No nos engañemos, la Navidad y demás fiestas decembrinas no son fiestas de amor y paz, sino todo lo contrario, es la época perfecta para sincerarnos, es decir, sacar el cobre, mostrar las garras, develar nuestro verdadero rostro. Mi familia (al igual que todas las familias que conozco, sin excepción) tiene la afanosa y desagradable costumbre de hacinarse en una casa. Allí dentro, encerrados, conmemorando el natalicio del niño Jesús, sin rincones donde escondernos, parapetados tras cuatro paredes, esperamos un motivo, una justificación, la chispa que detone la bomba de un nuevo escándalo familiar.
Por ello, esta Navidad había pensando vestir mis mejores harapos y quedarme encerrado en mi cuarto viendo una maratónica jornada de House M.D., por desgracia, el hermano de P, hombre sabio, se me adelantó fingiendo padecer una extraña, contagiosa y nunca antes vista enfermedad invernal.
-¿Así vas a ir vestido? –dice mamá escandalizada al entrar a mi cuarto. Oficialmente las hostilidades dan inicio. Simulando gallardía, aparentando no estar herido mi honor, inflamo el pecho y busco en mi arsenal de verdades hirientes algo que pueda hacer correr el maquillaje del rostro a mamá, pero mi mejor amiga (y hasta ese instante cómplice), me apuñala por la espalda.
-Ro, dame tu camisa, yo te la plancho.
Mamá abraza a mi ex mejor amiga y le da un sonoro beso. Mi ex mejor amiga pone cara de niña buena, inocente, de perita en dulce; no sospecha mi venganza.
-La quiero bien planchadita –digo desabrochándome mi camisa arrugadísima.
-Aquí está el burro de planchar –me secunda P, mi fiel escudero, anticipándose a cualquier movimiento de retirada de mi ex mejor amiga.
Descamisado, cerveza en mano, cual albañil feliz y rozagante, contemplo mi primera victoria de la noche y pienso (pobre ingenuo de mí) que quizás esta Navidad puede ser la oportunidad perfecta para reconciliarme con el Universo.
Por desgracia he olvidado un pequeño detalle: la fiesta de Navidad es en casa de la finísima anfitriona. Grave error aceptar la invitación. Ella es descendiente directa de la monarquía sueca o de algún reinado escandinavo donde la gente lee en promedio 80 libros al año. No en balde, al verme llegar a su casa, simple lacayo harapiento, me ignora olímpicamente, no así a mi hermana, actual monarca de la belleza de México, a la cual no duda en llenar de zalamerías, abrazar y estrujar como una muñeca de trapo al tiempo que grita:
-Ay, que bueno que vinistes, te hubieras traído tu corona y tu banda puestas –dice, muy juguetona ella, con su risilla estridente, taladrante.
Mamá, otra ignorada de la noche, cual malabarista de circo, pregunta dónde puede colocar la enorme pierna y el suflé de arroz que con tanto amor y cariño ha preparado para la cena. La finísima anfitriona con un ademán desdeñoso señala la cocina. Mamá, mártir de corazón y convicción no tiene empacho en soportar metralla. Humillación tras humillación. Día tras día, estoica, impertérrita, hace oídos sordos, se hace de la vista gorda, aguanta berrinches, gritos, desplantes y groserías. En pocas palabras, es una dama de buena cuna que está dispuesta a soportarlo todo, todo sea por mantener la armonía ficticia de la familia, pues para la finísima anfitriona (sus ojos no mienten) mi familia no es más que una manada de salvajes y arribistas. Neandertales con ropa (en mi caso, ropa arrugada y vieja).
-Ay, Monina, este año ojala que Santa Clause te traiga un tanque de gasolina interminable para que puedas llevar y traer a los niños al colegio y no te quedes sin los pocos pesos que te quedan –dice la finísima anfitriona, mujer de cultura inconmensurable que le hace tener un tacto para decir las cosas en el momento justo, o sea, en mitad de la cena.
Desde mi lugar puedo oír perfecto el crujir de la mandíbula de mamá, pero ella no dice nada, guarda silencio, prefiere fingir demencia, besar a uno de sus nietos y perder la mirada en el arbolito de Navidad platinado giratorio.
Algunos primos nos vamos al fondo del jardín a emborracharnos. A rememorar anécdotas del pasado contadas una y mil veces. A reírnos de nuestras patéticas y desperdiciadas vidas. A celebrar nuestros contados triunfos, los pequeños golpes de suerte.
-Miren lo que tengo aquí –susurra L.
Debajo de su chamarra, cual terrorista de Al Qaeda hay un arsenal de petardos, voladores y otras pirotecnias de grueso calibre.
Como niños, los rostros redondos de alegría, salimos presurosos a reventar el armamento ilegal a la calle. De igual forma que papá y mis tíos nos enseñaron de pequeños a maravillarnos en Navidad y Año Nuevo con las explosiones estruendosas y multicolores en el cielo, llamamos a nuestros sobrinos para continuar con la tradición.
-¡Locos, son unos locos! –grita la finísima anfitriona arrebatándome de las manos a mis dos sobrinos.
Intento explicarle a la finísima anfitriona que sus nietos no corren peligro, que es poco probable que un volador los haga volar en mil pedazos como a los niños iraquíes. La finísima anfitriona no se toma la molestia de responderme. Me da la espalda refunfuñando que soy un salvaje. Una pésima influencia.
Entrada la madrugada aparecen algunos amigos y otros primos a felicitarnos. Nos fundimos en abrazos. Les invitamos cervezas y tragos para que se embriaguen con nosotros. Cuchicheamos, reímos, chismorreamos. La finísima anfitriona nos espía desde la ventana de la sala. Nadie ha venido a felicitarla. Por eso nos espía. Con el ceño fruncido. No puede comprender cómo una mujer tan fina como ella puede estar sola. Por eso le ha comprado a sus nietos una cantidad grosera de regalos, para ver si ellos le hacen fiesta. Pero sus nietos hace horas que se fueron a dormir. Ahora su único pasatiempo es vernos en el fondo de su jardín tomando y hablando.
Y allí esta ella, con sus ojillos envenenados, observando, o mejor dicho, observándome. Amargada de estar alimentando por una noche a un muerto de hambre, un paria. Y mientras me observa con evidente repugnancia mi venganza silenciosa es rememorar sus desplantes más pintorescos y chispeantes. Sus aires de grandeza, de alcurnia comprada. De gran dama falsa. Su operación facial que lejos de arreglarle el rostro le dejó unos cachetitos plastilizados igualitos a los de Kiko. Su penosa autoproclamación como “la abuelita más divertida del mundo”, esto por el afanoso y arduo trabajo de pasar maratónicas jornadas delante del televisor en compañía de sus nietos viendo La familia Peluche, Big Brother, Muévete y demás programas educativos y finísimos como ella.
Entonces recuerdo que es Navidad, que no debo hacerme mala sangre con nadie, menos con un integrante de la familia. Así que me uno al jolgorio con mis primos y amigos en el jardín, donde todos parecen estar felices. Pasándosela de lo lindo. Como el niño Jesús hubiera querido que uno se la pasara el día de su alumbramiento. Es quizás, pienso, alcoholizado, una de las mejores Navidades que he pasado en años. Tal vez la última Navidad que pase a lado de mi hermana que en pocos días emigrará a vivir al DF. Por eso todos bebemos en su honor. A su belleza. Y por qué no, mentalmente decido brindar por el patetismo de la finísima anfitriona que en un arrebato de amargura, no aguanta ni un segundo más, sale al jardín pegando de gritos, diciendo que no son horas de estar en una casa tan decente.
Para mi sorpresa, en un acto de civismo que merece un monumento, nadie de los invitados se indigna. Envidio ese temple. Con pasos jacarandosos todos abandonan la casa. Los sigo, no sin poder ocultar una sonrisa, admito estar orgulloso y más que satisfecho de que la finísima anfitriona revelara delante de toda la familia su verdadero rostro.
-¡Los vasos, devuelvan los vasos, ladrones! –grita.
Obedientes los invitados vierten sus bebidas en el jardín y entregan con toda delicadeza los costosísimos vasos navideños desechables a la finísima anfitriona.
-¡Largo, lárguense de mi casa! –grita.
Decido ignorar sus gritos, su actitud agresiva, pues siendo una fecha de amor y paz, me aventuro en desearle feliz Navidad, y ella, no podía esperar menos, me revienta la puerta en las narices. Los invitados no se dejan amedrentar y proponen ir a tomar al terreno baldío de enfrente. Sacamos las cervezas y ahora sí decido brindar a los cuatro vientos y a todo pulmón por la finísima anfitriona que nos observa desde detrás de las cortinas de su habitación en el segundo piso.
Lleno de gallardía, con un valor nunca antes visto en mí, juro por el pequeño niño Jesús de Nazaret que en mi mugrosa vida volveré a pisar la casa de la finísima anfitriona. Otros, sin embargo, menos rencorosos y más sabios, piensan que la familia es la familia. Hay tiempos y momentos en que hay que enrollar la cola, perder la poca dignidad que queda y seguir soportando los desplantes y groserías de la finísima anfitriona por los años que le resten de vida.
-Pues yo soy un hombre de palabra y pienso cumplir mi promesa –digo, ufano, terco, con la camisa arrugada de tantos abrazos navideños.
De pronto, cruel destino, mi estomago emite un ruido horripilante.
-Me estoy cagando –digo desesperado, el rostro descompuesto, las manos oprimiendo el vientre.
Mi hermano saca de los bolsillos de su pantalón las llaves de la casa de la finísima anfitriona y me apresura a correr al baño.
Para sorpresa y asco de todos, rechazo las llaves. En largas zancadas me interno en la maleza del terreno baldío, me bajo los pantalón y me inclino en cuclillas al tiempo que sonrío como un cavernícola travieso. A lo lejos de la avenida, cuando el cielo empieza a aclarar y los pájaros a trinar en las copas de los árboles, unas luces brillantes, rojas y azules se aproximan a toda velocidad.
Nunca en la vida me dio tanto gusto pisar la cárcel. Siempre supe que sería mi propia familia la que me privaría de la libertad.
Este año nuevo, a mi familia política, que de política no tiene nada, he decidido declararles la guerra, bajarme a su nivel y con gustosa alegría arañar, bramar, aullar y patalear igualito que ellos, y cuando me increpen y digan que he deshonrado y dividido a la familia, demostraré que soy un discípulo aventajado de mamá, es decir, fingiendo demencia diré que este escrito no es más que un fragmento de mi interminable novela, o sea, mera ficción, producto de mis dislates creativos, cosa que, dicho sea de paso, puede que sea la más absoluta de las verdades.