En otra época, cuando era un hombre responsable, mi tiempo lo invertía en actividades loables y productivas. Una de ellas era la docencia universitaria, la otra jugar al fútbol con niños desamparados de una casa hogar. Desde luego, como era de esperarse en mí, duré poco menos de un año desempeñando ambas actividades.
Donde tardé menos fue en la casa hogar. Seis meses para ser exactos. Un día fui a la casa hogar, atravesé la puerta y me recibió la esposa del gobernador, o mejor dicho, su fotografía en tamaño gigante, colgada en lo alto de la pared. "¿Necesitan ayuda?", le pregunté a una señora gorda vestida con una especie de traje de enfermera que revisaba unas carpetas detrás de la recepción. "¿Perdón?", dijo la señora gorda. "Servicio social", atiné a decir. La gorda dibujó un signo de interrogación en el rostro como si le estuviera hablando en mandarín. "¿Se encuentra el encargado de este lugar? Quiero hacer mi servicio social aquí", dije ordenando un poco mejor mis ideas. Estaba nervioso y se me notaba. La gorda sonrió y me llevó a una oficina donde me presentó al encargado del albergue infantil.
Gorda y encargado, luego de estudiarme por breves segundos de pies a cabeza (en los pies llevaba unas chancletas, y en la cabeza una frondosa cabellera de rizos enmarañados como rastas jamaiquinas mal hechas) asumieron que era yo un estudiante de alguna universidad de humanidades que quería realizar su servicio social en la institución. Sin embargo, rápidamente los saqué de su error provocándoles (a ambos) una mueca de horror mezclada con incredulidad cuando les confesé que en realidad era un profesor universitario cuya única intención era ayudar en lo que ellos creyeran conveniente en la casa hogar.
En aquellos días quería ser un prócer ciudadano. O mejor dicho, de alguna forma quería resarcir todos esos años (cuando estudiaba en una escuela católica) en los que hábilmente me escabullí para jamás ir a los pueblos más necesitados a llevar a sus habitantes bolsas de despensas y envenenarles la cabeza con la chiflada idea de que existe un señor barbón que nos protege desde las alturas.
"¡Hombre, gente como tú es la que necesitamos!", dijo el encargado del albergue casi abrazándome. No pude evitar sentirme una mierda. Luego de diez minutos en su oficina acordamos que dos veces por semana iría a jugar fútbol con los niños. Al parecer mi pasado de futbolista semiprofesional les entusiasmó más que mi talento por la docencia.
Ese mismo día me presentaron a los niños del albergue. La mayoría de ellos se encontraban reunidos en una sala impregnada por un fétido olor a orines, hipnotizados frente a un televisor que proyectaba un programa infantil conducido por una mujer de mediana edad vestida en paños menores que contoneaba y frotaba rabiosamente su cuerpo al vertiginoso ritmo del reggaetón contra los también contoneantes y rabiosos cuerpos semidesnudos de un puñado de edecanes de alguna compañía de juguetes.
"¡Payaso!", gritó uno de los niños. "¡Payaso!", volvió a gritar y todos los demás niños salieron de su trance televisivo y dirigieron la mirada hacia donde un pequeño dedo índice señalaba. "No le hagas caso", me dijo el encargado del albergue. Y todos los niños se echaron a reír. En especial el chico que me seguía apuntando con el dedo índice y gritaba "payaso" sin cesar al tiempo que se reía como una urraca. Por primera vez deseé haber cumplido el máximo deseo de la novia que tenía en aquél entonces: tener el cabello corto, bonito y escrupulosamente peinado hacia arriba como un mango chupado, como el de su metrosexual ex novio.
"No te dejes llevar por la primera impresión, son unos niños encantadores", me dijo el encargado del albergue, llevándome lejos de los niños para que no se siguieran mofando de mi cabellera de Ronald McDonald. De vuelta en su oficina me advirtió que la mayoría de los niños no eran huérfanos, sino que sus padres estaban recluidos en la cárcel por algún delito terrible (y en mis adentros agradecí que no me hubiera dado detalles de sus crímenes); por ello, en su mayoría, los niños padecían algún trastorno psicológico.
Me asignaron cuatro chicos. Uno era idéntico a un alux: pequeñito, cabeza rapada, narizón, rasgos toscos, mirada virulenta y carácter explosivo. Casi nunca hablaba, se expresaba mediante chillidos como una comadreja. Su forma de demostrar afecto era metiéndole puntapiés a los otros niños. Otro, era un gordito con la cabeza perfectamente redonda como un melón. Todo el tiempo tenía las manos ocupadas: una la utilizaba para rascarse la cabeza infestada de piojos y la otra para juguetear con los dedos los depósitos de cebo dentro de su ombligo. No soy psiquiatra pero mi diagnostico fue que el niño padecía una especie de autismo; sin previo aviso se quedaba mirando a lontananza y no había poder humano que lo sacara de allí. El tercero niño era un niño como cualquier otro (si es que cabe este calificativo). Un niño vivaracho y bien despierto que un día tomó prestadas las llaves de mi coche, que para mi asombro y horror, encendió al primer intento casi estampándolo contra la barda del albergue. Fuera de eso era un niño encantador y sumamente inteligente. No en balde era el líder de los niños y mi gran salvador cuando había que tranquilizar a algún chico que de buenas a primeras empezaba a actuar de manera chiflada, como era el caso recurrente del último integrante del grupo que estuvo a mí cargo. Éste era un niño que padecía de estrabismo. Casi siempre tenía la lengua de fuera como un perro acalorado y le fascinaba comerse sus mocos y tirarse de pedos y eructos. También insistir en que yo era un payaso, y de vez en cuando gritar por los pasillos del albergue que se lo habían cogido por el culo.
Durante las primeras semanas jugamos con un balón ponchado que era el único balón que tenían en el albergue. Luego, unos alumnos de la universidad (considerados las ovejas negras por muchos maestros) en un hermoso acto de generosidad me regalaron un balón nuevo de fútbol para que se los entregara a los niños y así pudiésemos jugar como era debido. De allí en adelante mis alumnos no volvieron a entregar ni una sola tarea más en el semestre, porque consideraron que el balón fue una especia de soborno para que los aprobara. Por su parte, los niños al ver el balón nuevo corrieron, palmotearon y gritaron como unos malditos desquiciados. Luego se pelearon entre ellos proclamándose cada uno como el único, absoluto y legítimo dueño del balón; un infierno que a base de paciencia logré menguar, haciéndoles ver que el balón era de todos. En ese instante me prometí a mi mismo nunca más volverles a regalar nada.
Entusiasmados con su nuevo balón, los niños me pidieron que los llevara a jugar al campo de fútbol de la universidad que estaba a una cuadra de distancia de la casa hogar. Me negué rotundamente, pues más allá de que estaba prohibido sacar a los niños fuera de los muros del albergue temía que uno ellos se deschavetara y arrancara a correr en mitad de la calle y lo atropellara un camión o que uno de sus delincuentes familiares me navajeara por la espalda sin previo aviso. Pero fue tanta su insistencia en medio de chillidos y gritos enloquecidos que diez minutos después tenía el permiso del encargado del albergue para llevarlos a la cancha de fútbol. "En el auto, llévanos en el auto", gritaron en coro como unas fierecillas y mientras los observaba por el retrovisor rebotar emocionadísimos sobre los asientos traseros de mi volcho, agradecí ser una persona proclive a todos los pecados excepto a los de violar y destripar niños.
En el campo de fútbol los niños se veían sumamente graciosos dando brinquitos como pollos espinados. Por desgracia había olvidado que eran niños desposeídos: sólo el niño vivaracho tenían zapatos deportivos. Así que para que no hubiera ventaja me despojé de mis tenis y jugué descalzo como ellos. Grave error. Durante una semana caminé por los pasillos de la universidad como un enorme pollo espinado gracias a las ampollas que me provocaron las piedras de la cancha. Por fortuna los dados giraron a mi favor, y en otro acto de generosidad una tía amante de la religión católica, al ver lo ridículo que caminaba por culpa de las ampollas, me regaló cuatro pares de zapatos deportivos para los niños.
Al ver sus zapatos deportivos, los niños volvieron a correr, palmotear y gritar como unos malditos desquiciados. Por dentro yo también empecé a correr, palmotear y gritar como un maldito desquiciado.
Esa misma tarde, para celebrar que ya no caminaríamos más como pollos espinados, decidí cumplir el deseo del niño vivaracho que con tanto fervor pedía cada que se subía al volcho: "vamos a las subiditas del fuerte", dijo emocionado. Y así lo hice. En vez de ir al campo de fútbol fuimos a las subiditas del fuerte, que no es más que una calle llena de subidas y bajadas que llevan en dirección al fuerte de San Miguel (mejor conocido como "El Castillo de Drácula"); subiditas que en mi adolescencia recorrí mil y una veces en el auto de mis amigos a más de 100 km/hr en total estado de ebriedad, experimentando un vértigo alucinante. Experiencia que todo campechano que se dé a respetar ha vivido (y otros no, porque se han matado en el intento). "Más rápido, más rápido", gritaban los niños cuando bajábamos la empinada colina. Con la adrenalina a tope, aceleraba y los niños gritaban eufóricos. De camino al albergue les hice prometer que no le contarían a nadie el paseo por las subiditas, de lo contrario ya no los dejarían salir a pasear en mi auto, y para asegurarme por completo de que no abrirían el pico para presumirles su aventura a sus otros compañeros desposeídos del albergue decidí comprar su silencio con coca-colas y sabritas que bebimos y comimos viendo el atardecer en el malecón. "Cuando sea grande quiero ser millonario como tú y tener un auto como el tuyo", me dijo el niño vivaracho. Sonreí, y observando cómo desaparecía el sol detrás del horizonte de agua deseé que ese niño jamás creciera, y que el cielo quedase como una hermosa pintura naranja y púrpura.
Dos días antes del paseo por las subiditas había terminado la relación con mi novia. Fue de mutuo acuerdo. Paradójicamente fue la única vez que llegamos a un acuerdo en nuestra breve relación. Su sueño era ser diputada, el mío acabar con los diputados. Ahora que lo pienso, coincidíamos en otra cosa: ella le gustaba vestir con ropa de marca, y a mí también: todas mis camisas tenían logotipos de marcas de refrescos, cervezas, talleres mecánicos, etcétera. Eso la avergonzaba muchísimo. También mi cabello enmarañado y mis chancletas. Decía que le daba vergüenza presentarme con su papá. Pero me dijo que no me preocupara, que ella tenía la solución: para navidad me regalaría un guardarropa nuevo. También de ahora en adelante yo sería quien conduciría su automóvil último modelo, porque gracias a la desafortunada y azarosa combinación del estreno de la película Cupido motorizado y de que mi coche era un volcho blanco destartalado (al cual para su maldita suerte tuvo que subirse en una única ocasión), sus amigos acaudalados empezaron burlarse de ella apodándole "la Lindsay Lohan".
No accedí a su caritativo plan y para mi sorpresa todo el mundo me dijo que estaba loco y que era un imbécil (ella no dijo esas palabras tan feas pero no volvió dirigirme la palabra nunca más). "¿Qué te pasa?", me dijo el niño con cabeza de melón mientras se jugaba el ombligo con una sabrita. "¿Qué les parece si los invito al cine?", dije en un arrebato de locura al ser pillado viendo el infinito como un autista.
Un mes después, parado a la puerta del cine, observé cómo de una camioneta bajaban más de cuatro niños acompañados de una jovencita. "Hola, soy la niñera del albergue", dijo la jovencita. "Hola, mucho gusto", estreché su mano. "Disculpa, tuve que traer a los otros niños también", dijo la chica poniendo el rostro colorado de la pena. Le dije que no se preocupara. Fui a la taquilla y compré una cantidad grosera de boletos, incluido el de mi mejor amiga (a la que había pedido el favor de que me acompañara), cuyo glorioso trasero ceñido en unos ajustados jeans a la cadera fue víctima de todas las miradas de los niños.
Al hacer la fila para entrar al cine los niños daban brinquitos sobre la punta de los pies sin poder cerrar la boca del asombro que les causaba ver los enormes carteles pegados en la pared, de hombres y mujeres con cuerpos esculturales y sonrisas perfectas, o de monstruos y extraterrestres que amenazaban con comerse a otros hombres y mujeres de cuerpos esculturas, o el dibujo de un pollito con macrocefalia y gafas circulares vestido con ropa de niño, protagonista de la película para la que había comprado los boletos. Delante de sus ojos desorbitados de niños desposeídos, un nuevo universo se abrió. Un universo de colores y aromas que les hizo exclamar: "¡Palomitas, palomitas, cómpranos palomitas!", al ver aparecer ante ellos la confitería.
Desde luego, tenía todo planeado. "Corran niños, ya comenzó la película", les dije avanzando a toda velocidad hacia la sala de cine. Las palomitas y los refrescos serían una parte de ese nuevo universo que jamás conocerían, al menos no gracias a un profesor universitario que ganaba una miseria de salario. Mi plan, el cual rogué que funcionara y que desde luego no funcionó, fue que la pantalla los hipnotizara al punto de hacerles olvidar pedirme nuevamente palomitas y refrescos. Durante los cortos de otras películas funcionó, pero apenas dio inicio la película del macrocefálico pollito miope a nuestras espaldas comenzó un concierto de slurp, slurp, cronch, cronch, de niños que se atragantaban con refrescos y palomitas.
"¿Nos vas a comprar palomitas?", preguntó el niño que me llamaba payaso. "¿Nos vas a comprar refrescos?", preguntó el niño alux. "¿Nos vas a comprar palomitas?", preguntó un niño que en mi vida había visto. El infierno se había abierto de nuevo bajo mis pies y en ese instante supe en lo más profundo de mí ser que había sido un error llevarlos al cine. Sin embargo, justo cuando la idea de pararme y salir huyendo del cine abordó mis pensamientos, una chica con unas nalgas monumentales llegó cargando como malabarista cualquier cantidad de vasos de refrescos y botes de palomitas, mismos que repartió a toda la fila de niños.
"No es lo mismo sin palomitas y refrescos", me susurró al oído regalándome una sonrisa. Al mirarla a milímetros de mi rostro estuve apunto de estamparle un enorme y largo beso en los labios, como aquellos enormes y largos besos que le estampaba en los labios en las primeras semanas cuando la conocí y luego se marchaba al balcón de su cuarto y susurraba mi nombre al viento (que luego me enteré era el nombre de su ex novio que un día como cualquier otro la abandonó rompiéndole el corazón). No la besé. Ahora ella era mi mejor amiga. Una amiga que nunca quiso ser más que mi amiga porque nunca había tenido a un amigo de verdad. Desde luego, y como era de esperarse en mí, yo nunca quise ser su amigo, solo quería darle besos y estrujarle las deliciosas nalgas. "Si quieres tú come de las mías, no me alcanzó el dinero para más", me dijo al ver que no le quitaba la mirada de encima.
Y así lo hice. Comí de sus palomitas y bebí de su refresco. Y esa tarde descubrí una gran verdad: la vida no es lo mismo sin palomitas y refresco. |