Enciendo la televisión y un periodista gordo (gordo como todos los periodistas campechanos que aparecen en la televisión y que no cesan de humillarme año tras año al vencerme en el premio estatal de periodismo) condena a todos los votantes que piensan votar en blanco.
-El voto es una obligación –dice otro periodista igualmente equivocado, mofletudo y dueño de un vientre de dimensiones escandalosas.
Entro a Internet y en el Facebook y en el Messenger cientos de cibernautas que creen ser mis amigos (nunca imaginé ser tan popular) me animan a votar mediante frases del tipo “¡VOTA azul, rojo, amarillo, verde, morado o cualquier color, pero vota!”.
En la radio, consumados analistas políticos arengan a los radioescuchas a votar, sus palabras son tan profundas y sus voces tan graves que me hacen sentir culpable por el deseo que tengo de quedarme durmiendo en casa todo el domingo cuan largo es.
Llega el domingo. Pese a pronóstico, despierto temprano. Groseramente temprano gracias a un misterioso número que me envía un mensaje de texto al celular donde dice que hoy es día de elecciones y tengo que salir a votar. ¿Acaso para eso quería el Presidente de la República que registráramos todos nuestros números de celular ante gobernación, para recordarnos como niños de kinder que tenemos que salir a ejercer un derecho opcional que durante meses vienen diciéndonos por todos los medios de comunicación posibles que si no votamos somos unos ciudadanos desnaturalizados?
Andy Roddick y Roger Federer se van a un quinto y último set y llega otro mensaje de texto de otro número misterioso que me invita a votar, tal cual si intuyera que mi deseo es el de quedarme en casa toda la mañana viendo probablemente uno de los partidos más dramáticos y emocionantes de la historia de Wimbledon. Entonces imagino que soy Roger Federer, espigado, delgado, sobrio, un caballero, es decir, Roger Feder en toda la extensión de la palabra, no yo, porque ni en mis fantasías más osadas puedo imaginarme a la persona impresentable y mamarracha que soy sosteniendo un trofeo que me acredite como el número uno. Mi mente sabe la clase de buhardilla donde habita, un cuchitril oscuro, lleno de temores y de dudas. Un lugar poco fértil para la luz y la gloria.
Aparece una estadística en pantalla y descubro que Roger es un año menor que yo. Entonces, mi mente que es malvada, se pregunta qué hubiera pasado si desde pequeño me hubiera gustado el tenis tanto como ahora. ¿Acaso hubiera entrenado las horas que fueran necesarias hasta perfeccionar mi juego como el de Federer? Imposible, pienso, como Roger solo hay uno. Federer gana su decimoquinto título de Grand Slam y Woody Allen lo observa extasiado desde las butacas del graderío. Me imagino (con el cuerpo de Roger) dedicándole el triunfo a mi máximo ídolo, diciendo micrófono en mano:
-Señor Allen, este trofeo es para usted, gracias por regalarnos las películas más hermosas y divertidas del mundo. Por favor, no se muera nunca.
Otro mensaje de texto de otro número misterioso me saca de mis ensoñaciones. Vuelve a incitarme a votar. ¿Acaso debo votar?, me pregunto sin salir de mi hamaca. Y de hacerlo, ¿por quién debería votar? Lo ignoro, pero debo hacerlo por alguien, por quien sea, tal como me dijeron mis amigos cibernautas, los pantagruélicos periodistas de la televisión, los renombrados analistas políticos de la radio y los propios políticos aspirantes a algún escaño, de lo contario, sería yo una persona antidemocrática, funesta e inservible para mi patria.
Permanezco en posición horizontal y una interrogante asalta mi mente: ¿Debo votar por el partido perpetrado en el poder por casi una centuria, entregarles mi voto a esos señores que me han amenazado, censurado y negado sistemáticamente todo tipo de becas para dedicarme al desdichado oficio de las letras de tiempo completo; o quizás deba votar por el partido de ultraderecha cuyos acaudalados y empresarios seguidores un día (destilando alcohol en una fiesta) me ofrecieron una cuantiosa suma económica (y luego sabiamente olvidaron llamarme) para escribir los discursos de su candidato; o puede que deba votar por el partido ecológico (entiéndase el partido de las luminarias de Televisa) que aboga por la pena de muerte al animal más peligroso que habita en la Tierra (entiéndase el ser humano) y que entierra vivos a sus candidatos como semillas humanas en terrenos baldíos para que estos resuciten al tercer día cual Jesucristo convertidos en la mejor opción política; o por último, en los partidos de izquierda cuyos candidatos son empresarios o en su defecto unos indios analfabetos con machetes?
Pudo más el sentimiento de culpa. Un sentimiento de culpa del cual me arrepiento al verme flanqueado por gente sudorosa que ingenuamente creyó que nadie iría a las casillas de votación a la hora de más calor de la tarde.
Media hora después, entro goteando a la casilla. En un arrebato de irresponsabilidad ciudadana, anulo mi voto. Escribo en la boleta de gobernador, de diputado local y de diputado federal el nombre de mi candidato preferido, es decir, Don Perro. Simpático, sátiro y truhán canino de caricatura que inventó mi amigo escritor y caricaturista Juan Manuel García Magaña para satirizar y denunciar masivamente los usos y costumbres de la política campechana con una maestría propia de los genios.
En la última boleta, decido no ser del todo un ciudadano irresponsable. Para el puesto de presidente municipal voto por el papá de un buen amigo con el que me he emborrachado hasta el amanecer, intercambiado libros y compartido los mismos gustos en mujeres. Voto por ese señor de cabellera cana no porque haya ido a su casa a emborracharme y abusado de su hospitalidad, sino porque creo que es el candidato idóneo para gobernar una ciudad ingobernable. Además de que me prometí a mi mismo que votaría por el primer político que en sus cartelones que inundan los postes de las calles apareciera sin sonreír como un imbécil profesional. Sí, así de fácil puede ganarse mi voto un candidato.
Tacho con orgullo el nombre del papá de mi amigo y al salir de la casilla sospecho que lo he sentenciado a una derrota avasalladora porque es bien sabido que sobre mi cabeza pende una nube negra que suele ser contagiosa.
Regreso a casa. Para disipar mis malos presagios le pregunto a la muchacha si votó por el papá de mi amigo.
-El voto es secreto –dice.
-Anda, dime –suplico con ojos de cachorro-. No se lo voy a decir a nadie.
-Ay, Rodri, la verdad la verdad… -dice ella haciendo una pausa telenovelesca- no voté por el papá de ese su amigo.
-¿Por qué? –pregunto escandalizado.
-Pues la verdad la verdad, pues por pesado. Fue a mi colonia y fue el único que no quiso bailar reggaeton como los otros candidatos bien buenas gentes.