Por mucho optimismo que siembren algunos políticos, y su desbordante crecida de altos cargos, con los susodichos asesores de imagen, que siguen derrochando en lugar de administrar, la única verdad es la situación en la que viven cada día más familias, que ya no pueden pagar las hipotecas porque han consumido todos los ahorros y, lo peor de la cuestión, es que tampoco encuentran trabajo. El problema del desempleo, o del trabajo en precario, que soportan los que menos culpa tienen de haber causado esta crisis, el ciudadano que apenas ha conocido la situación de bienestar, está originando una brecha social tan grande, que las desigualdades se acrecientan como nunca. La factura de los fracasos políticos la pagan los débiles como no podía ser de otra manera, con una clase política corrupta a más no poder, que usa escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales para seguir maquillando realidades de dolor que saltan a la vista en cualquier esquina, a poco que uno escuche la realidad de la calle.
España no despunta, pero tampoco despierta del letargo al que le vienen sometiendo unos dirigentes sectarios, mezquinos, sin espíritu de Estado, que son incapaces de pactar un sistema educativo que nos vuelva hacia nosotros mismos y nos impulse a tomarnos la vida, no como un juego, sino como un deber. Claro, es más fácil por la ignorancia someter a un pueblo, hacer que vuelva a la servidumbre, puesto que por la educación en valores a lo que se asciende es a la libertad. Urge, desde luego, premiar el mercado del talento en lugar del mercado del oportunismo y del oportunista, del inepto vestido de cuentista político que jamás va a ser eficiente, salvo para pensar en las próximas elecciones. El sentido de la responsabilidad se ha esfumado y quienes ocupan puestos de poder no aceptan que se les cuestione su modo de actuar, lo que hace difícil imaginar que se pueda progresar verdaderamente.
Si en verdad queremos que España despunte, debemos racionalizar poderes, proyectar respeto (los políticos han de crispar menos y consensuar más), establecer puntos de encuentro entre la ciudadanía, y que sea el ciudadano en verdad, quien pueda gobernar su vida para poder cambiarla. La politización mediocre y excesiva que vive este país, que tiene acosado y ahogado el poder judicial, uno de los grandes pilares de la democracia, también se hace extensivo al poder innato del ciudadano que tiene sobre sí como tal, por el hecho de ser persona. Y es que, cuando se pierde la conciencia política de servicio, todo se torna mugre y se tuerce hacia el abismo. Lo mismo sucede con el tejido empresarial, hace falta que personas excluidas del sistema productivo, se incluyan, porque al final esta inclusión también crea desarrollo. Sería bueno que este cúmulo de despropósitos, tanto políticos como del propio medio de producción, fuesen revisados y rectificados, sobre todo con un buen baño de ética. Todos saldríamos ganando.
corcoba@telefonica.net