Hace tiempo que el fútbol dejó de apasionarme. De quitarme el sueño horas antes y después de un partido. De empaparme las palmas de las manos de sudor. De hacerme vender mi alma al Diablo para que el árbitro compense cuatro minutos más de partido. De dejarme afónico luego de un gol. Naturalmente, salvo en honrosas, honrosísimas excepciones.
Lo que ocurrió el domingo pasado es una lección de vida. Es justicia en la máxima expresión de la palabra. Para amarrarse un nudo bien grande en la garganta. El que tenga cierto kilometraje en la vida sabe que estas cosas (en cualquier ámbito de la vida) nunca ocurren, o casi nunca.
La escena fue la siguiente: sobre una tarima improvisada una masa de hombres sudorosos y eufóricos saltan y gritan; reporteros y camarógrafos se reparten a diestra y siniestra puntapiés, codazos y arañazos para lograr la mejor fotografía y/o entrevista; edecanes semidesnudas blanden gallardas y sonrientes en todo lo alto sendos cartelones de cerveza cual legión romana; federativos y directivos intentan repartir unas medallas; y en mitad de este caos de cuerpos, cabezas y anuncios de cerveza emerge (el público coreando su nombre y apellido) un hombre de casi cuarenta años, de cabellera platinada como el trofeo que carga orgulloso entre sus manos enguantadas.
Evidentemente no es Cristiano Ronaldo, ni otra superestrella fuera de esta galaxia que gana millones de euros anunciando toda suerte de productos inservibles y que son el ejemplo a seguir de todos los niños que desde temprana edad se tatúan los bracitos, se perforan las orejitas, se depilan las cejitas y le hacen mil y un pucheros y mohines a los adultos pare demostrarles quién manda.
Se llama Sergio Bernal. Un hombre sin carisma. Serio. Muy serio. De pocas palabras. Poquísimas. Hace menos de dos semanas cumplió 20 largos años como profesional (y ni perro que le ladrara). La mitad de ellos sumido en la banca. Sin protestar. Sin decir esta boca es mía. Dedicado a los suyo. Perfeccionando (dentro de lo que cabe) sus lances. Sus reflejos de guardameta. Haciendo oídos sordos a las mentadas de madre que la porra Ultra y Rebel le regalaban cada que por obra y gracia divina salía a la cancha a suplir la lesión del portero titular. Comiéndose los goles más increíbles. Salvando los goles más imposibles. Luego fue enviado por una breve temporada a Tamaulipas. Después a Puebla. Donde siguió calentando la banca. Finalmente regresó a casa. A Ciudad Universitaria. Y siguió en la banca, donde todos pronosticábamos colgaría los guantes de una desangelada y gris carrera. Pero las temporadas siguieron pasando. Hasta que un día salió como portero titular y nunca más regresó a la banca. Llegó el famoso bicampeonato. Hugo Sánchez, el entrenador y ególatra más grande de todos los tiempos acaparó todos los reflectores y todas las portadas de los periódicos. Como si él hubiese sido el único artífice de los campeonatos.
Llegaron temporadas grises. Oscuras. El equipo estaba a punto de descender a la segunda división. Trajeron a la dirección técnica al Tuca Ferreti, ex compañero de Bernal. Un hombre sabio, que pinta canas en el bigote y cabellera. De inmediato le entregó el gafete de capitán a Sergio. El equipo se salvó del descenso. Y no sólo eso, llegaron a una final y la perdieron. Pasaron dos años más. Y finalmente, este año, el técnico dijo que no haría ni una sola contratación. Algo insólito. Nunca antes visto en el putiferio que es el fútbol actual. Todos se burlaron de los Pumas. Un equipo plagado de jóvenes y capitaneado por un viejito. El desenlace, como ya mencioné líneas arriba, el viejito cargando el trofeo de campeón. La prensa resistiéndose a ponerlo en primera plana en sus periódicos, el deportista que ninguna compañía de electrodomésticos o cereales ha contratado y contratará como portavoz de sus productos porque el hombre no tiene carisma, tatuajes, aretes, cejas depiladas, un léxico de carretillero y/o por pareja a la zorra de moda del TvyNovelas. En pocas palabras un deportista que desentona terriblemente en este mundo tan moderno.