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actualizado 16 de diciembre 2010

Taquito
Me alegra que la familia de mi chica la considere un monstruo...
Por Por Rodrigo Solís

No planeo reproducirme. Es un hecho. Creo que el 90% de los embarazos que ocurren en la humanidad son eventos no deseados por los padres. Mientras que el irrisorio porcentaje de los que sí desean tener descendencia, o son unos valientes y/o unos inconcientes y/o unos padres aburridos de la monotonía de sus vidas, hartos de vivir en piloto automático los últimos años, hastiados de compartir la cama con el extraño que duerme a su lado por las noches, sujetos en un loco y desesperado intento de darle color a su existencia, de salir de la rutina, de ganarse el derecho a asistir a las fiestecitas infantiles de los hijos no deseados de sus amigos, de poseer nuevos temas de conversación, de transferir todos sus sueños de grandeza y frustraciones de una vida gris en las pequeñas criaturas que duermen tranquilas en una cuna sin sospechar el horror al que los han traído esos señores que los miran desde las alturas con un nudo en la garganta por poder soportar su propia existencia.
-No sabes lo que dices –me contradicen horrorizadas mis tías, primas y amigas-, dar vida es la experiencia más maravillosa de este mundo.

No lo dudo, pienso mientras veo a un batallón de niños correr, llorar y pintarrajear las paredes de la sala. Una experiencia maravillosa que te roba, succiona, absorbe la vida, para que al final, luego de una cita con el psicoanalista, los retoños convertidos en hombres, te señalen como el único responsable directo de la vida incolora e insípida (y llena de hijos) que les tocó en suerte vivir.

Me alegra que la familia de mi chica la considere un monstruo. Esto quiere decir que ella piensa lo mismo que yo. Y aunque es capaz de hacer morisquetas, poner los ojos bizcos, sacar la trompa para arrancarle la sonrisa a un niño, en el fondo desea estrangularlo, evitarle la pena de lo que se avecina en unos años cuando cobre conciencia de dónde está parado. Para no ir más lejos, su ídolo es Herodes. Cada que escucha que alguien tiene un hijo, se retuerce, aprieta los puños, pone los ojos en blanco, patalea y dice que esas criaturas le están robando el aire, la comida y el agua que le pertenecen por derecho de antigüedad. Y si se llega a enterar del nacimiento de unos gemelos o trillizos, entra en crisis, asegurando que los gemelos son aberraciones de la naturaleza, aunque esto, sospecho, solo lo dice porque mi ex novia tiene una gemela.
-Como nosotros no vamos a tener hijos –dice-, ya sé lo que quiero.
Selva se me queda mirando con ojos redondos. Luminosos. Con una media sonrisa enloquecida del guasón. En espera de que me sumerja en sus pensamientos y adivine lo que tiene adentro de la cabeza.
-Un mono –dice.
-…
-Un chimpancé –me aclara la especie-, sería nuestro bebé. Imagínatelo.
A mi mente lejos de venir una pintoresca imagen ochentera tipo la serie de televisión B.J. and the Bear, me viene una espeluznante imagen parecida a la escena final de El bebé de Rosemary: en una cuna cubierta por velos negros, descansa una criatura semihumana, peluda, de ojos brillosos color escarlata.
-Anda, di que sí –me ruega Selva al ver mi estupor.
Me niego rotundamente. Le explico que los chimpancés son todavía peores que los bebés humanos. Estos tienen la capacidad o habilidad innata de arrojar con suma precisión su mierda por los aires. Además de encapricharse con su dueña, mostrando los colmillos a quien ose siquiera tocarla.
-Te prometo que yo cuidaré de Alejandro –insiste.
-¿Alejandro?
-Sí, nuestro bebé –me aclara-. El chimpancé.
Le digo que está completamente loca. Que bajo ningún concepto pienso vivir bajo el mismo techo que un mono cagón y masturbador.
-Imagínate que bonito sería –Selva expone su argumento con la mirada perdida, alunada, haciendo oídos sordos a mis negativas-. Alejandro tendría su propio cuarto, yo misma lo decoraría y pintaría. Le compraría su ropita y lo vestiría todos los días diferente. ¿Te imaginas que bonito se vería vestidito, bañadito, con el pelo bien peinado? Además lo inscribiría al kinder para que vaya a jugar con los hijos de tus primos.
-Selva.
-Dime.
-No vamos a tener un mono.
Incrédula, Selva abre la boca. Sin embargo, no se rinde: me abraza, me besa el cuello, me embarra sus descomunales tetas, me dice al oído que lo mejor de un mono es que no viven tanto tiempo como los humanos, así que no habrá que cuidarlo toda la vida.
-Los monos viven más de treinta años –le aclaro-, ¿te parecen pocos?
-En comparación a los humanos, sí –Selva me mira a los ojos-. Tú llevas treinta años jodiendo a tu mamá, y los que te faltan.

Alejandro ha quedado en el olvido, por el momento. Un nuevo rayo de luz apareció en la vida de Selva, ennegreciendo mi existencia.
-Se llama Taquito –dice estrujando entre sus brazos lo que en primera instancia me pareció ser una trozo mugroso y maloliente de felpa.
Taquito es un perro de raza Yorkie, recién liberado del cautiverio de lujo donde estuvo confinado los últimos seis meses, es decir, casi toda su vida: el cuarto de baño de la servidumbre en el penthouse ubicado en la zona hotelera de Cancún, residencia de los tíos de Selva.
-¿Quién es mi bebé precioso? –dice Selva llenando de besos al famélico animal.
Los antecedentes son los siguientes: Fausta y Agustina, las primitas de 12 y 9 años de Selva, fueron enviadas hace un par de meses a Lakewood Academy, internado en Irlanda bajo la tutela de los Legionarios de Cristo. Desde esa fecha, al parecer, olvidaron que tenían encerrado en un baño a un perro Yorkie llamado Taquito, mismo que costó la módica cantidad de 17 mil pesos, obsequio de su padre, famoso empresario y político de la sociedad quintanarroense, quien adquirió al fino animal para sosegar el trauma de las niñas de sus ojos quienes una tarde de verano, en la piscina del hotel, vieron salir volando a sus dos mascotas desde lo más alto de la torre de los departamentos. Claro que, utilizar la palabra volando, es un eufemismo. La Chihuahua, llamada Paris (q.e.p.d.), y el loro, llamado Qué-bonito-qué-bonito-qué-bonito, se precipitaron desde varios metros de altura, teniendo mejor suerte el loro, que gracias a sus alas amputadas pudo planear y tener un forzoso aterrizaje que tuvo como consecuencia un erizamiento perpetuo de su plumaje y la rotura de sus dos patas, dejándolo inválido, no así la Chihuahua Paris, quien reventó como un globo lleno de agua al contacto con el suelo.
Como es natural en el comportamiento de los seres humanos, mientras Taquito fue un adorable cachorro, se erigió como el amo y señor del penthouse, pero nada más pasó su etapa de bebé, acto seguido fue confinado al cuarto de baño de la servidumbre, donde permaneció varios meses olvidado hasta que sus amas Fausta y Agustina emigraron a purificar sus almas a remotas tierras irlandesas.
Aprovechando esta doble ausencia, Selva, en contubernio con su tía Cayetana, secuestraron a Taquito, quien se encontraba en las mismas o peores condiciones que un judío encerrado en Auschwitz.

Me negué enfáticamente a adoptar a otro perro. En especial uno que requiere de alimentación más elaborada y costosa que la mía.
-Solo serán unos días –intentó tranquilizarme Selva-. Mi tía Cayetana se lo llevará apenas regrese de su viaje.
Tal como imaginé, los dos o tres días que pidió Selva de tolerancia hacia Taquito, el trapeador de cuatro patas, se transformaron en una semana. Y no es que tenga antipatía hacia los perros, todo lo contrario, en casa vive Bucky, el perro que abandonó mi hermana Bicho a su suerte, y la hija de Bucky, Mía, producto de la calentura, pues en uno de los paseos nocturnos que di por la colonia con Bucky, éste, raudo y veloz, poseyó de manera rabiosa a una inocente perrita de raza Schnauzer quien tranquila y quitada de la pena era guiada por la mano herméticamente ebria de su cuidador, el mozo de mi nuevo vecino, quien no advirtió o sospechó que la perra de su jefe estaba en celo, momento que no desaprovechó el lujurioso Bucky.
Para evitar malos entendidos y problemas con mi nuevo vecino, hombre de nombre imposible, recién divorciado y cantante de música vernácula que se gana la vida en el casino de donde no salen mis tías, decidí hacerme cargo del cuidado y el parto de su perrita violada, labor con la que conté con el apoyo de Selva, quien al ver nacer a los cachorros me hizo jurarle que reclamaría el cachorrito que por derecho me tocaba exigir, para que así pudiera regalárselo, ya que extrañaba mucho a su perro Chihuahua (q.e.p.d.), llamado Pelota, alias, bebé, hijo, nené, criatura, amante de los fochitos de Tere Cazola y toda golosina que fuese puesta a su alcance por la golosa de mi suegra, amante de los fochitos de Tere Cazola y toda golosina que quedase a dos kilómetros a la redonda de su casa; no en balde Pelota, alias, bebé, hijo, nené, criatura, con el paso de los meses adquirió dimensiones amorfas dignas de ser registradas por los anales del libro de Ripley, imposibilitando incluso al más avezado de los expertos en materia canina en adivinar qué raza era aquel perro con el cuerpo adiposo y en forma de almohadón que un día murió de un paro cardíaco.

Tía Cayetana es una mujer que siempre soñó con tener hijos. Por ello, cada que tiene ocasión, le pide a Selva, su sobrina preferida, que se embarace, y no una sino dos veces para que le regale a sus hijos, de ser posible un varón y una niña. Por desgracia (la vida suele burlarse de nosotros) la tía Cayetana nació imposibilitada para procrear. Y no conforme con esta desgracia (la vida suele ensañarse con nosotros), Cayetana conoció a un hombre maravilloso que la ama y daría la vida por ella, pero que bajo ningún concepto piensa adoptar a una criatura desamparada, ya que él tiene 2 hijos de su anterior matrimonio y ni loco piensa repetir una vez más (ahora estrenándose en la edad sexagenaria) el infierno de ser despertado en mitad de las madrugadas por los berridos de una bestiezuela.

Es en ella, en la tía Cayetana, en quien pienso todas las madrugadas al ser despertado por un concierto de gruñidos y ladridos cortesía de Taquito, el estropajo viviente, quien no conforme con hacer del conocimiento público su insomnio, se pasea por el cuarto, levanta la pata y marca cada rincón y sitio de su preferencia con su orín apestosísimo, que para colmo de males es secundado por Bucky, quien ofendido, exige respeto de jerarquías y levanta la pata para sacar chorros de orín donde ha sido profanado su territorio.
-No le pegues, pobrecito –sale en su defensa Selva-, qué no ves que está flaquito.
Le explico que es un animal, que los animales solo a base de castigos y mano dura aprenden a acatar órdenes.
-No, a mi Taquito no me lo tocas –dice Selva abrazando a la rata peluda, quien me observa bajo el confort y seguridad de los brazos de su salvadora, con ojos llenos de magnificencia, negros y redondos como un par de pequeñas canicas.
Impotente, aprieto entre manos el TvyNovelas enrollado con el que pensaba descargar toda mi furia.
-Pues no te olvides que tienes una hija –señalo a Mía, quien duerme a sus anchas, abierta de patas, sobre la cama.
-No me he olvidado de ella –se defiende Selva-, ¿verdad, mi vida?
Mía, perra astuta, se desentiende de la discusión, fingiendo estar en su cuarto sueño; sin embargo, Selva, acusada de mala madre, intenta reivindicarse, demostrar lo buena que es, así que, abraza a su adormilada hija, quien como ya se dijo, es una perra astuta que sabe cómo comportarse: Mía escapa de las caricias de su dueña, haciéndole ver que está ofendida por la inesperada presencia del intruso peludo, quien, para colmo de males, está recién estrenado en la pubertad, y cada que se descuida intenta poseerla de una manera rabiosa y feroz, tal y como fue poseída su madre biológica.
-Te dije, los perros no mienten –me regodeo-. Además, ni te encariñes con él, mañana llega tu tía de viaje y se lo va a llevar.
Selva pone los ojos como un par de huevos fritos. Estruja a Taquito. Le acaricia su prominente joroba, malformación producto de horas y horas de intentar poseer almohadas y sabanas.

-Estoy feliz –me informa de su alegría Selva a primera hora de la mañana-. Mi tía Cayetana me dijo que no puede quedarse con Taquito.
-¿Cómo? ¿Por qué? –reclamo de manera airada, dando aspavientos.
-Mi tío Roberto se negó a aceptar a Taquito cuando se enteró de su raza.
-¿Cómo? ¿Por qué? –repito como un autómata.
-Le mandé una foto a su celular y dijo que Taquito es perro de maricones.
Quedo mudo, perplejo ante la sabiduría de mi chica, conocedora de la psique humana, bien sabía que el esposo de su tía, General del heroico ejército militar, jamás se permitiría la vergüenza de dejarse ver por sus subordinados paseando a un perro faldero, pues es bien sabido que un militar, si acaso abre su corazón para adoptar a una mascota, esta debe ser feroz como un Doberman o un Pitbull.

Mía, la hija de Bucky, fue castrada el día de ayer. Su primer celo estaba próximo, así que quisimos evitar el incesto, o mejor dicho, una orgía. La joroba o malformación en la columna vertebral de Taquito da fe de sus arrebatos de calentura.
-Dicen que existen siete perros por cada humano –dice Selva acariciando a Mía, dopada por los analgésicos-. Eso quiere decir que nos falta adoptar cuatro perros más.
Le digo a Selva que está loca. Que precisamente para no traer más perros a este mundo accedí a castrar a Mía.
-Pero todavía quiero a un Pomerano –dice Selva explicándome que un Pomerano es el perro como el que tenía la nana Fine-, y un Chihuahua peludo, como el que tiene Belinda, y un…
La lista de perros maricones que enumera Selva es intempestivamente interrumpida gracias a un arrebato de calentura que Taquito trata de saciar en un peluche de los Aristogatos (propiedad de Mía).
-¡No, Taquito! ¡Deja ese pelu…!
La reprimenda queda cortada a la mitad por la súbita aparición de un personaje hasta ese momento desconocido para nosotros: una especie de banana inflable se deja ver entre las cuatro patas de Taquito, que, al intentar morder el cuello del peluche Aristogato, su monstruosa masculinidad lo hace salir catapultado por los aires hasta proyectarse de espaldas, sobre su joroba, exponiendo en todo su esplendor la interminable salchicha que se columpia de arriba hacia abajo al grado de abofetearle su peludo hocico.

Selva lleva una semana inconsolable, sin dirigirme la palabra más que para recriminarme por las escandalosas fotografías que tomé desde mi celular.
-No puedo creer que lo hayas hecho –son sus únicas y repetitivas palabras.
¡Oh, bendita tecnología!, pienso en mis adentros.
Taquito ahora es el orgullo del heroico ejército militar de México, base sureste, quienes finalmente pueden presumir de una artillería larga y pesada.

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