En Campeche, Estado donde actualmente vivo y donde "nunca pasa nada", de vez en cuando el narco se carga al Infierno a algunos policías, y viceversa. Casi nadie habla de ello. Tal vez cuando empiecen a reventar granadas en cafés y restaurantes la gente se va a dar color de la guerra tan linda en la que estamos metidos. Pero esa es harina de otro costal, o casi.
Hoy les voy a platicar de una foto que tengo ahora resplandeciendo dentro de mi monitor, misma que terminado este artículo voy a borrar y luego borraré de la bandeja de reciclaje para que no quede rastro de ella y no me den unas malditas y endiabladas ganas de subirla a mi blog y rompa con una promesa y una amistad de años con un periodista de esos que sabe y conoce de pe a pa su ingrato oficio, o sea, alguien que sabe cuándo debe cerrar el hocico y no mostrar ciertas imágenes que de ver la luz comprometerían seriamente el pan que lleva todos los días a casa para alimentar a su familia.
La historia tras la fotografía no la sé, y nadie la sabe con exactitud salvo quienes vivieron para contarla. Traducción: los malos, para variar. Dejemos volar la imaginación tal cual hicieron algunos reporteros que publicaron la nota en los periódicos locales y digamos que son las 12:45 de la tarde, más o menos, el sol cae a plomo, y las calles están ligeramente despejadas, salvo por tres elementos de la policía que patrullan a bordo de su camioneta como cualquier otro día del año. Un patrullaje de rutina y sin relevancia, hasta que por esas malditas coincidencias que tiene la vida (que todo lo traza y planifica con antelación) aparece una Suburban roja como la sangre que se les empareja sigilosamente sin hacer ruido. Entonces aparecen los cuernos de chivo tras las ventanas polarizadas, y el resto es historia.
Un día después, mi amigo reportero, cámara al hombro, va al funeral efectuado en las instalaciones de la policía. El periódico para el que trabaja lo envía porque se trata de un funeral con honores, es decir, va a ir el gobernador y toda su corte. Y por corte entiéndase, para el que no esté enterado en materia de política, secretarios, senadores, diputados y jovencitos perfumados de pelos parados y ropita de diseñador, aspirantes a un futuro escaño. Mi amigo reportero, que es viejo lobo de mar, arrastra silenciosamente el colmillo por el patio donde se efectúan los funerales. Toma una foto por aquí y otra por allá. Las de rigor, esas que aparecerán al día siguiente en la prensa. Y otras que no, como la que ahora veo en mi monitor. El reportero se desliza y antes de que la cámara haga clic escucha historias. Policías de rostros inexpugnables que dejan entrever en los ojos el miedo de verse ellos mismos dentro de los féretros. Policías gallardos y más duros que un clavo que dejan escapar una lágrima porque ya no patrullarán más las calles codo a codo con sus compañeros acribillados. Diputadas maquilladas como payasos que resguardan los ojos del inclemente sol con sus lentes oscuros Dolce & Gabanna mientras cuchichean como periquillos australianos a dónde irán a almorzar. Jovencitos acicalados con celular en mano mandándole mensajes a la novia. Senadores y demás funcionarios con dientes pulcros y blancos que no dudan en lucirlos cuando detectan el lente de la cámara cerca, aún estén abrazando a las inconsolables viudas a dos pasos de donde yacen los cuerpos sin vida de los valientes que le juraron lealtad y seguridad a su patria, o sea, lealtad y seguridad a esos grandísimos hijos de puta que le dicen cheese a la cámara.