Me encanta cuando nos ponemos tiernos. Solidarios en las causas nobles. Es lindo. Me siento parte de algo bueno. Algo que cambiará a este país de una buena vez. Por eso, cuando me llegan correos electrónicos de amigos y/o desconocidos conminándome este día de la Independencia a vestirme de blanco y/o colocar una bandera blanca en la puerta de casa en señal de protesta contra los criminales y/o políticos corruptos (perfectamente pude evitar escribir la palabra corruptos) de que estamos hartos de tanta impunidad, robos, secuestros, decapitados, mafias, narcotráfico, etcétera, con manos temblorosas reenvío los e-mails a todas mis amistades, aunque no vivan en México o en Mérida, e incluso hasta los que no son mexicanos, pues seguro todos ellos (al igual que yo) se vestirán de blanco y nos enviarán sus buenas vibras desde diferentes y lejanas latitudes del globo terráqueo para que recuperemos nuestra ciudad y nuestros niños puedan salir a jugar a la calle sin temor a que los zetas les corten el pescuezo como a los pollitos en las carnicerías.
Les digo, me enternecen estos gestos. De igual forma que me enterneció ver hace unos días en la capital del país a cientos de miles de personas marchando con sus veladoras y vestidos de blanco. Estoy seguro que los secuestradores, sicarios, ladrones y demás malandrines al ver esta muestra de unión ciudadana se les estrechó el corazón y se arrepintieron de todas las ruindades que han cometido, llegando al punto de prometerse a sí mismos abandonar el sendero del crimen.
Todo esto pensaba yo hasta hace unos minutos. Justo antes de perder mi celular en un café. Ese cacharro del que mis amistades se mofaban por anticuado y obsoleto, y cuando dicen obsoleto mis amigos se refieren a que servía exclusivamente para hacer y recibir llamadas y enviar mensajes de texto (es decir, para lo que se inventó en primer lugar el celular).
Como soy un ingenuo y creo en la bondad y el civismo de la sociedad en general, le pedí el favor a mi amigo Luis (soportando estoicamente sus risotadas) que marcara al número de mi celular extraviado para que el anónimo samaritano que tuvo el recato de tomarlo (quiero creer que por descuido), me hiciera el favor de regresármelo.
A la tercera llamada sin obtener respuesta, Luis desistió en sus intentos.
-Si pretendes recuperarlo deberías ofrecer una recompensa –dijo.
-Comienza con doscientos pesos –intervino Lorena-. De lo contrario sonarás muy desesperado.
Luis envío un mensaje de texto pidiendo el rescate en 200 pesos. Naturalmente tampoco hubo respuesta.
-Si de verdad lo quieres recuperar, deberías subir el precio del rescate –dijo María con ojos llenos emoción.
-Qué va, tu celular no vale ni cien pesos –dijo Marco, el experto en celulares.
-Mejor resígnate, yo he perdido tres celulares y jamás me los han regresado –dijo Samanta con desolación.
Tras esta confesión, de inmediato todos dijeron haber atravesado por la misma experiencia traumática de Samanta. Y así fue como mis amigos y yo descubrimos finalmente que teníamos algo en común.
Desde luego, las pérdidas habían sido en circunstancias diferentes. En mi caso, como ya mencioné, en la mesa de un café; en el caso de mis amigos, en la comparsa del Carnaval, en la disco, en el trabajo, en la escuela, en la iglesia, en el baño público, en el motel, en el prostíbulo, en las misiones apostólicas, en el supermercado, en el parque, en la casa de la ex novia, en la casa del mejor amigo y demás lugares decentes de la ciudad. -No por nada este país es una miarda –dijo Luis frunciendo el entrecejo, muy indignado-. Ya no existe la decencia.
Asentí de manera mecánica porque el padre de Luis es un diputado influyente y aspirante a la gobernatura, y por ende mi amigo de decencia sabe mucho más que yo. Durante la siguiente media hora hablamos de la decencia y otros encomiables valores humanos, llegando a la conclusión de que el celular es el único artefacto capaz de redimir al ser humano como un individuo decente. Es decir, si uno se encuentra un billete tirado en mitad de la calle no hay forma de comprobar quién es el dueño del billete extraviado, por tal motivo sería una locura pararse en la banca de un parque y gritar a quién se le perdió un billete, y por ello nada de malo hay en conservarlo y gastarlo en lo que mejor nos plazca; en cambio ocurre todo lo contrario si lo que te encuentras tirado en mitad de la calle es un celular, pues a diferencia de un billete de alta o baja denominación, éste sí que te informará mediante el reggaetón de Daddy Yankee o alguna otra música vertiginosa que Juan Pérez es el dueño del aparato y que lo quiere de vuelta, por favor, y de ser posible sin que te tomes la libertad de consumirle hasta el último peso de su crédito y/o fisgonear en sus fotografías privadas.
Ahora que lo pienso, tengo la ligera sospecha de que todos los que me enviaron los e-mails en donde me invitan a ser un ciudadano solidario y vestirme de blanco para exigir un país sin corrupción y libre de violencia, alguna vez en su vida habrán extraviado o encontrado un celular tirado en la calle, como también estoy seguro que el 99% de ellos nunca regresó los celulares encontrados como tampoco volvieron a ver de vuelta sus celulares perdidos, y digamos que ninguno de esos celulares se extravió precisamente en la guarida de Bin Laden o en la mansión de algún político o en el departamento de algún mafioso narcotraficante. Por eso, el día de la Independencia, en lo que a mi respecta, sus banderas y sus ropas blancas pueden metérselas por culo.