A pocos días de que un país surrealista e imposible como México celebre su tan cacareado bicentenario de Independencia, y su no menos cacareado centenario de la Revolución, los mexicanos, místicos y amantes de la superchería, esperábamos que este 2010 fuera digno de quedar grabado con letras doradas en los anales de nuestra historia, ya fuera por una hazaña épica o por un memorable baño de sangre.
La hazaña épica puede esperar otros 100 años, muy a pesar de que Javier Aguirre, cual héroe patrio (elija el de su preferencia), en pleno Paseo de Reforma, el dorado Ángel de la Independencia a sus espaldas, nos arengara a dejar el sarape y el sombrero, o sea, el tercermundismo, y salir a las calles como guerreros emplumados aztecas a bebernos hasta la última gota de cerveza de los bares, pues él, símbolo patrio de carne hueso, escoltado por 22 machos mexicanos, conquistarían la Copa del Mundo.
Dato curioso: si hace 200 años hubiéramos hecho oídos sordos al cura pelón, al hombre de la pañoleta y a otros señores de bigotes y patillas largas, ahora mismo seríamos los borrachos más felices del mundo.
En cuanto al baño de sangre, para tranquilidad de mamá y otras señoras recatadas, sólo ocurre cuando llegan tarde a casa luego de alguna mutualista, y en pantalla en vez de aparecer el cuarentón de Colunga y la cuarentona ardiente de Lucerito, ambos fingiendo ser unos acaramelados adolescentes, Lopéz-Dóriga presenta gente decapitada o destripada en la chulísima guerra que sostienen los carteles de la droga con el ejército.
Dato curioso o dato para tranquilidad de todas las señoras con peinados de periquito australiano: AMLO en vez de comandar una turba iracunda de indiarracos muertos de hambre a tomar las casas residenciales de los barrios bonitos del la ciudad, publicó un libro desenmascarando a los hombres más ricos de México en sus turbios negocios con el gobierno. Libro que como era de esperarse en un país analfabeto, ha pasado sin pena ni gloria.
Conclusión: si no ganamos la Copa del Mundo y no nos descuartizamos los unos a los otros en nombre de la igualdad, ¿qué evento nos queda por recordar y celebrar por los siglos de los siglos, ebrios y gritando “México, México, México” al pie del Ángel de la Independencia en este cabalístico 2010?
En cuestión de una semana (¿acaso será el aura cósmica del bicentenario?) ocurrieron dos eventos que parecían imposibles de suceder, al menos en lo que me resta de vida: uno, luego de más de un lustro de intentar sin éxito sangrar al gobierno estatal, federal y/o algún otro incauto, a CONACULTA (benditos sean, de ahora en adelante creeré en las instituciones) le pareció una buena idea subsidiar por un año mi subversivo y haragán estilo de vida, siempre y cuando les entregue una novela de 400 páginas donde descargue mi odio hacia todos mis enemigos; dos, una mujer que quiero mucho, una amiga de verdad, de carne y hueso, fue coronada el día de ayer la mujer más hermosa del Universo, con el perdón de las damas de la Vía Láctea y otras señoritas extraterrestres.
Dejando a un lado la tradición muy mexicana de colgarme del éxito ajeno, de subirme al carro de la victoria y/o de salir rodeado de plumíferos blandiendo por los aires pistolas de pelo y banderas de México a gritar al Ángel de la Independencia que somos guapísimos y no uno de los países más peligrosamente gordos del mundo, evitaré de hoy en adelante regodearme y restregarle a los dos o tres que leen esta columna que fui yo quien pronosticó en mi blog rosa que Ximena se levantaría con la corona de Miss Universo luego de hacer el paso del robot como Dios manda.
Tampoco caeré en el patetismo de repetir hasta el hartazgo que una Miss Universo durmió en mi casa. O tal vez sí.
Jueves en la noche, terminada la pasarela a beneficio de la Cruz Roja en el hotel Hyatt, y luego de ser rodeados por una cantidad grosera de pajarracos donde Ximena y Bicho complacieron con todo suerte de sonrisas y poses a los seres alados de peinados estrafalarios hasta que las memorias de sus cámaras digitales se rebosaron de fotografías, salimos huyendo del hotel con las tripas chillando hambre.
-¿A dónde quieres ir a cenar, mi vida? –dijo mamá. -A donde ustedes quieran, tía –dijo Ximena. Estando yo al volante, en la cartera el sueldo de un escritor desempleado, dirigí el coche de mamá a los tacos de la esquina de la casa.
Sin apartar los tacos al pastor de sus fauces, los pantagruélicos comensales, al ver llegar a dos mujerones enfundadas en trajes de noche, se miraron los unos a los otros. -¿No es esa Miss México? –le susurró un hipopótamo a un elefante.
-Hasta crees –respondió el elefante poniendo los ojos en blanco; ignoro si por el placer de succionar un taco de costilla entero o como muestra de incredulidad por la estúpida pregunta de su rotundo compañero.
Todos creen que una Miss Universo es un ser intergaláctico, habitante de otro sistema solar, un alienígena de curvas cósmicas, siderales. No es así. O al menos, las mexicanas sí que son de carne y hueso. O eso sospecho de una de ellas. La que se coronó hace 19 años tiene una mirada oscura, tan oscura y peligrosa como los agujeros negros que tanto miedo le daban al Capitán Kirk y al vulcano de Spock. Cuando te mira, sientes que quiere tragarte, aplastarte como el insecto insignificante que eres. La otra, es un sol. Inmenso. Lleno de luz. Una mujer real. De la misma cepa que Bicho, mujeres que no presumen su belleza o hacen de ella su único atributo. Chicas con el sentido del humor bien afilado, cual navaja. Capaces de disfrutar de igual forma una velada en compañía de amigos sea en un hotel de cinco estrellas o en una fonda rodeada de perros pulguientos. Sabedoras que detrás de la parafernalia de la belleza existe una vida, una vida cotidiana y monótona.
Los ojos no mienten. O al menos, a mí no me engañan. No tengo que ser adivino para saber lo que allí hay dentro. Luego de un año duro de trabajo (por calificarlo de algún modo), lejos de la familia, de ese chico que le brillan los ojos de amor y que amas hasta la médula, lo último que deseas es seguir distante, a años luz, perdida en una nebulosa de luces brillantes, que te pongan otra corona en la cabeza, una más pesada y más reluciente, solo significa alejarte más, como un cometa, ver desaparecer enraizados en Tierra a los seres queridos, lo único que anhelas es escuchar el nombre de esa isla del Caribe, bajar a ras de suelo y fundirte en un abrazo con tu familia y estamparle un beso largo y puro de Reina de Disney al chico de los ojos soñadores que es tu Príncipe Azul y que aparezcan de una maldita vez los juegos pirotécnicos y la palabra FIN o Colorín colorado este cuento se ha acabado; pero entonces escuchas el nombre de tu país, México, todos te abrazan y desapareces escoltada por la guardia real Trump.
Y a mi lado, tu compañera de guerra, la Reina Amazona, la Diosa Griega, abandonada a su suerte, difamada y expuesta en un mugriento espectacular en Viaducto entronque Iztapalapa, olvida por un instante la tragedia en que se ha convertido su vida, y se le llenan los ojos de lágrimas de emoción, de orgullo. -Lo hiciste, Xime –dice abrazando a mamá-, lo hiciste. No soy quien para interrumpir la magia de la escena, así que me muerdo la lengua, perdiendo la mirada en la ventana del departamento. Lo hicieron, susurró viendo el corredor oscuro y desierto de la calle Amsterdam.