El laberinto de Afganistán podría resultar fatal para el actual Presidente de los Estados Unidos, como lo fue Vietnam para Lyndon Johnson y en cierta medida, para su sucesor, Richard Nixon. Sin embargo, luego de varios meses de intensas consultas sobre el asunto, Obama reunió su consejo de guerra con sus principales generales, secretarios, diplomáticos y consejeros implicados. Días después, el primero de diciembre, el presidente estadounidense se dirigió a su nación sobre la guerra en Afganistán desde la academia militar en West Point (NY), anunciando que enviará 30 mil soldados suplementarios a la solicitud de su comandante en el terreno, Stanley McChrystal, que ha informado que las condiciones de seguridad son peores de lo que anticipaba.
Ante la degradación de la situación afgana, éste recomendó desplegar unos 40.000 soldados adicionales a los 68.000 que ya están movilizados en Afganistán junto a 42.000 militares de otras nacionalidades. En resumen: el status quo es insostenible. El pueblo estadounidense está negativo respecto a la guerra afgana, y los demócratas expresan cada vez más su oposición a incrementar las tropas en ese país. La decisión se considera como uno de los momentos más críticos para definir su presidencia.
Con todo, Obama parece haber decidido “mantener el rumbo”, presentando a Afganistán como la cuna del terrorismo, lo que no es cierto. Lo que si es cierto es que en Estados Unidos se intensifica el debate militar, cuya falsa premisa aparenta ser muy débil de sustentar: “Hay que infligir mayores pérdidas a nuestros enemigos durante los combates para quebrar la moral de los talibanes y sus redes. También debemos poner en práctica nuevas estrategias para aumentar las pérdidas enemigas en el campo de batalla”. Lo anterior se traduce en un proyecto de posicionamiento geoestratégico y reafirmación del poder hegemónico que irónicamente se enfrenta al desconocimiento e indiferencia de Afganistán y su población.
La gran mayoría de los afganos, viven en unas montañas pedregosas atravesadas por profundas quebradas las que están sembradas por unas veinte mil aldeas autónomas, que comparten religión y costumbres, pero viven en autarquía. A los ojos de esa población mayoritariamente pashtún, los talibanes representan la única organización político-militar eficaz de un país al que están arraigados tanto por la religión (un islam muy específico), como por el código de honor. Enfrentarlos, pues, desde afuera, podría equivaler entonces a atacar a todos los afganos, un combate que hasta la fecha le ha sido imposible a cualquier país de ganar.
Los soviéticos, que invadieron el país en 1979, terminaron por comprender tras una década de enfrentamientos y la pérdida de unos 15.000 soldados, que aun si destruían muchas de esas aldeas y expulsaban a miles de personas, no ganarían la guerra. A pesar de sus importantes contingentes y de sus victorias militares, nunca controlaron más de una quinta parte del territorio y en 1989 tuvieron que retirarse. La guerra contra los mujaidines virtualmente destruyó a la Unión Soviética, pero esto no evitó que todos sus aliados de aquella época se solidarizaran con la invasión, lo cual se repite con los aliados de Washington, 30 años después.
Pero aún dicha experiencia no tenía nada de excepcional: el Reino Unido había combatido a los afganos en 1842, de 1878 a 1880, luego en 1919, y sufrió tantas pérdidas como la URSS antes de tirar la toalla. Según Zamir N. Kabulov, ex embajador soviético, luego ruso, en Kabul, Estados Unidos va por el mismo camino, reproduciendo particularmente los errores de Moscú. Quiere destruir a los talibanes por la fuerza, dividir su mando, quebrar sus lazos con el pueblo y tratar con un gobierno de su elección, limitando al mismo tiempo sus pérdidas militares. Los éxitos registrados en ese sector han sido, a la fecha, escasos e insostenibles; es de esperar que, de no haber un cambio drástico de estrategia en los próximos meses, apenas las tropas estadounidenses se retiren, los talibanes, al igual que los vietnamitas del Norte, reducirán a la nada todo lo que se ha hecho.
En cuanto a la intervención del ejército estadounidense, Kabulov sostiene que, aunque es cierto que por su poder de fuego superior Estados Unidos siempre ganará las grandes batallas, los insurgentes sólo desaparecerán para reaparecer más fuertes. En Afganistán, el poder que instaló Washington está fuertemente cuestionado en su posible implicación en el tráfico de drogas; negocia con los empleos en la policía, el ejército y los servicios públicos y juzga los asuntos jurídicos según el monto de los sobornos, e incluso suministró municiones a los talibanes.
Asimismo, la reelección de Hamid Karzai en primera vuelta resultó una verdadera farsa (dado que los resultados fueron anunciados mucho antes del escrutinio...), y la autoridad del Presidente no supera los límites de Kabul. Bajo presión internacional, el 20 de octubre del presente año, el mandatario afgano aceptó la convocatoria a una segunda vuelta electoral, luego de que la Comisión Independiente Electoral, respaldada por las Naciones Unidas, denunciara un fraude masivo en la primera vuelta.
El Afganistán de hoy difiere del Vietnam de los años 70, por la existencia de los famosos señores de la guerra, tan detestados como temidos, que controlan el gobierno. Para “ganar” la última elección, Karzai repatrió de Turquía al tristemente célebre uzbeco Rashid Dostum, quien está acusado particularmente de haber permitido la masacre de varios miles de talibanes detenidos en 2001 en una prisión del norte del país, tras el derrocamiento de dicho régimen. Esos jefes, asociados a Estados Unidos en la mente de los afganos, constituyen la mejor carta de triunfo de los insurgentes.
Así pues, ¿qué deparará el futuro? El presidente Barack Obama afirma que Estados Unidos tiene que ganar. El secretario de Defensa Robert Gates proclama que el ejército estadounidense debe permanecer en Afganistán “algunos años” (no menos de cuarenta, según el general británico David Richards). Basándose en el precedente iraquí, se puede evaluar el costo global de la guerra en Afganistán en una módica suma comprendida entre 3 y 6 billones de dólares, más de la cuarta parte del PIB estadounidense: si continúa esta guerra, el programa de política interior de Obama se tornaría irrealizable.
Además, el accionar militar estadounidense favorece al terrorismo (particularmente la extensión de las operaciones en Pakistán, Somalia e Irak). Los terroristas no necesitan a Afganistán, un enclave con serias dificultades para el transporte y las comunicaciones, porque los terroristas pueden operar desde cualquier lugar; los ataques del 11 de Septiembre fueron organizados desde Europa. Una “victoria” estadounidense en Afganistán no solo no los detendría, sino que los alentaría a seguir adelante al alimentar el resentimiento.
A pesar de la larga experiencia de Estados Unidos en materia de terrorismo (que se remonta a la revolución estadounidense), la naturaleza y las causas del fenómeno aún se le escapan. El arma de los débiles seguirá sirviendo a los que estiman que no disponen de otras cartas para reparar las injusticias. Parezcan justificados o no sus objetivos, los terroristas se consideran “combatientes de la libertad”; la diferencia entre ambos términos depende de nuestra apreciación de sus objetivos más que de sus medios de acción.
Por otro lado, los talibanes y Al Qaeda obedecen a lógicas muy diferentes, pero para muchos esta distinción sigue siendo confusa. Los primeros forman una organización política nacional, un verdadero gobierno interior en exilio que se apoya en un liderazgo tradicional y en una etnia dominante; Al Qaeda es el vínculo entre hombres y mujeres instalados en distintos lugares del globo y que actúan solos, sin comando central (Osama Bin Laden es más que su general, su gurú). Si bien tanto unos como otros nacen de la herencia violenta y dislocada de las grandes potencias sus objetivos difieren.
El uso de la fuerza puede revelarse peligroso tanto para la sociedad estadounidense como para su sistema político y jurídico, por lo que debería imponerse la prudencia cuando se avanza sobre la delgada línea que separa la voluntad de seguridad, del totalitarismo. Actualmente la guerra afgana está en su noveno año, por lo que es probable que en el período de los cuarenta años postulado por los neoconservadores y los generales, no sean suficientes para vencer a los terroristas; lo que sí preocupa a los estadounidenses, en cambio, es la posibilidad de un serio deterioro de los grandes símbolos y valores de su democracia.
Diplomático, jurista y politólogo