Los entendidos en la materia (entiéndase: sociólogos, economistas, politólogos, etcétera) dicen que en México alrededor del 80% de la población no paga sus impuestos porque los mexicanos somos bichos de mala entraña, unos tramposos. Mi teoría (llámenme loco) es que estos calificativos y porcentajes disparatados son puras pamplinas, lo que en realidad ocurre es que los mexicanos preferimos arriesgarnos a ir presos bajo el cargo de evasión fiscal antes que admitir que somos unos ineptos en eso de calcular los impuestos que por obligación debemos pagarle a nuestros gobernantes, para que a su vez ellos puedan mandar a estudiar al extranjero a sus retoños, regalarle las tetas nuevas que le prometieron a sus hijas al cumplir las dieciocho primaveras, la reconstrucción facial de sus estiradas esposas, las letras del departamento de sus amantes, etcétera.
-Señor Solís, ya le hemos advertido que usted mismo debe llenar su bitácora de impuestos.
-¿Quiere que le pague los impuestos o no?
La mujer gorda de detrás del escritorio reprime su furia, toma con virulencia mi bitácora de pago de impuestos, saca una calculadora y me pregunta balanceándose sobre la delgada línea entre la cortesía y la grosería cuáles fueron mis ingresos del mes pasado. Yo, que soy un buen ciudadano que paga puntualmente sus impuestos (de lo contrario me cobran un recargo o impuesto por no declarar a tiempo, haya o no tenido ingresos en el mes) saco de mi bolsillo un talonario de recibo de honorarios y se lo muestro a la mujer gorda.
-¿Es usted una persona física o moral?
-¿Perdón?
-Olvídelo… déme ese talonario.
Le entrego el talonario a la mujer gorda. La mujer gorda me mira con desconfianza y me pregunta si he sacado correctamente el 15% de IVA y las retenciones pertinentes del ISR e IVA.
-Oiga señora…
-Señorita
-Señorita, a diferencia de lo que usted pueda creer (la mujer gorda no deja de mirar alternativamente mi cabellera alborotada y el logotipo del carnaval del 98 estampado en mi camiseta llena de agujeros), yo sí que me quemé las pestañas cinco años en la universidad.
Naturalmente no fui yo quien calculó esos porcentajes incomprensibles para mi diminuto cerebro. Jamás fui bueno con los números en la escuela. Así que, cuando los periódicos y las revistas empezaron a exigirme recibos de honorarios, le pedí el favor a un amigo desempleado pero graduado en contabilidad que me salvara de ir prisión porque desde pequeño crecí viendo películas gringas donde a todos los mafiosos los encerraban en la cárcel por no pagar sus impuestos.
-¿Cuáles fueron sus gastos, señor Solís?
-Ni idea. Tenga
La mujer gorda reprime un impulso de reventarme una cachetada cuando esparzo sobre su escritorio una cantidad grosera de papeles que vacío de mi cartera.
-No me mire con esa cara, señorita. Un amigo contador me dijo que era legal evadir impuestos.
-Se llama deducir impuestos.
-Lo que sea. Dedúzcalos, por favor.
La mujer gorda, con rostro de satisfacción, me dice que para deducir impuestos sólo se aceptan facturas. Nada de notas.
-Señorita, el dueño del gimnasio al que voy me dijo que no entrega facturas, sólo notas. Léala, ahí esta mi nombre escrito, no le estoy mintiendo. Bien clarito lo puede leer.
-Mire, aunque esa nota del gimnasio fuera una factura, dudo que pueda deducirla.
-¿Por qué?
-Según parece, usted es escritor.
-No parece, señorita. Soy escritor.
Entonces inflamo el pecho como un pavo real y la mujer gorda también inflama el pecho, pero no como un pavo real, sino más bien como uno de esos mamíferos acuáticos que podría ser un león marino antes de aparearse.
-Señor Solís, ¿qué tiene que ver un gasto en el gimnasio con la profesión que usted desempeña?
-Mucho. Figúrese que soy un escritor muy versátil (miento), y de vez en cuando me encargan escritos sobre gimnasios (vuelvo a mentir).
-Dudo que el auditor se trague eso, porque en ese caso, sospecho que no es necesario pagar un mes entero en un gimnasio para hacer un escrito como los que usted realiza en media hora.
-Señorita, evite andar sospechando cosas. Para su información, hacer ejercicio es la fuente de mi inspiración; mientras levanto pesas me vienen las más fabulosas epifanías que me ayudan a escribir mentalmente los capítulos de mi novela.
La mujer gorda abre los ojos y la boca, ahora sí, como un león marino apunto de aparearse.
-Señor Solís, su recibo de honorarios es por artículos periodísticos, aquí lo dice bien clarito de su puño y letra en la casilla de concepto de pago, no veo nada que diga que le paguen por escribir novelas. Y si me permite agregar algo, así como lo ve, sólo estoy tratando de ayudarle; si le llegan a hacer una auditoría, Dios no lo quiera, y usted dice eso de recibir epifanías fabulosas mientras hace ejercicio, no lo encerrarán en la cárcel, no señor, sino en un manicomio. Pero en fin, ese es su problema, así que le recomiendo que le pida al dueño del gimnasio una factura.
-Ya le dije que el dueño del gimnasio me dijo que no maneja facturas.
-Y yo ya le dije que no acepto notas. Nada más facturas.
-¿Qué significa eso? ¿Qué el dueño del gimnasio no paga impuestos?
-Sí paga impuestos. Lo que ocurre es que seguramente está dado de alta en Hacienda como pequeño contribuyente.
-Pero sí el gimnasio es muy grande y siempre está lleno de gente y de periodistas. Además, el dueño es senador o regidor del PRD. O algo así. Ni más ni menos quiere ser el futuro gobernador de Campeche. El tipo no puede ser un pequeño contribuyente.
-A la hora de pagar impuestos todos somos iguales. No hay preferencias.
-Ya lo veo, en ese caso quiero ser como él, así que por favor, déme de alta como pequeño contribuyente.
-Señor Solís, usted es escritor.
-Pero muy pequeño, señorita. Insignificante. Nadie me lee. Es un milagro que yo esté aquí. Los dueños de los periódicos se deschavetaron al insistir en pagarme.
La mujer gorda pone los ojos en blanco. Respira profundo, sigue revisando los papeles que dejé sobre su escritorio y me dice que las facturas de gasolina tampoco sirven.
-¡¿Cómo que no sirven?!
-Tranquilícese, señor Solís. O llamo a seguridad.
-¿Sabe cuánto me cuesta la gasolina?
-No, no lo sé. No tengo coche.
-Pues entérese, mucho dinero. Así que deduzca la gasolina.
La mujer gorda me explica (de buena gana, al parecer su estado de ánimo dio un giro de 180 grados al presenciar mis desgracias) que por ley ahora hay que pagar la gasolina con tarjeta de débito o crédito u otro medio electrónico. Nada de efectivo. Una medida astuta del gobierno para que la gente no deduzca impuestos con notas de gasolina que no son suyas.
-Señorita, le juro por las cenizas de mamá que las notas que facturé son mías.
-Su mamá no está muerta.
-¿Cómo dice?
-Nada.
Le explico a la mujer gorda que la gasolinera donde cargo gasolina no acepta tarjetas. Sólo dinero en efectivo.
-Pues cargue gasolina en las gasolineras del grupo GES.
-¿Grupo GES?
-Las que son propiedad del señor Juan Camilo Mouriño.
-Creí que dijo que no tenía coche.
-Sólo le estoy tratando de ayudar.
-Pues no parece, no voy a gastar toda mi gasolina para ir hasta las gasolineras del señor Mouriño, que por misteriosas causas usted me está recomendando en este preciso momento.
-No le estoy recomendando nada, así que haga usted el favor de hacer lo que le plazca, pero estas facturas de gasolina donde al parecer usted despilfarra todo su mísero sueldo, no sirven para deducir sus impuestos.
Me pongo colorado. Me indigno y en mi mente digo muchas palabrotas. La mujer gorda se relame los bigotes. Puede que me este volviendo loco de la rabia pero la mujer gorda parece estar excitada. Sin embargo, lo que ella no sospecha es que tengo un as bajo la manga. De la cartera saco una factura. Nuevecita. Con los datos de mi RFC perfectamente escritos en ella.
-¿Qué es eso?
-Mi pasaporte a no pagar impuesto este mes, señorita.
La mujer gorda mira la factura y se le ilumina la cara como un sol.
-Temo desilusionarlo una vez más, señor Solís.
-¿Por qué?
Palidezco. La mujer gorda sonríe. Me dice que todas las facturas mayores a dos mil pesos tienen que pagarse con tarjeta de débito o crédito. O algún otro medio electrónico.
-Señorita, ¿qué clase de regla estúpida es esa?
-La que marca la ley.
-Nadie me informó de ella.
-Ese no es mi problema, corazón.
-¿Cómo dijo?
-Nada.
Miro la factura y le digo a la mujer gorda que la factura es de dos mil pesos. Ni un centavo más, ni un centavo menos. Así que tiene que deducirla porque claramente dijo que sólo las facturas mayores a dos mil pesos tenían que ser pagadas con tarjetas de débito, crédito u otro medio electrónico.
-Señor Solís, deje de poner palabras en mi boca que no he dicho, le dije claramente que las facturas a partir (hace énfasis en la palabra a partir como si yo fuera un retrasado mental) de dos mil pesos no pueden deducirse. Y esa factura donde compró la pieza de su carcacha dice que es de dos mil pesos. Así que ni hablar.
-Déjeme ver si entiendo: lo que usted esta diciendo es que si mi factura hubiera sido de mil novecientos noventa y nueve pesos con noventa y nueva centavos, todo estaría en regla y podría deducir mis impuestos.
-Afirmativo.
-¿Eso significa que lo que usted pretende es que yo vaya con el mecánico, mismo que casi me mete la llave de tuercas en la garganta cuando le pedí una factura, y le diga que por favor regrese a la tienda de refacciones para que pida una factura nueva por menos de dos mil pesos? ¿Acaso usted nunca ha ido al mecánico?
-Señor Solís, creo haberle dicho que no tengo coche.
La mujer gorda baja la mirada y con suma satisfacción sigue revisando mis notas y facturas. Al parecer se apiada de mí.
-Esta parece funcionar.
-No me diga, señorita.
-Sí le digo, señor Solís.
-Vaya, pues dedúzcala.
-Momento. ¿De qué es esta? No alcanzo a distinguir casi nada.
-Es una factura de una tarjeta de tiempo aire de celular.
-Uy, no distingo nada.
-Es de doscientos pesos. La factura la pedí en la tienda matriz de Telcel.
-Grave error; el papel en donde imprimen estas facturas se borra enseguida.
-¿Qué quiere decir con eso?
-Que los números se borran.
-¿Y qué hago, le echo una llamada a Carlos Slim para que mejore la calidad de su papel?
-Señor Solís, por más que quiero ayudarlo usted no se deja. Le estoy advirtiendo que ésta factura de celular se borra. Lo que significa que dentro de cinco años, que es el tiempo que tiene que guardar bajo llave todas sus facturas hasta que los auditores vayan a visitarlo para comprobar que usted es un buen ciudadano que está pagando sus impuestos, la factura no será más que una hoja en blanco.
-¿Debo guardar mis facturas durante cinco años?
-Cinco años.
-Ni siquiera guardo los e-mails de mis ex novias de hace un par de años.
-Eso es porque sus ex novias no lo pueden meter a la cárcel por ser un ciudadano irresponsable.
-Señorita, ¿me está usted amenazando?
-Ignoro de qué me habla, señor Solís.
-A la mierda, yo me largo de aquí.
-Momento.
-¿Qué?
La mujer gorda revisa las últimas facturas que quedan sobre su escritorio.
-Olvídelo.
-¿Qué, que olvide qué? ¿Qué hay de malo con esas facturas?
-Aquí dice que son de mensajería.
-¿Y?
-¿Eso qué tiene que ver con su trabajo de escritor?
-Señorita, ¿cómo cree que envío mis recibos de honorarios a los periódicos?
-¿Apoco usted publica fuera de Campeche?
-¿Usted qué cree?
La mujer gorda cierra los ojos. Luego los abre y se me queda mirando con una mirada torva y peligrosa que me eriza los pelos de la nuca como si yo fuera una foca bebé.
-Señor Solís, le voy a confesar algo. Así que preste mucha atención a mis palabras. Mucha atención.
La mujer gorda agarra todas mis facturas, las hace cachitos y las arroja al bote de la basura, todo esto sin dejar de mirarme con sus ojillos negros de león marino asesino.
-Yo creo que eres un farsante, Rodriguito. Un administrador fracasado dándose aires de grandeza intelectual. ¿Sabes cuantos años estudié letras para terminar en un cubículo de mierda como este? Los rusos me dejaron parcialmente ciega. Dostoyevski, Tolstói, Gorki. Me leí todos sus malditos libros interminables. De cabo a rabo. Si el mundo fuera un lugar justo, gente frívola y sin talento como tú, que no hace más que ver televisión yanqui, es la que debería estar ocupando mi silla. ¿Acaso no estudiaste para eso, para ser un licenciado en administración? En este instante, en este preciso instante, si el Presidente fuera una persona inteligente, debería aprobar una ley para encerrar en las mazmorras a todos los listillos como tú, que andan cobrando dinero a expensas de una profesión para la cual no tienen ni un papel que les avale que son aptos para ejercerla. Y una cosita más. Crees que porque te publican fuera de Campeche puedes andar ventilando tus vergüenzas familiares. Vergüenza te debería dar. Si yo fuera tu mamá, esa mujer estirada que se da aires de realeza, te cortaría las manos. Sí, te las cortaría. Y otra cosa más. Ni creas que no estoy al corriente de que publicas en todas las revistas de cotilleo de Campeche. Y dime una cosa, ¿dónde están esos recibos de honorarios? No los veo sobre la mesa. ¿Acaso los campechanos no somos lo suficientemente importantes para que nos cobres? Te doy mi palabra que te voy a encerrar. Y no por la evasión de pago de impuestos, no señor, por el daño irreparable que le haces cada semana a la literatura. Te juro que un día lo vas a pagar caro. De eso me encargo yo, querido Rodriguito.
La mujer gorda se queda callada. Abre un cajón de su escritorio, pero antes de averiguar si es un puñal o una pistola lo que sacará del cajón, me levanto y salgo disparado de las oficinas de Hacienda. Corro como un loco por las calles del centro rumbo al banco. Entro al banco. Tomo mi ticket de turno. La pantalla me informa que me ha tocado la ventanilla número uno. Agitado, le digo buenos días a la señorita de la caja número uno. La señorita de la caja número uno me sonríe y me dice:
-Ánimo, señor Solís, quite esa cara. Todos tenemos que declarar nuestros impuestos alguna vez en la vida.