Tengo un amigo con un cerebro enorme, muchas ideas y hermosos edificios por construir en este mundo de concreto, pero que, sin embargo, lo cambiaría todo por ser campanero. Es decir, una mañana meterse a la ducha, jabonarse el cuerpo, perfumarse las mejillas y decirle a la chica que ama y quiere tanto, lo siento amor, olvida todas esas promesas de bonanza que te di, me voy a tocar la campana de una parroquia en una ciudad pequeña, todos los días, cada que despunte y se oculte el sol, esa es la única profesión que me hará feliz en la vida.
Podría seguir adelante con esta historia, pero dudo que le haga gracia a mi amigo, su novia sigue todas las semanas esta columna y puede que, con ese instinto femenino de sospecharlo y descubrirlo todo, desenmascare la identidad de este personaje que quiero y respeto mucho. Siendo así, mejor les voy a contar uno de mis sueños de profesión peregrina. Bartender. Perdonarán ustedes que no use la palabra en castellano, o sea, cantinero, pero desde que tengo uso de razón, misma que perdía en las barras de los bares y discos de Cancún (lugar donde descubrí mi afición por el alcohol), el fornido caballero que me servía los tragos adulterados se llamaba bartender.
Ser bartender por arte de magia te hace el guapo de la película. Véase a Tom Cruise en esa peli llamada Cocktail. Todo bartender, en su loca imaginación, es Tom Cruise. Y las chicas, ebrias o no, con la transpiración, deshidratación y sed apremiante, empiezan a ver al bartender parecido a Tom. Los hombres, en cambio, vemos al caballero de detrás de la barra con cierto respeto. El capitán encargado de llevar a buen puerto nuestras borracheras. Por eso, cuando era un adolescente, en las barras libres, nunca dejaba monedas de propina en la lata del bartender, mejor le regalaba una sonrisa y le pedía por favor (siempre por favor) si era tan amable de servirme otra cerveza, misma que con mucho gusto me entregaba, bien fría. Y si llegaba a darse el caso de que el bueno del bartender apuntara con la mirada o el dedo su lata para que yo apoquinara dándole más dignidad a su oficio, le decía que era mi última noche en la ciudad y que en unas horas tendría que mendigar para completar el pasaje de autobús para poder regresar a casa. Nunca fallaba mi técnica y tampoco un guiño cómplice del bartender que se apiadaba de mis miserias.
Si se fijan, otro dato a resaltar del bartender es que siempre tiene una sonrisa sincera y fresca que sólo regala a las chicas bonitas. También un vaso de plástico lleno de agua mineral con algo de vodka que va probando de vez en vez mientras con mirada de francotirador observa las incidencias de la fiesta. Siempre sobrio. Siempre profesional. Por eso, sólo los tontos le tienen compasión a un bartender. Y esos, son los tipos que se acercan a exigir una bebida y creen que porque pueden pagar todas las rondas de cervezas que quieran tienen derecho a obtener su bebida al instante. A estos tontorrones de pacotilla, el bartender les agita constantemente la latita de propina y luego los mira con ojos de ciego y le sirve otra ronda a la chica guapa o al chico tímido que están a un lado del imbécil de los billetes.
Un bartender es como un director de orquesta. El DJ pone la música y él hace mover a los parroquianos al ritmo que desea. Según le tercie. Por ejemplo, si así lo desea puede obrar el milagro de hacer sentir al chico más inseguro de la fiesta alguien de respeto; sólo tiene que asentarle un par de tragos saltándose a todos los chicos lindos que esperan sedientos y desesperados su bebida, guiñarle un ojo y listo, el chico que antes era un ratoncito va convertido en todo un león a la mesa de la chica de sus sueños que no puede evitar sorprenderse de la eficiencia de su insignificante pretendiente, mientras los otros posturitas se desgañitan con miradas de súplica, rogando por una cerveza para que su chica no se vaya a bailar a la pista con otro hombre más ágil en los menesteres de embriagarla.
Dicho lo anterior, si les resta paciencia aún, les voy a contar la noche que fui bartender.
Tengo un amigo, muy rico y exageradamente popular, que de vez en cuando ofrece fiestas en su casa, donde desde luego asisten las niñas más guapas de la ciudad. También los jóvenes más influyentes que el día de mañana manejarán los hilos de esta sociedad. En su casa tiene una barra donde pone hielo, botellas y todo lo necesario para que uno se emborrache de lo lindo. Lo único que hay que hacer es servirse uno mismo. También tengo otro amigo, forrado en billetes, cuyo sueño, idéntico al mío, es ser bartender. "Rodro, juguemos a ser bartenders", me dice mi amigo mirándome con el rostro de torero. "Venga", le digo y sacamos a tres metrosexuales de la barra diciéndoles que nosotros les servimos con mucho gusto sus tragos. Cinco minutos después la gente nos empieza a reconocer como los bartenders oficiales de la fiesta y todos hacen fila para que les sirvamos sus bebidas favoritas.
Como es natural en una fiesta privada no falta el listillo desesperado que entra sin permiso a la barra a servirse él mismo, entorpeciendo el buen ritmo con que mi amigo y yo despachamos a todos los invitados. "Wil, ven a ayudarnos", le digo a mi amigo Wil, que nunca antes había asistido a estas fiestas, y como no conoce a nadie (y nadie lo conoce a él, bendita su suerte), ni tampoco sabe hijo de quién es cada invitado, gustoso entra a la barra para desalojar a todos los ebrios desesperados. Diez minutos después nuestra eficiencia es absoluta. Y media hora más tarde descubro que amo este trabajo.
Las niñas más lindas me sonríen y me piden por favor que les sirva otra ronda. Más de una me sonríe más de lo debido. Sus novios, que no son tontos, me miran con desconfianza y ojos asesinos, y yo les sonrío amablemente y les pregunto que qué quieren tomar. A los que me siguen mirando feo les sirvo sus tragos con hielos y gusarapos que están tirados en el lodo. Naturalmente como en todo oficio hay sus inconvenientes, pues nunca faltan los déspotas y tontos que aporrean sus vasos exigiendo otro trago. A esos los ignoro de lo lindo hasta que piden clemencia y entonces les sirvo un trago fuertísimo (con lodo y gusarapos, desde luego) para que se emborrachen pronto y protagonicen un escándalo, sean hombres o mujeres, que en eso de la prepotencia no existe género. Tampoco faltan los buenos amigos con nobles intenciones que preocupados y sin conocer mis peregrinos sueños de ser Tom Cruise se acercan a la barra preguntando que qué coño hago ahí, que eso no es digno de un sujeto de tanta alcurnia como yo. Así que sonrojado les digo que sólo estoy ayudando a mi amigo para que salga chula su fiesta. Que en unos minutos salgo de la barra para pararme como ellos a mirarles el culo a las chicas lindas.
"¿Tienes servilletas?", me pregunta una chica hermosa como un ángel que en mi vida había visto, y eso es mucho decir porque en Campeche todos nos conocemos de vida y obra, aunque nunca hayamos cruzado palabra alguna. "Toma", le digo entregándole un paño mojado que estaba en el fregadero. "¡Qué asco!", dice ella y pone cara de asco, pero aún así sigue pareciendo un angelito hermoso. "Es sólo un trapo húmedo, mucho mejor que una servilleta", le explico. "Fuchi, me da asco", me dice con cara de fuchi. Le digo que no hay servilletas y me dice que no importa. "¿Tienes limones?", me pregunta. Le digo que para ella tengo todo lo que desee. Ella sonríe. Una sonrisa llena de dientes blancos, como seguramente sonreirían los angelitos en ese Cielo que te enseñan en el catecismo y en el cual no creo pero empezaré a creer. Reviso en las gavetas y no encuentro limones. "No hay limones", me dice Wil. "No hay limones", le digo al angelito. El angelito hace un puchero con la cara. Le sirvo un vaso con vodka y se lo entrego. "Cortesía de la casa", le digo. El angelito abre la boca sorprendida y descubro que su cerebro ha hecho corto circuito. "Olvídalo, fue un chiste malísimo", le digo. El angelito vuelve a sonreír. Le sonrío y luego le guiño un ojo aunque dudo que haya entendido mi chiste. Me jalan del brazo. De un empujón salgo proyectado fuera de la barra. "Rodri, sal de ahí", me dice una amiga con mirada dulce y amenazadora. "Fuera de aquí, disfruta de la fiesta", dice mientras me aparta de uno de mis sueños más anhelados. No la contradigo porque ella secretamente me gusta mucho. Sospecho que yo le gusto también. Pero como somos lo bastante inteligentes (en realidad sólo ella) nunca rebasaremos la barrera de la amistad, muy a mi pesar.
La gente baila en la sala que es una especie de pista improvisada de baile. Parado con mi vaso de vodka observo a todas las chicas que nunca serán mías. Al instante me arrepiento de no haber aceptado en su momento la oferta de un amigo político que me ofreció escribir a favor de su partido a cambio de ser un ganador como él y tener acceso a todas las bellas damas que se contonean a lo lejos. A unos metros de distancia descubro que el angelito me está mirando. Me acerco a ella. Le pregunto su nombre. Ella me pregunta el mío. Luego me pregunta cuál es mi apellido. No le suena muy rimbombante. Le digo que lo puede encontrar en la Sección Amarilla junto a otros cientos de miles de personas, que mi apellido es uno de los apellidos más comunes y corrientes de la ciudad. Ella sonríe. Cree que soy gracioso y que estoy bromeando. "Y dime, familiar de quién eres", me pregunta. "De nadie", le respondo. Ella abre los ojos grandes. Le digo que vi la puerta abierta y decidí entrar a la casa para conocer chicas lindas como ella y de paso hacerla de bartender porque un bartender siempre consigue a las chicas más guapas de las fiestas. Ella no sabe si sonreír o abrir los ojos más grandes. Opta por hacer ambas cosas mientras se despide con un toque de coquetería que sin lugar a dudas haría pecar al mismísimo Dios.
Regreso a la barra, pero sólo para servirme otro vaso de vodka. Al voltear descubro al angelito observándome fijamente y sé que esta noche seré más guapo que Tom Cruise.