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ACTUALIZADo 30 de diciembre de 2009

Esos payasos
No es secreto para ningún intelectual que no soy un escritor de verdad
por Rodrigo Solís
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No es secreto para ningún intelectual (o cualquier persona que se precie de serlo) que no soy un escritor de verdad. Sin embargo, los intelectuales, en un arrebato de magnanimidad o estupidez o quizás venganza, se empeñan en invitarme a los encuentros de intelectuales, mejor conocidos como encuentros de escritores o personas que aman escucharse a sí mismos delante de un micrófono.

El horror comienza días antes del encuentro.
-Buenos días, licenciado –digo, entrando a una de las oficinas del Instituto de Cultura.
El licenciado Cara de Sapo me mira de arriba a abajo como quien mira una enorme pila de basura, frunce el ceño y dice:
-¿Qué desea?
Le explico al licenciado Cara de Sapo (cuya obligación es la de apoyar económicamente a los intelectuales de la ciudad) que ciertos intelectuales de un Estado vecino del sur me han invitado a un encuentro de escritores.

-¿Cómo dijo que se llama? –pregunta el licenciado Cara de Sapo, utilizando sus mejores dotes histriónicos, fingiendo no conocerme, dándose aires de santo o acaso de ser un enfermo de Alzheimer; pues el señor Cara de Sapo (no nos engañemos, Ciudad Amurallada es un pueblo donde todo se sabe) confesó abiertamente que mientras la cultura recayera en sus manos, no importa que sea el segundo al mando, se encargaría de no darme un solo peso para subsidiar mi subversivo estilo de vida, pues según él va en contra de los intereses económicos, políticos y culturales de Ciudad Amurallada.

Digo mi nombre y vuelvo a explicar con detalle el motivo de mi visita:
-Yo y otros tres escritores hemos sido invitados a un encuentro de intelectuales.
El licenciado Cara de Sapo dice no conocerme a mí ni a los otros tres escritores que menciono.
-¿Seguro que ustedes son escritores? –pregunta.

Respondo que sí. Que he venido a solicitar un apoyo económico para poder realizar el viaje. El licenciado Cara de Sapo saca su batracia lengua, se relame los cachetes. “Finalmente te tengo donde quería, insecto, rogándome por unas migajas”, dicen sus ojos de sapo engreído.

-Mañana tienes el dinero –dice, conteniendo una sonrisa-. Regresa a esta misma hora.
Ingenuo, abandono la oficina. Llego a casa y confirmo vía mail la asistencia de la delegación de Ciudad Amurallada al encuentro de intelectuales del sureste.

A la mañana siguiente llego a la oficina del licenciado Cara de Sapo.
-Buenos días, licenciado –digo.
-¿Qué desea?
-Vengo por el apoyo para el encuentro de intelectuales.
-¿Quién es usted?
Este mismo diálogo se repite día tras día hasta que un día, mi paciencia tiene un límite, pregunto:
-Licenciado Cara de Sapo, ¿nos va a apoyar, sí o no?
-¿Cómo dijo?
-Que si nos va a poyar.
-No, no, repita lo primero que dijo.
-¿Qué cosa?
-Olvídelo. Vuelva mañana a esta misma hora.
Le doy las gracias al licenciado Cara de Sapo por hacerme perder el tiempo y voy directamente a la oficina de su jefe, el Director de Cultura. Dos minutos más tarde un contador me hace entrega oficial de un sobre color manila con el dinero para comprar los boletos de camión para el encuentro de intelectuales.
-El Director es un imbécil, un grandísimo imbécil –dice el licenciado Cara de Sapo cortándome el paso de la puerta de salida del instituto, dejando entrever en sus ojos hinchados que soñaba con ser la máxima autoridad de Cultura este nuevo sexenio; luego agrega, los ojos pantanosos, flamígeros: -Si yo fuera el Director de Cultura, jamás enviaría a unos payasos a representar la literatura del Estado.

San Cristóbal de las Casas se ha convertido en el epicentro de la cultura y sede del encuentro de los intelectuales del sureste. Quiero morirme. En la mesa inaugural un par de señores, uno con una bufanda enrollada al cuello en un nudo al estilo de los modelos italianos, el otro con un sombrero de ala ancha, se declaman mutuamente su amor, sin el menor pudor y compasión de los presentes que llevamos más de tres horas escuchándoles recitar poemas, leer reseñas literarias a sus libros hechas por grandes intelectuales como José Emilio Pacheco e historias melosas de su juventud.

-Aquí les tengo un breve poemario inédito –dice el intelectual de la bufanda enroscada en el pescuezo, levantando sobre sus hombros una pila de unas doscientas hojas-, pero no sé si están cansados.
-Para nada maestro, para nada –dice el intelectual del sombrero de ala ancha anticipándose a todo el público, que en unísono y soporífero lamento se resigna a pasar otras tres horas degustando las empalagosas mieles de la cultura del sureste.

De madrugada, ateridos de frío, nos reunimos en una posada para convivir todos los intelectuales. Es decir, emborracharnos e intercambiar puntos de vista culturales.
-Cuba y Fidel Castro son un ejemplo de soberanía y respetabilidad en América Latina –dice el intelectual del sombrero de ala ancha, mirándonos a la delegación de Ciudad Amurallada con ojos atravesados, inyectados de alcohol, arrinconándonos en una pared con su tufo de borracho incorregible.
Asentimos. No queremos problemas. Como alumnos descerebrados y obedientes decimos que sí, que Fidel es un santo, un ejemplo a seguir. El intelectual del sombrero de ala ancha, orgulloso de su perorata socialista nos relata la realidad de Chiapas y de México.

-El Subcomandante Marcos es un prócer, carajo –dice, y luego nos cuenta sus aventuras por la selva lacandona junto a su ídolo, por tres gélidas, largas e interminables horas más.

Naturalmente no todos los intelectuales del sureste son poetas socialistas y revolucionarios disfrazados con bufandas y sombreros de ala ancha que aman escucharse a si mismos. En el segundo día de lecturas, un jovencito de mirada apática, patibularia, un tanto atormentada, mesándose los cabellos de un modo feroz, balancea su cuerpo encorvado sobre una silla cual enfermo mental al tiempo que explica a la concurrencia que para él la literatura es una cosa extraña, paranormal, fantasmagórica, que llega a su cabeza sin ninguna explicación o razón y tiene la necesidad de expulsarla, exorcizarla, pues entre otras cosas odia su vida, tanto o más que la vida de todos quienes lo rodean. Luego se suelta a leer una historia oscura, llena de alegorías y simbolismos. No entiendo una sola palabra. Sospecho que tampoco ni uno solo de los presentes. En especial H, poeta tzotzil, que para matar el tiempo, sabio y astuto como un zorro, retrata en su cámara digital las partes más íntimas de las estudiantes de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, que infatigables y estoicas, permanecen de pie como estatuas soportando las lecturas de los intelectuales y ayudando a servir bocadillos y bebidas, y (sin sospecharlo) siendo un distractor más que efectivo para el público.

Toca el turno de W. El primer representante de Ciudad Amurallada. Los intelectuales del sureste desean saber cuál es el tipo de literatura que se hace en esa ciudad pequeñita y costeña, ubicada en la península sur de la república. Menuda sorpresa. Se escuchan murmullos. Aparecen algunos rostros azorados. Risas contenidas. W lee un cuento pornográfico dedicado a su mejor amiga. La historia va de un pasante de medicina que un día se ve en la encrucijada de no cargar con un condón en la cartera justo el día en que una apetecible jovencita desea ser poseída en un cuarto de hospital al vertiginoso ritmo del baile de caderas de Shakira. Nuestro héroe, para sorpresa del auditorio, resuelve la faena (al menos en ese momento) improvisando un preservativo: corta el dedo más largo de un guante de látex que encuentra en un cajón.

-Es imposible engañar a una mujer de ese modo –dice un intelectual al terminar de escuchar la historia.
-Sí, es la historia más inverosímil y estúpida que he escuchado en mi vida –lo secunda otro intelectual bastante indignado.

En la posada, al calor de las cervezas, en un rincón, W es acorralado por un intelectual (antes indignado) que lo interroga con toda suerte de preguntas calenturientas (entre ellas las medidas anatómicas, aficiones, perversiones y tipo de lencería que le gusta utilizar la chica que se dejó poseer en el cuarto de hospital) al tiempo que empuña, frota y masajea sus partes nobles escondiendo ambas manos en los bolsillos del pantalón.

J es el segundo representante de Ciudad Amurallada en entrar en acción. Su historia va de un poeta que nació con un pene microscópico. Diminuta verruga que le acarrea toda suerte de infortunios amatorios, entre ellos el abandono de su esposa. Por ello, sediento de venganza, decide someterse a una operación experimental no probada en humanos, peligrosa pero confiable, que le daría una anhelada, briosa y sana banana entre las piernas. Sin embargo, el resultado de la operación resulta literalmente monstruoso.
-Qué vergüenza que la literatura del sureste haya caído en la vulgaridad de la risa fácil –dice en su conferencia magistral el intelectual que huyó a la selva para no convivir con los seres humanos, mirando con ojos amenazantes de Chanoc a la delegación de Ciudad Amurallada.
Minutos más tarde, en un rincón del salón de conferencias, la mujer del intelectual que huyó a la selva para no convivir con seres humanos (salvo con ella), le dice en secreto:
-Pero bien que te reíste de la historia.
En la posada, al calor de los tragos de Comiteco, un intelectual con bufanda y un gorrito como los que usaba Justin Timberlake en el 2004, le confiesa a J que él también tiene un secreto.
-Más que la poesía, lo mío lo mío es la salsa –le dice el intelectual salsero al oído de J y se suelta a cantarle casi en un susurro “Los versos más tristes” de Pablo Neruda en una versión tropical-. Anda chaparrito, agárrame de la cintura, duro, con confianza, que no muerdo.

El tercer representante de Ciudad Amurallada es E. E lee un ensayo sobre cómo ganar premios literarios, específicamente los premios Jaime Sabines y José Gorostiza. Algunos intelectuales, paisanos de los poetas muertos, se indignan al ver asociados los nombres de sus maestros en un escrito que ha generado risas en la concurrencia, aunque en el fondo un poco decepcionados de que no se haya mencionado en la lectura la longitud de los penes de sus ídolos literarios.
-Maestro, ya en confianza –le dice un intelectual a E, cerveza en mano, en un oscuro rincón de la posada, la mirada braguetera- ¿quién cree que la tenga más grandota, Gorostiza o Sabines?

Como era de esperarse, mi lectura fue un fiasco. Desangelada. Llena de errores. La lengua se me enredó. Trastabillé. Tartamudeé. Sudé frío. Mis intestinos aullaron. Tuve unos súbitos retortijones. Me brinqué palabras, líneas, párrafos enteros. Un desastre colosal que culminó con mi escape del salón de conferencias dejando mi lectura a medias para beneplácito del auditorio que me vio salir huyendo como un demente.

Horas más tarde, en el Bar Revolución, las estudiantes de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, infatigables, estoicas y un poco ebrias, deciden abrir sus corazones y revelarnos un secreto:
-Desde la primera lectura de su delegación el coordinador del evento nos ordenó envenenar sus alimentos.
-Tranquilos –interviene otra estudiante-, palabra que sólo les pusimos la mitad de la dosis.
-Eso sí –dice una estudiante de cabellos morados-, deben prometernos que no dirán nada, ustedes calladitos, y de preferencia no se aparezcan esta noche ni ninguna otra en la posada, oficialmente están muertos.
-Ahora si nos disculpan –las estudiantes se levantan de la mesa-, nosotras nos pasamos retirar, justo ahora están reinaugurando en la posada “El Segundo Encuentro de Intelectuales de casi todo el Sureste”. Horrorizados, cada uno de los integrantes de la delegación de Ciudad Amurallada tomamos de las manos a la respectiva estudiante que nos había prometido dormir con nosotros esta noche.
-Discúlpenos –dice la estudiante que parece ser la cabecilla del grupo-, honestamente no nos gusta mezclarnos con payasos.

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