La semana pasada, en un lapso récord de minuto y medio, tuve que atender el celular en tres ocasiones. "Rodri, qué horror, encontraron once cuerpos decapitados… aquí, imagínate, en Mérida", dijo mamá, y yo le corregí al instante diciéndole que en realidad eran doce los decapitados, que justo hace unas horas había leído la noticia en Internet. Diez segundos después entró la segunda llamada: "Rodri, ¿te enteraste de los once decapitados?". Ante la peligrosa posibilidad de que mamá pudiera padecer Alzheimer preferí no sacarla nuevamente de su error diciéndole que eran doce y no once los decapitados. La tercera llamada llegó de inmediato: "Rodri, no olvides que el sábado es el cumpleaños de tu abuelita. Ah, y cuídate mucho por favor, que andan decapitando gente por las calles". Esta última llamada fue tan breve y concisa que no tuve tiempo de recordarle a mamá que ya no vivo más en Mérida y que mis abuelas murieron hace años. Sin embargo, al quedarme solo en mi habitación, comprendí muchas cosas.
Toda mi vida la hice en Mérida, y probablemente lo que más me gustaba de esa ciudad era la extraña pero fascinante tradición de convertir en familiares consanguíneos a las personas que nos agradaban, sin importar el hecho de que las hayamos visto una sola vez en la vida y que no compartiéramos con ellas ni una frágil ramita de su árbol genealógico. Naturalmente, mi familia, como cualquier familia meritense que se diera a respetar, llevaba las cosas al extremo. Por ejemplo, en la primaria los niños con los que hacía ronda para ir al colegio no eran mis vecinos, sino más bien mis primos, por lo que sus mamás automáticamente se convertían en mis tías, y mi mamá en tía de mis amigos.
Este sistema de parentesco no-consanguíneo era muy simple de asimilar y fácil de sobrellevar para cualquier niño meritense, no así para el resto de los habitantes del país (exceptuando a los campechanos), en especial para los niños capitalinos que están locos y en vez de llamarle a los adultos por el nombre de tío o tía, lo hacen bajo el nombre de señor o señora (y de unos años a la fecha, por su nombre de pila, los muy groseros).
Recuerdo el caso de una novia que era del DF, que cuando iba a visitarme a Mérida sufría y se quejaba amargamente de los cientos de integrantes que conformaban mi numerosa familia. "Oye, me parece enfermizo que tu primo esté enamorando a tu hermanita", me decía con el rostro horrorizado. "Tranquila, en realidad no es primo", le sacaba de su error para que borrara de su semblante esa repugnancia tan característica en el rostro de los capitalinos cuando están de visita en una provincia; sobra decir que para convencerla (no del todo) de que mi familia era una familia decente y no una familia decadente y aficionada a las prácticas Borgianas había que recurrir al minucioso desmembramiento del árbol genealógico de la familia, molesta tarea que tomaba horas. "¿Y qué me dices de la novia de tu hermano, también me dirás que no es su prima?", preguntaba con renovados bríos de repugnancia al descubrir un posible caso de incesto. "Tranquila, no es el fin del mundo, tan solo son primos hermanos", mentía, pues está científicamente probado que dos de cada tres capitalinos sufre un derrame cerebral cuando intento convencerlos de que la novia de mi hermano en realidad no es su prima hermana sino… algo así como su prima hermana pero sin los lazos de sangre que podrían desembocar en la procreación de niños hemofílicos, retrasados mentales y/o deformes.
Otra situación incomprensible para amigos y ex novias capitalinas, era el típico caso meritense de la tercera abuela: "Óyeme, nadie puede tener tres abuelas, biológicamente eso es imposible…", me decían escandalizados. "Nadie puede", recalcaban para que quedara bien claro que habían aprobado biología en la secundaria. Desde luego, ellos ignoraban que cuando mamá era joven hizo buenas migas con una chica del trabajo. Fiel a las tradiciones, mamá adoptó a la madre de su nueva amiga como tía, del mismo modo que la señora adoptó a la nueva amiga de su hija como sobrina. Fue tanto el cariño que llegaron a tenerse la señora y la joven que sin darse cuenta empezaron a llamarse mamá e hija la una a la otra. Esta adopción de común acuerdo ocurrió muchos años antes de que yo y mis hermanos naciéramos, de ahí que creciéramos y viéramos con toda naturalidad la aberración natural de tener tres abuelas.
Hoy, que cumple ochenta y nueve años mi tercera abuela, comprendo lo que mamá no pudo decirme con palabras hace una semana. Quizás hemos empezado a ser demasiados en esta ciudad (aunque algunos solo la habitemos en recuerdos) y sin darnos cuenta le dimos la espalda a nuestras más arraigadas tradiciones transformándonos en extraños, habitantes de una ciudad donde los nietos de mamá algún día huirán con sus amigos en busca de tesoros escondidos en los dos o tres montes que aún quedan sin rellenar de concreto, y lo más probable es que sus aventuras sean inolvidables, tal como lo fueron en su momento para mis primos y para mí, con la diferencia de que nosotros cavábamos agujeros en la tierra con la certeza de que encontraríamos solo cofres llenos de lingotes de oro. |