Justo ahora que han dado inicio los Juegos Olímpicos (tomen nota), nuestros astutos mandatarios han lanzado al aire una campaña para combatir la obesidad. Por favor, un aplauso para ellos, que al parecer alguien ya les ha informado que somos el país más obeso del mundo luego de Estados Unidos.
El comercial que vi ayer fue muy conmovedor. Palabra que hasta se me escurrieron unos lagrimones por las mejillas. Snif, snif. Era uno (con seguridad lo habrán visto ya) en el que aparece una señora dándole de comer a sus retoños unas manzanas. "No quiero heredarles la diabetes, por eso los acostumbro a comer sanamente", dice la señora (o alguna ridiculez por el estilo).
Quién diría que a estas alturas de la evolución humana los políticos ya ni siquiera tienen tacto para darnos atole con el dedo. No señor. Ahora nos dan cucharadas. Y bien grandotas. ¿Acaso el gobierno creerá que con una campaña tan tontorrona como "Vivir Mejor" vamos a dejar de ser unos gordos despreciables? ¿Pensarán que con contratar artistuchos de quinta (que para colmo están pasados de peso) que nos aconsejen subir las escaleras en vez de utilizar los ascensores del trabajo mágicamente vamos a dejar de costarle millones de pesos al Seguro Social porque nuestras venas tienen más azúcar que los ríos de chocolate de Willy Wonka?
Bien, ahora si me disculpan, les voy a platicar una parte de mi infancia y mi adolescencia, mismas con las que sospecho (sin temor a equivocarme), cada uno de ustedes se identificará, sin importar a qué escuela hayan asistido, sea pública o privada, religiosa o laica.
Riiiiiiiing. Esa es la campana que nos avisa que es la hora del descanso. Salgo disparado del salón de clase y me formo detrás de una interminable fila de niños que hacen cola para comprar un refrigerio en la tiendita. Ni siquiera es medio día y mis tripas chillan de hambre (les prometo que no entiendo por qué) muy a pesar de que en el desayuno comí un cereal azucarado y/o de muchos colores que decía tener 7 vitaminas y hierro. Para apaciguar el hambre tengo muchas opciones a escoger: todas ellas son refrescos embotellados, pastelillos y frituras de diversas marcas. Chomp, chomp. Slurp, slurp. Las dos últimas horas de clase intento prestar atención a lo que dice la maestra pero no puedo porque tengo mucho sueño, y también mucha hambre. Riiiiiiiing. Esa es la campana que nos informa que es la hora de la salida. Salgo disparado del salón de clase y vuelvo a formarme en otra interminable fila de niños detrás de un carrito donde un señor nos vende golosinas como las que venden en la tiendita del colegio. Ahora, viéndonos primermundistas, digamos que el calendario escolar tiene 200 días de clases efectivas. Multiplique esos 200 días por 12, que son los años que dura la primaria, la secundaria y la preparatoria juntas.
¿Ustedes creen que un ser humano que creció durante 12 años de su vida consumiendo comida chatarra de buenas a primeras va a dejar de consumirlas, en su casa y en su trabajo, ahora que es un adulto y tiene poder adquisitivo?
No nos hagamos tontos. Si tuviéramos un gobierno responsable que quisiera ayudar en verdad, simplemente prohibiría la chatarra envenenada que entra tan campante a todas las escuelas del país, pues a diferencia de los adultos, los niños no saben discernir qué alimentos son los adecuados para su organismo. Pero, adivinen qué: ¿sabían que los mayores ingresos que tienen las escuelas luego de las colegiaturas los obtienen de lo que venden en las tienditas? ¿Y sabían que los emporios de comida chatarra obtienen sus mayores ganancias de lo que venden en las escuelas? ¿Y sabían que esos emporios de comida chatarra, cada que hay elecciones, filtran parte de sus utilidades para apoyar las campañas de los políticos que nos gobiernan? ¿Y sabían que esos emporios le dan empleo a cientos de miles de trabajadores mexicanos? ¿Se imaginan qué ocurriría si los emporios dejaran de vender su chatarra a nuestros hijos por culpa de un testarudo político al que se le ocurriese, no sé, digamos, hacer una reforma alimenticia? ¿Quién es el valiente de los políticos que dice "yo"?
Ya me lo imaginaba. Por eso somos y seguiremos siendo, por los siglos de los siglos, o hasta que el mundo reviente en mil cachitos (lo cual espero ocurra pronto), la medalla de plata en la carrera de gordos, y eso solo porque en Estados Unidos ocurre exactamente lo mismo que aquí.
Ven, somos chatarra, o mejor dicho, peores que la chatarra.