Puede que, gracias a mi abuelo, genéticamente sea un fuerte candidato al Alzheimer (y otras enfermedades mortales, como el derrame cerebral que asesinó por sorpresa a papá en mitad de un partido de softball a sus mozas cincuenta primaveras), pero según recuerdo, si la sesera no me falla, nuestro querido presidente, Felipe Calderón, en su campaña presidencial rumbo a Los Pinos, se proclamó como “el presidente del empleo”. Si les soy sincero, siempre sospeché que esa estrategia o eslogan de campaña era un terrible error para alguien que pretendía ganar una elección de popularidad. ¿Presidente del empleo? Que yo sepa, a ningún mexicano cuerdo le gusta trabajar; sin embargo, los otros candidatos eran tan descaradamente bandidos o tan descaradamente chiflados que Felipe terminó ganando.
Repito: puede que los albores del Alzheimer me estén jugando una mala pasada, pero yo no veo a la gente trabajando, o mejor dicho, no veo a nuestro presidente fomentando el empleo. Lo que sí veo, y sáquenme de mi error si estoy equivocado, lo cual es probable por los 5.5 de miopía y astigmatismo que heredé de mamá, es a Felipe (asumo que no le molestará que lo tutee, no después de verlo en una actitud juvenil, desenfrenada y respondiendo una que otra procacidad en la entrevista que le dio a MTV cuando estaba en campaña) fomentando una guerra contra el narcotráfico.
En teoría suena lindo eso de un país con habitantes sanos y lucidos. Claro que, en la realidad, eso es imposible. Desde que el hombre es hombre siempre ha fantaseado con los placeres prohibidos. Ahí tenemos a Adán. Imagino que en su momento, remontándonos al principio de la humanidad bíblica, donde los leones y las cebras tomaban el té juntos, se tenía la creencia que las manzanas contenían un alto porcentaje de glúcidos y lípidos psicotrópicos, y por ende estaba prohibidísimo su consumo. Luego, adelantándonos varias centurias en el tiempo, algún genio descubrió que el alcohol también era algo perverso, pues ponía alegre y caliente, tanto a hombres como a mujeres, así que lo prohibieron. Después (a Dios gracias), Al Capone y su pandilla decidieron ponerle remedio a una ley estúpida y fundamentalista.
En lo que a mi respecta, que le tengo pavor hasta a las aspirinas, me podría dar igual el asunto de la persecución de las tachas, la marihuana, cocaína y demás drogas que al parecer hacen tan feliz a un sector de la sociedad, pero que sin embargo Felipe quiere cortar de tajo. Por desgracia soy un metiche insidioso proclive a meterse donde nadie le llama, así que aquí les va un tip: legalícenlas (todas ellas). Véndanlas en las farmacias del Doctor Simi o en los Oxxos. No estoy seguro del resultado que podría acarrear esta libertina medida, pero de lo que sí tengo una certeza absoluta, es que no vendrá el Apocalipsis (con un quinto jinete dispuesto a juzgar y guillotinar a los fumetas) como auguran con temeridad asombrosa los eruditos y estadistas (profetas graduados de Hogwarts), quienes afirman que de legalizar algo tan malévolo los jóvenes se convertirán sin remedio alguno en adictos de por vida y viviremos en una sociedad horrenda.
Pero, ¿acaso no hay algo más horrendo que vivir con la angustia latente de que un buen día (soleado y con los pajarillos canturreando en las copas de los árboles) un loco tire una granada en el centro comercial o arroje varias cabezas humanas mientras bailas reggaetón en la pista de baile del antro? Pienso (con humildad, palabra) que deberíamos dejarnos de hacer tontos en esta lucha que Felipe nos exige (palabra textual del presidente) pelear contra el narco. Si la quiere pelear, que pelee él, pero solo (o con su corte). En su campaña nunca dijo nada de perseguir al narcotráfico aunque nos cueste la vida a todos; al menos, esa nunca fue su prioridad. Dirán que soy un facineroso, pero esta encarnizada persecución moral para salvaguardar nuestra salud se me hace muy sospechosa. Y mi sospecha, ojo, es solo una sospecha, es que alguien debe estar enriqueciéndose a costa de la tenebrosa cadena de asesinatos a policías, narcos y/o civiles. Si de verdad quisieran acabar con la droga (dato cultural: el alcohol también es una droga que causa miles de muertes al año, y ni hablar del tabaco), lo que el gobierno tiene que hacer es simplemente (y perdonen mi plan simplista) ir por ella.
Incluso yo, que sólo me he fumado a lo mucho diez churros en mi vida, podría decirles dónde venden tachas, cocaína y marihuana. Por lo cual, mi atolondrado sentido común me sugiere que quienes estén leyendo esto también sabrán de ciertos establecimiento donde venden droga. Para no ir más lejos, si ciertas honorables madres y padres de familia abrieran un poquitín los ojos, descubrirían que de los diez números frecuentes Telcel de sus retoños, nueve de ellos son números de dealers. En resumidas cuentas, Felipe no nos tiene que exigir nada. La tiene fácil: legalizar las drogas o ir por ellas. Pero que vaya por ellas de verdad. Implacablemente. Que tumbe las puertas de esas casas honorables y recoja los cargamentos. Luego, que interrogue a los vendedores para que confiesen que sus jefes son Fulanito de Tal y Sotanito de Tal. Después, que pida una cita con Fulanito y Sotanito y se vayan juntos a tomar un café al Sanborns para que estos dos buenos señores (o los que sean) le digan de una buena vez a Felipe quiénes son sus socios, para que nuestro querido presidente abra los ojos, o mejor dicho, deje de hacerse al tonto.