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actualizado 10 de agosto 2010

Los niños la tienen más fácil
“Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres.” Pitágoras
Por Rodrigo Solís

El fin de semana pasado, sin proponérmelo y a horas en que mis sobrinos todavía están viendo a Bob Esponja en la tele, terminé viendo una porno en el Golden Choice. Perdonarán ustedes que comience este escrito sonando como un anciano a mis veintisiete años, pero en mis tiempos dar con una chica desnuda en cualquier medio, en verdad que era una odisea.

En las telenovelas, por ejemplo, la escena más escandalosa que llegamos a presenciar fue cuando desvirgaron a Bibi Gaytán en Baila Conmigo, evento que todos tuvimos que imaginar ya que, tras besarse la protagonista con el malvado de Bruno (Rafael Rojas), la toma de la cámara se dirigió hacia el techo de la habitación sugiriéndonos lo peor y cortándonos la inspiración, pues al instante hicieron acto de presencia los comerciales, curiosamente uno de detergente de ropa, cuyo vocero era un anciano que hacía movimientos feroces y circulares con la mano mientras le decía <<chaca chaca>> a un ama de casa.

Tras la publicidad, la telenovela continuó con Bibi dentro de la regadera, con tomas muy cuidadas que no dejaban ver más que sus hombros descubiertos que frotaba con jabón mientras sendos lagrimones le escurrían por las nunca más castas mejillas, en señal inequívoca de que la chica se sentía sucia por haber entregado su tesorito a semejante rufián (dato anecdótico: al parecer el jabón tenía poderes mágicos, porque Eduardo Capetillo, galán y protagonista de la telenovela, perdonó a la desvirgada de Bibi, y no sólo eso, sino que se casó con ella tanto en la telenovela como en la vida real. Aún siguen casados, ignoro si felices, pero casados al fin, hecho insospechado en esta sociedad moderna donde pareciera que le pagan a uno por divorciarse a la semana de casados).

Regresando al tema, en cuanto a las revistas de cotilleo, lejos estaban de ser el paraíso terrenal que son hoy día para los puñeteros adictos a los portafolios de Niurka Marcos, pues en los tiempos a los que me remonto, el máximo de piel al que se tenía acceso era con el que Thalía erotizaba a medio mundo, apareciendo retratada con una minifalda y un brassiere de mangas largas repleto de flores; fotografías que causaban desde luego el escándalo en los adultos que se quejaban diciendo: <<¿A dónde iremos a parar?>>, y nosotros parábamos en la clandestinidad de una casa abandonada hojeando nuestra primera revista Playboy, que siempre algún buen samaritano tenía a buen recaudo robarle a su hermano mayor; publicación que nos dejaba babeando y ansiosos por conocer a una mujer desnuda en vivo, o al menos en movimiento. Así que el paso evolutivo y natural era ir al videoclub más recóndito de la ciudad (donde ingenuamente uno creía que no se toparía con algún conocido) a rentar películas pornográficas, que por esas cosas maravillosas que tenían los años ochentas y principios de los noventas, siempre terminaba siendo parodias de películas de superhéroes como Splatman o Sperman.

Con manos sudorosas y ojos como platos, todos nos reuníamos frente al televisor expectantes y dispuestos a absorber como esponjas lo que los buenos señores de la industria del porno pudieran enseñarnos. Gatúbela y Batichica terminaban enfrascadas en un lengüeteo y toqueteo tal, que después de aquello ya no se les podía ver y leer con los mismos ojos en las historietas. Finalizada la función venía lo más bonito, cuando por fuerzas paranormales que todo hombre ha experimentado en alguna ocasión de su vida (me refiero a quien vivió en la época de las BETAMAX), ocurría que la cinta de la película invariablemente se atoraba dentro de la videocasetera, como si las BETAMAX hubieran sido diseñadas por nuestros padres para meternos el susto y lección más terrible de nuestra calenturienta mocedad.

Más de uno en su desesperación por no ser descubierto y tachado por sus progenitores de degenerado sexual, se planteaba la encrucijada de “eres tú o soy yo”, y acto seguido la videocasetera salía disparada por la ventana del segundo piso para aterrizar haciéndose añicos contra el suelo. Quienes tenían la fortuna de tener hermanos menores (como muchas personas que conozco), lograban salir ilesos de tal acto vandálico, sin importarles que años después el pobre de Pepito o Rodriguito (por mencionar nombres al azar) crecieran con un delirio de persecución incurable.

Los niños y jóvenes de mi época definitivamente la teníamos en chino, pues había que esperar a que nuestros papás se durmieran para poder rasgar los ojos como orientales y ver si de esa manera podíamos vislumbrar alguna teta entre la estática de los canales porno bloqueados cuando recién entró el cablevisión. Luego llegó el Internet, y desde su nacimiento sabíamos perfectamente para lo que serviría: pornografía gratis.

Claro que el Internet de antes no era como el que hoy conocen los jóvenes. Para bajar la foto de alguna celebridad desnuda (que siempre resultaba ser un fotomontaje de la peor calaña) tenías que esperar eternas horas frente al monitor, y justo cuando estaban por aparecer las celebres tetas, ¡pam!, se cortaba la conexión a Internet porque mamá necesitaba hacer una llamada telefónica urgentísima para contarle el chisme más reciente de la semana a la vecina, porque antes, aunque no lo puedan creer los jovencitos, el invento de Satanás funcionaba solamente por vía telefónica.

Ahora las cosas son muy distintas: todos crecimos, e incluso algunos tuvieron el valor o el accidente de reproducirse para entregarle en herencia a sus retoños este fantástico mundo moderno y virtual que les da la posibilidad de que tener su primera experiencia erótica sea tan fácil como dar un clic, y observando no sólo a una mujer desnuda, sino a varias, siendo presas de penetraciones triples (por el mismo orificio, no se confunda, que aquí todos somos unos caballeros), y a uno no le resta más que repetir exactamente lo mismo que los adultos de mi época: <<¿A dónde iremos a parar?>>, con la diferencia de que ahora sí que tenemos bien clarito cuál será nuestro trágico destino.

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