Un día, me prometieron que ganaría el premio estatal de periodismo luego de que, en el certamen donde me ignoraron y humillaron, le entregaran el jugoso cheque a un periodista de verdad, de esos que escriben en los periódicos y aparecen en la televisión diciendo que nuestros políticos (dueños de todos los periódicos y canales de televisión) hacen muy bien su trabajo, pero que, sin embargo, por causas misteriosas seguimos hundidos y condenados a vivir en la pobreza.
-El próximo año tienes mi voto –me dijo uno de los tres jueces del jurado, alentándome a no desfallecer en mis intentos por ser un escritor respetado.
Un día, en un bar del malecón me topé con otro juez del jurado del premio estatal de periodismo, premio donde me humillan e ignoran sistemáticamente. Éste señor, cerveza en mano, me dijo, guiñándome un ojo (lo que interpreté como una clara e irrefutable señal de que contaría con su voto):
-Este año seguro ganas.
Pensé: si las matemáticas son una ciencia exacta, es imposible perder este año el jugoso cheque que me otorgará la tan anhelada, efímera y engañosa respetabilidad en el medio de los intelectuales.
Un día (fecha límite y faltando una hora para el cierre de inscripciones al premio estatal de periodismo), camino a la Notaría Pública No. 2, tuve un impredecible y sorpresivo ataque de diarrea que abordó mis intestinos en mitad de la calle 61 del centro histórico de la ciudad. Pegado a la pared de una casona, bañado en sudor frío y presa de escalofríos, sopesé las únicas dos posibilidades que tenía: correr en dirección a la notaría y registrar mi escrito y ser de ahora en adelante un escritor respetado que se caga en sus pantalones frente a las secretarias y a los notarios públicos, o, acción por la que me incliné, correr en dirección contraria a la notaría y seguir siendo el pobre diablo que soy pero que llega justo a tiempo al estacionamiento para cagarse en sus pantalones en la privacidad de su coche.
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Un día, uno de mis mejores amigos no pudo asistir a un encuentro de escritores en Villahermosa debido a que en su trabajo no le dieron licencia para ausentarse tantos días, así que el gobierno del Estado no tuvo más remedio que enviar a tan magno evento a un forastero impresentable como yo a que dejara muy en alto el nombre de la ciudad amurallada.
Un día (el del magno evento), para mitigar mis nervios y evitar que se durmiera el teatro entero, atiborrado hasta la última butaca de intelectuales y gente respetable de la política villahermosina, hablé de casi todos los lupanares, adefesios arquitectónicos, personajes rocambolescos e imposibles que aparecen en la televisión y/o en las calles de la ciudad donde vivo, ciudad que, dicho sea de paso, es Patrimonio Cultural de la Humanidad, galardón internacional obtenido a pulso, tal vez, precisamente por esconderle en sus guías turísticas a la UNESCO dichos lupanares, adefesios arquitectónicos y personajes rocambolescos e imposibles.
Un día, en un bar del centro de Villahermosa, borracho hasta el tuétano gracias a los viáticos que generosamente me brindó el gobierno del Estado, el director de una revista de fama nacional (o mejor dicho, conocida sólo por cierto círculo de intelectuales) tuvo la disparatada idea de sacarme del anonimato al querer publicar un escrito mío en su famosa revista.
-Tengo el título perfecto para tú escrito –me dijo muy orgulloso de él mismo.
Un día, la revista de fama nacional apareció y circuló sin pena ni gloria como lo hace cada dos meses en algunas pocas librerías del país, salvo en la ciudad amurallada, donde el gobernador del Estado, al enterarse de la existencia de una revista (subsidiada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) que tuvo la osadía de promocionar en su portada una guía turística para NUNCA (con mayúsculas y en negritas) visitar el Patrimonio Cultural de la Humanidad que él gobierna, montó en cólera y ordenó a sus esbirros de arte, cultura y turismo que retiraran inmediatamente la insidiosa, perversa y maligna revista de todos los anaqueles de las librerías (que en realidad sólo era un anaquel).
Un día, un misterioso señor, ferviente y ardoroso admirador de su ciudad, logró hacerse de la revista censurada y no dudó en mandarme a un mensajero para decirme lo siguiente:
-Tienes 48 horas para abandonar la ciudad o atente a las consecuencias.
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Un día, en un bar que está frente al Teatro Juárez de Guanajuato, en un encuentro de escritores al que me invitaron por equivocación, la directora de una editorial donde publican a las máximas promesas jóvenes de la literatura mexicana me miró con cierto ardor en las pupilas y, acariciando mi pierna por debajo de la mesa, dijo:
-Dame el borrador de tu novela para que te la publique.
Para celebrar fuimos a La Dama de las Camelias, bar donde tuve la imprudencia o mal tino de hablar con una bella chica que se me acercó y me aseguró que además de tener afición por la actuación se dedicaba todos los días (sin excepción) a leer mi blog. No pude o no tuve más remedio que coquetearle y emborracharme toda la noche con ella, pues sólo las grandes actrices pueden mentirle y subirle la autoestima a la estratósfera a un pobre diablo con tan singular maestría.
Un día le entregué el borrador de mi novela a la directora de la editorial de jóvenes promesas de la literatura mexicana. La directora, con las pupilas aún ardorosas (pero desgraciadamente con un ardor muy distinto al del otro día) dijo que lo leería con calma llegando al DF.
Un día (el último día del encuentro de escritores), encontré en el basurero del lobby del hotel una carpeta con las hojas del borrador de una novela.
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Un día, mis famosos, galardonados y cosmopolitas amigos escritores, ebrios y eufóricos, me llamaron al celular requiriendo mi presencia en un encuentro de escritores en Mérida, o mejor dicho, en un bar de la ciudad de Mérida. Obediente, manejé como un suicida por la carretera de la muerte rebasando camiones de doble remolque en un tiempo récord. Al calor de las copas la organizadora del encuentro de escritores se disculpó por no haberme invitado al evento.
-Te prometo que el próximo año serás mi invitado de honor en Xalapa –dijo y furtivamente acarició mi pierna por debajo la mesa.
Esta vez no pensaba desperdiciar mi oportunidad. Al precio que fuera llegaría a ser un escritor famoso, galardonado y cosmopolita como mis amigos escritores. Deslicé mi mano por debajo de la mesa: agarré una pierna firme, tersa, atlética, que contradecía por completo el rostro lacerado por las arrugas y el traqueteo de los años de la organizadora del encuentro de escritores; sólo entonces descubrí mi fatídico error: una jovencita aspirante a escritora, para mi sorpresa (supongo estaba borracha) en vez de ofenderse, entrelazó su mano con mi mano traviesa.
Un día entré al blog de uno de mis famosos, galardonados y cosmopolitas amigos escritores. Con horror descubrí las fotos de todos mis demás famosos, galardonados y cosmopolitas amigos emborrachándose en un bar de Xalapa.
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Un día, una fantástica escritora me invitó a un bautizo. Al calor de las copas le insinué que una buena idea sería escabullirnos de la fiesta y pasar la tarde en un lugar más privado. Animada por los casquivanos efectos del alcohol aceptó, aunque eso sí, me aclaró que no le gustaba hacerlo con hombres.
-Pero bueno, siendo gay como eres –dijo- supongo será como acostarme con una mujer.
-¿Cómo sabes que soy gay? –le pregunté estupefacto.
-Por tu blog –dijo muy segura de sí misma-, es lo más gay que he visto.
Un día, en un bar lleno de hombres de dudosa heterosexualidad, una escritora alcoholizada me dijo que tenía curiosidad de hacerlo con un gay.
-Falta de confianza –me aventuré a decirle.
Metidos en mi volcho, sacó unas bocinas que conectó a su celular.
-Escucha esto –dijo-. ¿A poco no es lo máximo?
-Sí, es lo máximo –dije sin entender una sola palabra de lo que cantaba el grupo mexicano.
-Canta conmigo –dijo la escritora.
Estaba atrapado, mi mentira saldría a flote, sin embargo, la suerte del borracho apareció: balbuceé palabras inexistentes que bien podrían ser tomadas del esperanto, y la afiebrada escritora, excitada y equivocada al creer en mi fanatismo por el grupo que ella admiraba, me pidió que la llevara a un motel.
Un día, en una conocida disco de la ciudad, se me acercó un intelectual, hijo de un respetado político, y me metió la lengua en el oído. Por reflejo, lo empujé. El intelectual, indignado, humillado, herido su honor, me miró con rencor y me dijo que se vengaría de mí.
Un día, una escritora que admiro mucho, fanática de las mujeres, de buenas a primeras me retiró el habla. Dos horas después, otra escritora, fanática de cierto grupo mexicano que odio, me dijo que era un hijo de mil putas. Tres horas después todas mis furtivas amigas negaron conocerme. Al final del día el editor del periódico para el que trabajaba me dio la noticia de que debía prescindir de mis servicios por ciertas aficiones mías que iban en contracorriente de la moral y valores del periódico.