Durante los primeros tres siglos de la era cristiana la Navidad no fue una fiesta consagrada. El primer día de Navidad se instituyó –oficialmente- en el año 345, cuando la Iglesia Católica, por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno, proclamó el 25 de diciembre como fecha de la Natividad.
Nadie sabe en qué día nació exactamente Jesús. Pero en concordancia con su política de absorber –en lugar de reprimir- los ritos paganos existentes, la Iglesia primitiva decidió ubicar la fiesta de la Navidad en la última semana del mes de diciembre.
Por esa época del año, se celebraban dos fiestas paganas: una, el Saturnal festividad romana en honor de Saturno, dios del tiempo y la agricultura (se iniciaba el 19 de diciembre y se extendía durante siete días de bulliciosas diversiones y banquetes, que culminaban con un intercambio de obsequios durante la fiesta del nacimiento del Sol); otra, conocida como Yule, se llevaba a efecto en el norte de Europa: en este festejo dedicado a la fertilidad, en medio de festivas danzas y banquetes, se quemaban grandes troncos adornados con ramas y cintas en honor de los dioses, alentando al Astro Rey a que brillara con más fuerza y llenara a la Tierra con esa energía que hace crecer todas las cosas.
Con los siglos, el madero del Yule mutaría en árbol navideño; sus cintas decorativas se complementarían con brillantes globos y adornos; bajo su sombra protectora, se colocarían presentes; y el sacro fuego devendría en las lucecillas eléctricas que suelen fulgir en el pino decembrino.
De esta manera, la fiesta pagana del nacimiento del Sol se fundió con la fiesta cristiana de la Navidad. En ambos casos, un acto de paz coincidía: la noción de que al dar, extendemos el amor; la certeza de que al compartir no perdemos sino que ganamos, porque al extender el amor, propagamos la paz.
En palabras de "Un Curso de Milagros" –texto canalizado por la psiquiatra norteamericana Helen Schucmann en la sexta década del siglo XX- los actos de "dar y recibir son idénticos, lo cual refleja el principio de abundancia del Cielo; el espíritu jamás puede perder, puesto que cuando uno da amor, recibe amor; los regalos del Espíritu Santo son cualitativos no cuantitativos, y por consiguiente, aumentan en la medida en que se comparten. Si quieres paz, enseña paz –para así aprender lo que es. Y el acto de dar no empobrece, sino que multiplica los dones de quien da". Este sabio aserto queda plenamente explicado en un antiguo proverbio hebreo: "Una vela no pierde nada con encender otra vela".
Cuatrocientos años después de la muerte de Jesús el Nazareno, un hombre retomaría como misión de vida el acto de dar para avivar la inextinguible antorcha de la paz, para multiplicar la fausta lumbre del amor: su nombre, Nicolás de Bari.
San Nicolás: un turco delgado y de tez morena
El San Nicolás de carne y hueso, el San Nicolás histórico, poco se parece al Santa Claus de hoy en día, desenfadado ícono publicitario que nos insta, año tras año, a incrementar el consumismo de las actuales fiestas navideñas.
El verdadero San Nicolás nació en el siglo IV de la era cristiana en los valles de Lycia, en el Asia Menor y vivió la mayor parte de su juventud en Ptara, en el suroeste de la actual Turquía. Fue uno de los santos más venerados por los cristianos de Oriente y Occidente durante la Edad Media. Era delgado, enjuto y de tez olivácea.
San Nicolás de Bari, como hoy en día se le conoce, nació en una familia acomodada de comerciantes. Luego de que sus padres fallecieran por culpa de la peste, repartió su cuantiosa herencia entre la muchedumbre que había sobrevivido a la catástrofe. Así las cosas, se puso en camino hacia Myra (Turquía), para buscar a su tío que era el obispo del lugar.
Tras el deceso de su tío, Nicolás, ya ordenado sacerdote, fue nombrado obispo de Myra. Se convirtió en el prelado de los niños –tal fue su amor por los pequeños- y se hizo muy popular por su gran generosidad y amabilidad para con los más necesitados.
No reparaba en esfuerzos para ayudar al indigente, al leproso; su verbo consolador y su asistencia espiritual atenuaban el dolor de las viudas, el desconsuelo de los huérfanos, el desasosiego de los moribundos; como un renovado multiplicador de peces y panes, promovía una constante acción social para atender las penurias más urgentes de su prójimo; se le podría considerar una suerte de precursor medieval de la madre Teresa de Calcuta.
Cuando murió, su fama se extendió por toda Europa. Rápidamente, se le atribuyeron toda suerte de portentos: desde furtivas salidas nocturnas para repartir regalos entre las gentes más humildes, hasta milagros como apaciguar tempestades, mitigar males físicos o resucitar muertos. En el año 1047, cuando los musulmanes invadían Turquía, unos marineros rescataron sus restos y los llevaron a la ciudad Bari, ubicada en el tacón de la bota itálica.
En la actualidad, la Iglesia Católica le reconoce a San Nicolás un sinfín de patrocinios y devociones: es protector, por supuesto, de los niños y de los marineros; de los limpiabotas; de los delincuentes que se arrepienten de sus malas obras; de los panaderos, cerveceros y farmacéuticos; y, cuándo no, de los recién casados. Además, es santo patrono de Rusia, Turquía, Grecia, Sicilia y de la cosmopolita ciudad de Ámsterdam, en Holanda.
Uno de los tantos himnos devocionales que se le han compuesto le honra de la siguiente manera:
Desde este mar proceloso
Oh Padre San Nicolás,
Condúcenos al puerto seguro
De la patria celestial.
De las luchas de la vida
Y mortales tempestades
Sálvanos por tu favor
Y virtudes singulares.
Siempre acudes en socorro
De cuantos tu auxilio imploran
Enfermos y navegantes
Pobres o ricos te invocan.
Por tu santidad eximia
E intercesión poderosa,
Haz que elegidos seamos
A la eternidad dichosa.
A los fieles que devotos
Vuestro culto propagamos
Haznos merecer la gloria
Amando a nuestros hermanos
Amén.
A partir del siglo XIII, la fama navideña de San Nicolás de Bari se consolidó plenamente. Pero en aquella época, los regalos no aparecían el 24 sino el 6 de diciembre, día oficial de su onomástico. Desde esa época, la Navidad ha sido celebrada ininterrumpidamente en todos los países de la cristiandad, a excepción de Inglaterra, donde los puritanos la prohibieron (por su añejo origen pagano) durante más de un siglo, entre 1552 y 1660.
Con el ejemplo de Nicolás de Bari aprendemos que el dar y el recibir constituyen profundos hábitos espirituales que se perpetúan más allá de las eras, los siglos; esclarecen la mente de quien los practica y disipan de él la demencial percepción de escasez que rige los senderos del ego; afirman en nosotros esa genuina certidumbre de abundancia –de beatífica y navideña plenitud- que sólo puede provenir del Yo Superior, del Uno, de esa fuerza omnipotente y omnipresente a la que solemos llamar Dios.
En el ya citado "Curso de Milagros" leemos que "sólo aquellos que tienen una sensación real y duradera de abundancia pueden ser verdaderamente caritativos. Esto resulta obvio cuando consideras lo que realmente quiere decir ser caritativo. Para el ego, dar cualquier cosa significa tener que privarse de ella. Cuando asocias el acto de dar con el sacrificio, das solamente porque crees que de alguna forma vas a obtener algo mejor, y puedes, por lo tanto, prescindir de la cosa que das. Dar para obtener es una ley ineludible del ego, que siempre se evalúa a sí mismo en función de otros egos. Por lo tanto, está siempre obsesionado con la idea de la escasez, que es la creencia que le dio origen".
A la luz del Yo Superior, tal como lo demostró Nicolás de Bari, toda sensación de escasez se desvanece, pues concienciamos que somos habitantes de un Universo infinitamente abundante; incluso en medio de catástrofes o pestes, emergen insospechados recursos, allí donde el ego sólo percibía imposibilidades e insuficiencias; dar y recibir se tornan en indivisibles anverso y reverso de una misma moneda: la experiencia del amor.
Expresa el eximio escritor libanés Khalil Gibrán en una de sus más lúcidas líneas: "es poco lo que damos cuando entregamos nuestras posesiones. Cuando nos damos a nosotros mismos es cuando damos de veras"; ese arraigado compromiso con la vida y los otros debería estar presente no sólo en cada regalo de Navidad que ofrecemos, sino en cada momento de nuestra existencia, en cada gesto que tengamos con nosotros mismos y con el prójimo. La sagrada vivencia del amor es el único valor real en cualquier situación que experimentemos.
Otro amable extensor del amor: el Christkind
Tras la Contrareforma protestante (1545-1563), surgió en Alemania otro entrañable personaje, el Christkind, el niño Jesús, que repartiría regalos en el día de Navidad. De esta manera, San Nicolás de Bari y el Niño Jesús se constituyeron en figuras dadoras del obsequio de fin de año. El avance de la tradición del Niño Jesús forzó a que se cambiara la fecha del intercambio navideño, la cual fue trasladada al 25 de diciembre.
Ambas devociones coexistieron en Europa durante algún tiempo, pero terminó prevaleciendo la de San Nicolás. Existen dos notables excepciones: España, donde los regalos los entregan los Reyes Magos el seis de enero y, curiosamente, Italia, nación en la cual la figura navideña es una bruja buena llamada la Befana.
En América, la tradición del Niño Jesús prendió en cuatro países que la adoptaron como propia: Venezuela, Colombia, Panamá y Costa Rica. En República Dominicana, ésta persiste en algunas regiones. En Perú, se reza una oración al Niño Jesús antes de abrir los presentes.
En mi país, Venezuela, es tradición que los niños redacten una carta al Niño Dios, donde formulan una lista de los regalos que quieren recibir, siempre y cuando se hayan portado bien. El pequeño Jesús sabe si un niño se portó bien o mal porque estuvo viéndolo desde el Cielo durante todo el año. La carta, que los padres ayudan a escribir, se pone en el Pesebre o se manda por correo. Los regalos aparecerán, como por artes mágicas, la noche del 24 de diciembre sobre la cama de los pequeños, o, más modernamente, bajo el árbol de Navidad. Los niños amanecen el día 25 felices, rodeados de los regalos que pidieron.
El Santa Claus moderno: de cómo una tradición holandesa se transforma en producto de mercadeo.
La tradición de San Nicolás arraigó de forma especialmente intensa en Holanda, a partir del siglo XIII. De hecho, al venerable santón turco fue nombrado protector de Amsterdam, capital de los Países Bajos.
Los holandeses gustaban representar a San Nicolás de Bari vestido con los ornamentos eclesiásticos propios de un obispo. Llegaba con sus hábitos purpúreos y su barba blanca, montando en un burro –que con los años devino en blanco corcel moro. Llevaba un saco con regalos para los niños buenos y un manojo de largas varas para castigar a los infantes desobedientes.
Hacia el siglo XVII, su tez antaño morena se había blanqueado. Por aquel entonces, solía llegar en un barco llamado Spanje (España), siempre acompañado de su fiel sirviente musulmán Zwarte Piet (Pedro el Negro), un personaje que llevaba un enorme saco lleno de golosinas, lo suficientemente grande como para meter en él a todos los niños y niñas que se habían portado mal y así llevárselos a España (un castigo que los neerlandeses consideraban horrendo, ya que en esa época sostenían una guerra con la nación ibérica).
La tradición holandesa de San Nicolás traspasó el Atlántico en el siglo XVII, cuando los colonos de ese país se instalaron en la costa oriental de Norteamérica. Los holandeses fundaron Nueva Amsterdam, en la isla de Manhattan, que luego adquiriría el nombre (hoy célebre) de Nueva York.
En 1809, el escritor norteamericano Washington Irving escribió un relato fundamental que catapultaría a San Nicolás a la categoría de ícono mediático. En su Historia de Nueva York, Irving tomó la leyenda holandesa de San Nicolás de Bari y lo describió llegando a la urbe norteña un día 6 de diciembre, desprovisto de sus pomposas galas obispales. Le puso ropas más cómodas, sustituyó al caballo moro por un trineo tirado por un corcel volador y de un plumazo eliminó a su mahometano asistente, Pedro El Negro.
Este cuento se convirtió en un best-seller de tal calibre, que incluso los muy puritanos colonos ingleses adoptaron como suya la celebración holandesa. El nombre original de San Nicolás derivó al holandés Sinterklaas, hasta acabar siendo pronunciado como Santa Claus por los angloparlantes neoyorquinos.
El siguiente paso en la transformación definitiva de Santa Claus en fenómeno de masas ocurrió el día 23 de diciembre de 1823, cuando apareció un poema en un diario de Nueva York, titulado Un relato sobre la visita de San Nicolás, escrito por Clement C. Moore, profesor de estudios bíblicos en Nueva York.
En su pieza poética, Moore repontenció el trineo del santo: ya no iba tirado por un simple corcel, sino por una tropa de renos. Bosquejó al viejo Claus como un sujeto alegre; disminuyó su estatura y lo hizo más grueso, asimilándolo a un gnomo. Moore, además, cambió la fecha de llegada del santo y la situó en la víspera de Navidad.
Con cada reinterpretación literaria, pictórica y publicitaria, Santa Claus fue ganando en corpulencia física, popularidad y extroversión. Entre 1860 y 1880, el dibujante Thomas Nast publicó reiteradas imágenes de Santa Claus en la revista Harper's de Nueva York: le tomó dos décadas perfilarlo como un símbolo de la mercadotecnia. Nast añadió detalles clave como ubicar el taller fabril de Santa en el Polo Norte (amenazadísimo hoy por el cambio climático), dotarlo de una llamativa vestimenta blanca y escarlata y adosarle un abundante vestuario de pieles.
Finalmente, fue la transnacional Coca-Cola la que le dio el toque definitivo a su actual aspecto. Esta corporación encargó al artista Habdon Sundblom remozar al Santa Claus de Thomas Nast para la campaña navideña de 1931. Lo hizo más alto, más entrado en carnes, más simpático, con rostro bonachón, piel muy blanca, ojos pícaros, chispeantes, pelo blanco y larga barba alba. La vestimenta mantuvo los colores rojo y blanco –los mismos de la compañía de bebidas- pero su traje se hizo aún más lujoso y atractivo.
No obstante, sea cual sea su apariencia –moreno y delgado como un turco; mínimo como un gnomo; mofletudo y carismático como un bebedor de gaseosas- lo esencial es que recordemos el apostolado inicial de Nicolás de Bari, lo trascendente de su misión: llenar cada momento vital del navideño gozo de proveer y asimilar afecto, concordia, paz.
Para él, lo importante no era otorgar un regalo ostentoso que encumbrara al propio ego o complaciese las exigencias de una sociedad dedicada a endiosar el consumo. Para Nicolás de Myra, la mayor alegría era extender el amor a través del acto de ofrendarse a sí mismo a todos los seres: tal es la única manera de recibir los infinitos regalos que el Universo –ese Yo Superior que no cesa de evolucionar y ensanchar su territorio- le tiene deparados a cada uno de sus preciados hijos e hijas, a cada una de sus entrañables criaturas.
Para el Ser Supremo, la realidad no es más que un próspero tiempo presente en el que han sido extinguidas esas neuróticas creencias del pasado que nos impedían dar y recibir a plenitud… ¡vale decir, un eterno instante de Navidad!.