El maestro de griego era un joven alto, desgarbado, católico, idealista y presunto homosexual; sin duda, estos dos últimos, los dos peores enemigos de un ser humano, al menos si impartes clase en una escuela católica. Aquel maestro fue (nunca lo hubiera sospechado cuando lo vi cruzar por vez primera el umbral de la puerta de salón como un flamenco danzarín de ballet) el mejor maestro que había tenido; sin embargo, su problema (además de los dos antes mencionados) fue ser un apasionado amante de la oratoria, afición que por desgracia nada tenía que ver con la materia que impartía.
-Chicos, vayan preparando sus oratorias –dijo feliz el maestro dos semanas antes de concluir el curso-, es obligatorio, vale la mitad de su calificación final.
Desde luego, no se hicieron esperar las quejas, chiflidos e improperios por lo bajo que inundaron de murmullos ahogados las cuatro paredes del aula.
-Silencio –dijo el maestro llevándose el fino dedo índice de la mano a los labios-. Alguien que no puede pararse en público y expresar una idea, no debiera existir en este mundo –agregó tajante sin borrar la felicidad de su rostro-. Les doy libertad de escoger el tema que quieran. No hay nada más poderoso que la palabra; pregúntenle a los alemanes cuando escucharon a un señor llamado Adolfo… –el profesor al ver nuestros rostros inexpresivos puso los ojos en blanco- aunque claro, dudo que alguno de ustedes sepa que Hitler triunfó limpia y legalmente en unas elecciones democráticas.
El día de exponer las oratorias llegó y uno a uno fueron pasando (muy a su pesar) los alumnos. Por vez primera todos prestaron atención al exponente, pues no todos los días se tenía el privilegio de ver hacer el ridículo a un compañero. Y quizás, ahora que lo pienso, esa sea la principal razón de que a uno se le dificulte hablar en público. El mexicano tiene la maquiavélica habilidad natural de humillar con la mirada.
-Sé que voy a hacer el ridículo… –me susurró al oído uno de los tantos filósofos que abundaban en el salón, conteniendo la risa mientras escuchaba la oratoria de un pobre infeliz que hacía esfuerzos inhumanos por no desbaratarse en nervios mientras hablaba cual vendedor de bibliotecas a domicilio acerca de la importancia de los libros que documentaban los Records de Guiness en el mundo -pero, ¿sabes una cosa? No me voy sin el privilegio de humillar al idiota que vaya antes que yo.
Y todos fueron humillados, uno a uno, tanto por las miradas de los espectadores como por la del maestro que ponía los ojos en blanco después de escuchar por enésima vez a una jovencita (y uno que otro jovencito) que condenaba el uso de anticonceptivos, la practica del sexo prematrimonial y el aborto. Todo aquel tinglado resultaba tan patético que por un instante olvidé que pronto tocaría mi turno. Y sólo fue hasta que el maestro pronunció mi apellido con ese seseo tan peculiar en su pronunciación que me di por enterado de que el siguiente que pasaría al frente era yo. Finalmente el momento que tanto había temido había llegado, y en ese instante me percaté de algo: no tenía nada interesante que decirle al mundo. Nada. Absolutamente nada. Esa era la triste y horrible verdad. Había venido a este mundo para ser una cigarra.
Con un movimiento torpe me levanté de mi pupitre que estaba al fondo del salón y la vieja escena de la secundaria sacudió el archivero viejo de mis recuerdos. Sin embargo, había aprendido mi lección. Nada de heroísmos absurdos. De glorias podridas. Si la naturaleza me había dotado de hermosas y resplandecientes alas multicolores en mi inocencia para luego convertirlas en la madurez en un asqueroso y repugnante capullo, aceptado estaba mi cruel destino. Subí al estrado, observé a todos mis compañeros con sus ojos rebosantes de burla y filosa maldad y tomé la única salida que podía tomar una cigarra: reprobar la materia de griego.
-¿A dónde crees que vas? –dijo el maestro anticipándose a mis movimientos de furtiva huida-. ¿Acaso no tienes nada que decir, ni siquiera algo para salvar tu pellejo?
Tal vez fueran los cuarenta grados centígrados que había en el salón de clase, o quizá adivinar a mis compañeros afilando la lengua para proferir sus más mordaces comentarios de burla en mi contra, o a lo mejor fue observar tras una de las ventanas del salón como el Director-Sacerdote del colegio abordaba muy ufano su Cadillac del año equipado con aire acondicionado, pero una chispa se encendió en mí cual león Lamberto, aquel cobarde león al que un buen día le salió lo valiente y enfrentó a los lobos que intentaban devorar al rebaño de ovejas que lo habían adoptado desde pequeño. La llamarada fue tan intensa que quemó mis entrañas y surgió en mí el arma más letal del ser humano: la improvisación. Sin darme cuenta comencé a hablar sin detenerme, como un perico deschavetado, como si el salón fuese un estudio de televisión y mi oratoria improvisada un monólogo más largo y aun más estúpido que los monólogos del descerebrado Adal Ramones. Despotriqué en contra de todo y de todos, en especial en contra del maestro de griego. Mi discurso arremetía sobre lo absurdo de que una materia como Etimologías Grecolatinas tuviese que ser evaluada con una oratoria y no en lo que estipulaba el temario de la materia, por ello bajo ningún motivo estaba dispuesto a ser calificado, al menos el 50% de mi calificación, en base a mi elocuencia. Encarrilada la mula, tuve la osadía también de decir que la materia de griego nada tenía que hacer en una escuela católica, por ende la chiflada asignatura debería desaparecer de la currícula de la escuela, de inmediato. Y, por si esto no fuera suficiente, mis palabras fueron decoradas con una serie de aspavientos, ademanes, muecas y un inesperado desfajamiento de camiseta fuera del pantalón (comportamiento que estaba prohibidísimo en el reglamento de la escuela); y como cereza del pastel uno de mis zapatos voló sobre las cabezas de mis compañeros hasta impactarse con sonoro estruendo sobre el periódico mural que estaba colgado al fondo del salón de clase, muestra innegable de mi indignación.
Los aplausos no se hicieron esperar. Un nuevo héroe había nacido.
-¡Solís para Presidente, Solís para Presidente…! -gritaban eufóricos unos, y otros más se unían a mi discurso de: "no a la oratoria, no a la oratoria…"
El pandemonio sólo pudo ser silenciado por el director de la escuela quien se hizo presente en el salón de clase acompañado del patronato de la escuela que no podían ocultar en sus rostros el horror que les causaba la desquiciada escena. El maestro, por su parte, no pudo más que ponerme diez de calificación, no sin antes decirme al oído la frase que cambiaría el rumbo de mi vida, dándole finalmente sentido a ésta: "querido, los mexicanos somos expertos en adorar a los imbéciles, nunca lo olvides".
Y nunca lo olvidé. |