Si analizamos con la sesera bien helada y objetivamente el placer que los deportes causan en nosotros, es decir, en quienes tenemos el vientre voluminoso y observamos acostados en el sofá cómo dan piruetas en el aire los atletas que participan en las olimpiadas, puede ser que nos llevemos una sorpresa.
Elijamos un deporte al azar, digamos, lanzamiento de bala. ¿Qué placer puede generarle a un ser humano el arrojar con una mano una bala de cañón a más de diez metros de distancia?
Domingo. Medio día. Brunswick, Maine. Las puertas de la taberna se abren de par en par.
-Muchachos, ¿a que no adivinan? Hoy logré lanzar una bala a más de diez metros de distancia –dice un sujeto barbado con espalda, hombros y antebrazos de leñador. En su semblante hay tanta felicidad que al parecer cree ser el primer hombre sobre la faz de la Tierra en lograr arrojar con la mano desnuda una bala de cañón a más de diez metros de distancia.
-Bah, gran cosa. Yo te apuesto veinte jarras de cerveza a que logro lanzar esa misma bala de cañón a más de quince metros –dice otro sujeto barbado con espalda, hombros y antebrazos de leñador, acodado en la barra de la taberna.
Ambos leñadores (uno ebrio y otro no, aunque este último piensa embriagarse terminada la apuesta) se internan en el espeso bosque de coníferas seguidos por una multitud de leñadores ebrios para ver si el leñador que dijo lanzaría la bala de cañón a más de quince metros de distancia logra cumplir con su palabra.
Quitando el oficio de leñadores de estos dos hombres (y uno que otro detalle más de la historia), supongo que más o menos de esa forma fue como se inició la primera competencia de bala. Y si nos dejamos guiar por el sentido común, por esas mismas fechas pero a miles de kilómetros de distancia, digamos, en Oslo, Noruega, un hombre de dos metros de altura, cabellera revuelta y manos tiznadas de óxido abre las puertas de una taberna para anunciar a sus amigos:
-Muchachos, ¿a que no adivinan…?
Sospecho así fue como se puso la primera piedra para crear las olimpiadas modernas. Y para que no se ofendan los puristas del deporte, podemos decir que en vez de una bala de cañón, lo que se arrojó fue una jabalina, o en vez de una jabalina un disco o un martillo. El meollo del asunto es que si el ser humano tiene algo en común, sin importar su raza y credo religioso, es la competitividad, o mejor dicho, la necesidad de demostrar que uno es mejor que todos los demás. Ojo, sin importar en qué se esté compitiendo.
-Chicos, ¿a que no adivinan? Me acabo de lanzar a la piscina desde el quinto piso del hotel.
-Bah, yo también he hecho eso.
-¿Dando tres giros y medio en el aire?
Quienes le tenían miedo al agua o eran lo suficientemente sensatos para no arriesgar el pellejo retando al lunático acróbata, habrán dicho:
-Pues yo soy juez, y propongo calificar los clavados según ecuaciones algebraicas complicadísimas que nadie más que yo sea capaz de descifrar.
De esta manera, imagino, fue que lanzarse dando giros en el aire se convirtió en una profesión respetada en todas las sociedades del mundo, incluso en China.
-Empeladol, en Italia hay unos locos tilándose clavados al agua desde diez metlos de altula.
-¡Malditos occidentales! Lápido, ponga a cien mil chinos a plactical ese loco depolte, que nosotlos tenemos que sel los númelo uno en todo.
Visto desde esta óptica chapucera y simplista, puede que sea comprensible al raciocinio humano el placer que pueden experimentar los clavadistas de diez metros de altura o los lanzadores de bala, jabalina, disco, martillo, etcétera, al ser reconocidos local o mundialmente como los hombres que mejor saben dar vueltas en el aire antes de zambullirse en una piscina o ser los hombres que más lejos lanzan una bala, jabalina, disco, martillo, etcétera, pues incluso lo dijo Maslow en su pirámide de necesidades, el ser humano está en la constante búsqueda del reconocimiento por parte de la sociedad, sin importar cuál sea el móvil para lograr dicho reconocimiento.
Ahora bien, este chiflado comportamiento lo podemos entender en los competidores (y quizás en los jueces), pero, ¿acaso será posible dar una explicación lógica a ese oscuro placer que sentimos los espectadores, es decir, los millones de mexicanos que seguimos a nuestros compatriotas anhelando logren el milagro de ser los deportistas número uno en disciplinas que jamás vemos (salvo cada cuatro años) para que nuestra bandera tricolor se ondee en todo lo alto en un país remoto para así poder corear el himno nacional?
Conclusión: si de lo que se trata es de ver ondear la bandera tricolor y cantar el himno, ¿no sería más fácil quedarnos todos los lunes a los honores a la bandera en la escuela de nuestros hijos? Ahora que si de lo que se trata es de restregarle al mundo entero que poseemos a los mejores hombres dando piruetas en el aire o lanzando objetos a larga distancia o tirando patadas voladoras, etcétera, sospecho que el diagnóstico sería que estamos enfermos de la cabeza. |