El mundo ha perdido conciencia moral. El fruto de este ambiente inmoral ya cosecha riadas de cadáveres y, a diario, son considerables los humanos que intentan sobrevivir con escasos medios o en condiciones infrahumanas. La lealtad del hombre para con su misma especie y para con su hábitat, ha entrado en letargo, para desgracia del planeta y de sus moradores. El odio abre en canal sepulturas de sangre constantemente. La incapacidad de comprenderse mutuamente es un problema sin resolver o resuelto a golpe de miedo, cuestión que aviva combates inútiles, que lo único que generan son un rastro interminable de almas en pena. Son millares de personas, las últimas estadísticas dicen que cuarenta y dos millones, las que carecen de bienes esenciales como agua limpia, alimentos, servicios higiénicos, vivienda, servicios de salud y protección contra violencia y abusos. Es un dolor que está ahí, incrustado en una ciudadanía que sufre el desarraigo, carente de oportunidades, que lucha contra viento y marea por sobrevivir; lo tuvo que hacer antes de la crisis y, al presente, si cabe aún más. Hemos ido para atrás como el cangrejo.
Arrecian tiempos todavía más difíciles. Cada uno de los miles de seres humanos obligados a desplazarse, bien por conflictos, persecuciones, desastres naturales o mera supervivencia, lleva consigo una tremenda historia de angustias que debiera estremecernos. Ciertamente, cuando se pierde la sensibilidad hacia estas personas reales, como todos nosotros, con necesidades verdaderamente de vida o muerte, difícilmente podemos convertirnos en promotores de paz. Sucede lo mismo con la aceptación de la opresión, nuestros brazos siguen siendo cómplices de los dominadores. La cobardía es un consentimiento en toda regla. No se puede ceder el paso a los indignos y mucho menos callar injusticias. En este sentido, aplaudo a los medios de comunicación que denuncian cualquier tipo de inmoralidades, como ha sido la reciente investigación del rotativo británico "The Sunday Times", que llega a afirmar que "Japón soborna con dinero y prostitutas a la Comisión Ballenera Internacional". Algo tan realmente ignominioso como la prostitución, que encubre normalmente un daño tremendo, un sufrimiento con el que conviven seres humanos que a veces no tienen otra salida para poder sobrevivir, merece la denuncia social por parte de todos.
Las vicisitudes actuales del planeta, han puesto en crisis el derecho más básico de la persona: el derecho a vivir y a poder sobrevivir. El mundo tienen que volver a sus raíces, que son las humanas y humanizarse. En esto se diferencia el ser humano de los animales. Más que leyes de mercado necesitamos leyes de corazón, aptas en el respeto a toda persona y hábiles en la priorización del bien común sobre el interés particular. Viendo la situación en la que nos encontramos, si queremos sobrevivir, debemos cuidar más el astro, pero también más al individuo. La contemplación del existir por y para los demás responde a un genuino movimiento humano, que debe enraizarse en todos los corazones. Al fin y al cabo, la vida debe llevarnos a desprendernos de egoísmos y recelos, para reintegrarnos todos en todos. El poeta Vicente Aleixandre estableció, a propósito, el escenario del encuentro: "una gran plaza abierta, con olor de existencia". El mundo no puede reducirse a un mundo selectivo de potencias económicas, sino de potencias solidariamente humanas. El ejemplo de una Europa eufórica por el nacimiento del Euro es hoy la Europa del desempleo y del desamparo. Ésto debe hacernos repensar sobre el espíritu humano y suscitar un rearme moral en todo el orbe. Es tan urgente como preciso.
En este vasto diseño mundial es imprescindible el retorno a las fuentes innatas de la humanidad, aquellas que nos acercan y nos unen. Quizás tengamos que reconocernos y conocernos más en multitud con la multitud, para tomarnos en serio los llamamientos humanitarios que, con frecuencia, lanzan los organismos internacionales. ¿Qué otro libro puede ser más eficiente que estudiar lo humano y el caudaloso torrente de humanidades que nos ensamblan?. Ya está bien de choques étnicos, de guerras frías, de asaltos y de himnos a la tristeza. ¿Por qué nos hemos cargado el ser hijos del anhelo y la esperanza? Tal vez si hubiéramos estimado la idea aristotélica de "considerar más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos, ya que la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo", ahora estaríamos calmando a los afligidos y saboreando el gozo de sentirnos humanamente útiles.
Sí la libertad se ha abierto para el mundo como signo de progreso, no se puede cerrar para nadie. Sí la justicia ha espigado para todos como símbolo de bien, jamás puede decrecer para algunos. Cuando el ser humano se devalúa, -el caso actual-, deja de ser lo fundamental y entra en el juego de la compraventa, la deshumanización, más pronto que tarde, también se sirve en bandeja a un mundo en el que la crueldad va a ser lo único que prospere. Por desdicha, muchos sobrevivientes tienen que dejarse negociar y admitir que la igualdad no pasa de ser un cuento, un escenario de figurines donde se escenifica la auténtica realidad: el corte de mangas del mundo de la opulencia al mundo de la pobreza. En una tierra explosiva de intereses y capitales nada es lo que parece. Pero aún así, seguimos anclados en las dependencias más absurdas. ¿Acaso no hemos observado, que allí donde los seres humanos compiten y todo lo mercantilizan como salvajes, no se puede armonizar convivencia alguna? Todos nosotros hemos sido testigos de cómo la escalada de avances, en manos inhumanas e inmorales, puede convertirse, y de hecho se ha convertido, en un progreso de intransigentes leones, capaces de dejar en la cuneta, sin compasión, a las víctimas; sobreviviendo cómo pueden, los que pueden, porque el poder de algunos es tan feroz, que una vida de bajura apenas le conmueve.
corcoba@telefonica.net