuando Darío volvió a Nicaragua en 1907, pronunció un inflamado discurso nacionalista, en el cual tampoco figura en ningún lugar la sagrada causa del unionismo, que había abrazado fervientemente en su juventud.
En conclusión, puede decirse que el rasgo principal de Rubén Darío, en su relación con el poder, fue la supeditación incondicional, de carácter mercenario. Su actitud fue voluble y no tuvo nada de edificante. El mostró ser camaleónico y oportunista, en su juventud llevado por la más pura necesidad, y ya siendo famoso motivado por el afán de tener una posición cómoda y respetada.
Esos anti-valores abrazados por el admirado panida han tenido, lamentablemente, en nuestro país una repercusión inmensa, la cual se refleja de manera elocuente en el gobierno orteguista, en el cual la mediocridad y el servilismo se han impuesto sobre el talento y la capacidad.