“No sin humor” me decía un amigo; que toda la vida se podría resumir en estas tres palabras: “el rito, el pito y el mito”. Sin rito o formas de expresión no podríamos comunicarnos; sin sexo ni siquiera estaríamos aquí, y sin una dimensión trascendente o espiritual, presente en todas las culturas, el hombre no dejaría de ser otro animalito incapaz de romper las dimensiones espacio-temporales. El problema es que de esas tres, la sexual parece estar invadiéndolo todo en la cultura actual.
En la trivialización que nos domina, la sexualidad se está convirtiendo en un elemento de consumo, de usar y tirar, desprovisto de una dimensión relacional realmente humana.
Se me antoja que casi todos los males proceden de una absurda separación dualista de raíz helénica y occidental entre cuerpo y espíritu, como si el ser humano estuviera partido por dos fuerzas irreconciliables.
Me gusta, contra esta postura, el verso de Jorge Guillén: “El cuerpo es alma y todo es boda”. Todo es boda porque la creación es una unidad. Todo es uno, como ha expresado la poesía de todos los tiempos e incluso la Biblia en su gran poema de amor, El cantar de los cantares, cuya traducción más correcta es El mejor cantar.
La sexualidad es un tamiz muy fino. Revela un mundo complejo consciente e inconsciente, bellezas impalpables y monstruos dormidos, que a veces nos superan o que apuntan a compulsiones insatisfechas, ese agujero que, por mucho que queramos, nunca podemos llenar en esta vida por nuestra índole finito-contingente.
Problemas de infancia también, si se quiere. Nuestra pregunta es cómo se vive la sexualidad en nuestra sociedad y cuál sería la educación adecuada que hemos de impartir para que la vivan los hombres y mujeres del futuro.
La sexualidad sigue siendo para muchos como aquellas uvas de la zorra que nunca pueden llegar a alcanzar. Como en otras importantes facetas de la vida, la curación parte de la aceptación de lo que somos: ni ángeles ni bestias, sino seres humanos provistos de inteligencia y de aparato reproductor, que es evidente que funciona con muchos más matices, complejidad, goces y frustraciones que los asépticos matraces de un laboratorio.
Quizás la dirección correcta debería ir hacia una sexualidad integral que supone en primer lugar luchar contra el pansexualismo instalado en el capitalismo neoliberal, resituando a Freud en su papel, al lado de Adler y Jung. En segundo lugar, contra una represión impuesta. Y, por último, contra el consumismo sexual light, que no sólo no compromete, sino que crea día a día una legión de estúpidos, de seres incapacitados para vivir, disfrutar y crear.
Soy consciente de que la sexualidad ha sido siempre cuchillo de dos filos, puerta a la vez de la felicidad y del infierno, en cuanto que puede conducir a la sublimidad y al crimen. Basta para ello leer las gacetillas de los periódicos todos los días.
Pero también que, en medio de esta selva de los medios de comunicación, algo nuevo hemos aprendido: que no sirve de nada ocultarnos la verdad. Pariente del amor, el sexo es hermano de la muerte, como todo lo que vive. Así aparece en el arte y la literatura. Por tanto es una experiencia nada trivial que nos acerca a situaciones límites que van más allá del mero desahogo. Hay pues que buscar el equilibrio: ni cuerpo sin alma, ni alma sin cuerpo que nos conduce al abrazo cósmico e integral.
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