Vivir por más de un lustro en una ciudad pequeñita y amurallada, que en realidad es un pueblo, y añadirle a ello que uno es ermitaño, tiene sus inconvenientes cuando regresas a la ciudad que te vio nacer, en especial cuando ésta se ha convertido de la noche a la mañana en una gran urbe cosmopolita, pujante y en desarrollo, como dirían las personas que la gobiernan y asfaltan de punta a punta.
-Señor, ¿me presta sus llaves? –me dice el valet con el rostro contrariado al abordar el coche de mamá y descubrir que no tiene las llaves puestas.
La cara se me pone como un tomate. Qué vergüenza, pienso mientras meto la mano en el bolsillo de mis pantalones. Le entrego las llaves al joven disfrazado de crupier de casino de poca monta y entro al restaurante.
-¿Aquí es la fiesta de generación del Instituto Patria? –le pregunto a una jovencita parada detrás de un podio de madera que mira distraída una carta.
-La mesa del fondo, señor.
Dos de dos. Es un hecho irrefutable: soy un señor. Camino con pasos lentos y temerosos intentando descubrir rostros familiares en alguna de las mesas. Un terror hondo me invade al abordarme la idea de que tal vez haya pasado de largo la mesa donde están sentados esos amigos que no veo desde hace casi una década, todo por culpa de mi miopía y/o (posibilidad que me da escalofríos) por no reconocerlos gracias a las arrugas y los kilos en cachetes, papada y vientre que suelen acompañar a las personas casadas y con hijos al llegar a la frontera de los treinta años.
Mi terror se desvanece cuando una chica que no alcanzo a reconocer a la distancia agita la mano en el aire.
-¡Monono! –me llama desde su mesa.
Nadie me decía así desde la preparatoria. Sonrío. En realidad, finjo una enorme sonrisa mientras me aproximo a la mesa. El miedo vuelve a apoderase de mis pasos. ¿Reconoceré a todos? La idea es ridícula, en diez años la gente no puede cambiar tanto de aspecto.
De reojo miro a todas las personas sentadas en la mesa mientras pienso la estrategia a seguir. Le diré hola a todos, efusivamente, nada de nombres, así no será evidente si no reconozco algún rostro. "Hola Angélica, hola Andrés, hola Carolina, hola…". Mi estrategia ha fallado. He comenzado a recitar los nombres de todos mis ex compañeros de preparatoria cada que los beso o estrecho sus manos. Claro, excepto el de una persona. La última chica que me falta por saludar de la mesa. Mientras me acerco a ella, su cara se me hace tremendamente familiar, sin embargo (cosa que me empapa de sudor frío la espalda), no recuerdo quién es, no logro descifrar sus rasgos, conectarlos con algún recuerdo del pasado, no puedo, sus facciones en realidad no son facciones porque su rostro está ausente de facciones; su cara es larga y plastilizada (si es que ese adjetivo existe) como la de una credencial de elector.
-Hola Rodrigo –me saluda de beso en la mejilla.
-Hola –le digo hola y en mi mente aparecen un millón de nombres propios pero ninguno que encaje con ese rostro-. Qué bárbara, qué cambiada estás –improviso, y desde luego, eso es un error porque ella me mira con recelo, así que a la desesperada agrego:- te ves guapísima.
La mujer cara de credencial de elector llena sus ojos de desprecio y yo sólo atino a sonreírle como un perfecto imbécil y le digo que está irreconocible (cosa que es mentira porque sigo sin saber quién es) y trato de justificarme agregando que no la reconocí porque ahora luce espectacular. Grave error, me mira con atizado odio porque mis palabras, ahora que lo pienso, más que un piropo vienen a ser un insulto, o mejor dicho, una confesión involuntaria tardía de que yo pensé durante muchos años, secretamente en la preparatoria, que ella era horrible.
-No te preocupes, yo tampoco la reconocí –me dice al oído Daniel, uno de mis mejores amigos de la preparatoria.
Daniel y yo nos ponemos al corriente de nuestras vidas, cosa que, tristemente, nos llevó menos de dos minutos, reloj en mano. Se crea un silencio incómodo. Intercambiamos números de celular aunque sabemos perfectamente que no nos llamaremos nunca.
-Anotado, aunque nunca nos llamemos –le digo a Daniel haciéndole un guiño cómplice.
-¿Cómo? –pregunta Daniel consternado-. Ahora regreso, voy al baño.
Daniel se marcha al baño y cuando regresa se sienta en el otro extremo de la mesa.
-¿Me veo gorda? –me pregunta Samanta.
-No, no, eh… no –balbuceo monosílabos e intento desviar la mirada de Samanta, aquella adolescente flaca como un palillo que ahora luce tan gorda como una morsa embarazada.
-Sabes, bajé veinte kilos –me confiesa Samanta con un toque de coquetería.
-Felicidades –digo, en realidad sin saber muy bien qué decir-. Dicen que bajar de peso luego del embarazo es muy difícil.
-No tengo hijos –dice Samanta y se levanta furiosa de la mesa.
Pido un vodka y decido que la mejor opción es emborracharme y quedarme callado.
-Monono, ven aquí –me llama Lorena.
Me siento a un lado de Lorena y a los cinco minutos estoy en medio de una plática de Babyshowers y mirando fotografías de los hijos de Carolina, Analía y Lorena. Me preguntan si estoy casado y les respondo que no. Me preguntan si tengo novia y les respondo que no. Me preguntan que cuándo pienso casarme y les digo que no creo en el matrimonio porque nosotros los hombres somos muy calenturientos y en la primera oportunidad (casados o no, comprometidos o no, con novia o sin novia) salimos babeando tras la primera mujer que nos abra o no las piernas. Todos se horrorizan y como he bebido dos vodkas en menos de cinco minutos me tomo la libertad de decirles que la monogamia no existe, que todos, hombres y mujeres, tarde o temprano terminamos engañando y haciendo sufrir a nuestras parejas e hijos. Se hace un silencio incómodo y me excuso para ir la baño. Al regresar mi silla ha desaparecido.
-Rodrigo, qué gustazo verte, mi hermano –me saluda Rogelio con un efusivo abrazo-. No te había visto, Tania me acaba de platicar que eres escritor.
En el acto saco de su error a Rogelio. Como Rogelio era uno de mis mejores amigos desde sexto año de primaria (y como también me he tomado otros dos vodkas en menos de cinco minutos) le confieso con el corazón en una mano que me dedico a la escritura no por pasión a las letras sino porque no tengo otra opción, es decir, soy un completo inútil y un peligro para la sociedad desempeñando cualquier oficio fuera de una hoja en blanco. Rogelio se ríe porque cree que estoy bromeando. Le digo que no sea ría, que mis palabras son verdaderas, que me titulé de la licenciatura en administración de empresas pero que si me dieran la responsabilidad de administrar una empresa la quebraría antes de la primera quincena. Rogelio vuelve a reír y me palmotea la espalda. Dice que soy muy ocurrente. En eso Saúl se una a la conversación y me pregunta qué tan redituable es tener un blog.
-Muy redituable –miento.
Miento porque el papá de Saúl fue quién me contrató en uno de los corporativos más importantes de la ciudad hace muchos años.
-¿Qué tan redituable? –pregunta Saúl.
-Como no tienes idea –vuelvo a mentir.
No quiero que Saúl le cuente a su papá que yo dejé el maravilloso trabajo redituable que tenía por culpa de un oficio que me tiene hundido en la más apremiante de las miserias.
-Francamente no entiendo cómo funciono un blog –dice Saúl-, digo, no me explico cómo le haces para cobrarle a esas personas que te leen gratis todos los días.
-Olvídate de eso –interrumpe Tania que aparece a nuestras espaldas-, lo increíble es que periódicos serios tengan la osadía de publicarlo.
Tania sonríe maliciosamente y logra llamar la atención de dos o tres ex compañeros que se unen a la plática. Tania me dice que soy un criticón. Que sólo vengo a Mérida a criticar las obras de arte que hay en el Paseo de Montejo y a burlarme de los políticos y de la pobre de mi mamá y del digno oficio de modelo que ejerce mi hermana. Tania afirma (y no carecen de verdad sus palabras) que en realidad a mi no me pagan por escribir sino por criticar.
-Pues a mí ya me dio curiosidad leerte –dice Paula-. Aunque en realidad desde la prepa no leo nada.
Le digo a Paula, por favor, que este domingo compre el periódico Milenio, más que para saciar su curiosidad, para ayudar a un amigo, cuyos editores están tentados a despedirme ya que nadie lee mi columna.
-¿Publicas en Milenio? –pregunta Rogelio bastante impresionado.
-Milenio Novedades –dice Tania.
-Ah –exclama desilusionado Rogelio.
-Pero no te desilusiones –dice Tania mirando a Rogelio y a Paula- compren el periódico mañana y ya verán cómo nuestro amigo Rodrigo hace una crónica criticándonos a todos nosotros.
-¿En verdad escribirás sobre nosotros? –pregunta emocionada Paula.
-No podría no hacerlo –respondo.
Pido otro vodka y brindo en silencio por todos los amigos que no volveré a ver nunca más. Dudo que vuelvan a invitarme a la próxima fiesta de generación.