No todas las mentiras son malas, como bien sabemos. Y no me refiero a las mentiras piadosas, esas de las que se echa mano cuando sin previo aviso te ves acorralado por una mujer entrada en kilos (por no decir gordísima, y me reservo mencionar el parentesco con la mujer) que te pregunta con voz melodiosa y llena de esperanza: <<¿Cómo me veo?>>. <<Como una maldita piñata>>, piensas, pero, desde luego, no lo dices, porque tu respuesta de hombre sensato, sabio y curtido por la vida es la de mirarla de arriba a bajo con ojos ensoñados y decirle: <<Guapísima>>.
Básicamente esa es la esencia o eje para que el mundo siga girando. La gorda sabe que tú le estas mintiendo, tú sabes que la gorda sabe que le estas mintiendo, y, si hay testigos de por medio, ellos saben que… bueno, creo que está bastante claro el punto de las mentiras piadosas.
Sin embargo, este escrito no trata sobre las mentiras piadosas, sino de las mentiras deliciosas. Mentiras cuyo fin último es iluminarle el día o los días (varía según el grado de ingenuidad) a la víctima de dicha mentira, y de paso (para qué les voy a mentir) salvar el pellejo y granjearle un beneficio al mentiroso. He ahí, damas y caballeros, la sutil diferencia entre la mentira piadosa y la mentira deliciosa.
Ahora bien, asumo que tendré que dar al menos un par de ejemplos de mentiras deliciosas para que no se ofendan los lectores puritanos y protectores acérrimos de la verdad por andar glorificando a la mentira. Digamos que estamos en guerra. Y, para no variar, nos dan una paliza. ¿Qué hacer para no sumirnos en depresión y/o vergüenza? Mentir, claro esta. La situación lo amerita. Por ello no basta una mentira piadosa como enviar cartas a los familiares de los soldados muertos explicándoles que sus hijos fallecieron cumpliendo con su patria, con fusil en mano, apretando los dientes y cargándose al Infierno a varios yanquis, o sea, los detalles justos y maquillados para evitar entrar en aspectos técnicos que francamente resultarían penosos. No. Aquí es cuando la situación amerita vestirnos de frac y echar mano de la chistera para encontrar una salida digna: le decimos al pueblo que nos enfrentamos al ejército más poderoso del mundo y que pese a que nuestros soldados eran unos niños, no por ello no se defendieron como leones adultos patas para arriba, dispararon hasta el último parque de municiones para luego con ballesta en mano defender el Castillo de Chicuilipec el Bajo hasta con el último aliento.
Ahí lo tienen, una historia verdadera que no sería lo suficientemente creíble e inolvidable si no se aderezara con una pizca de mentiras deliciosas como la súbita aparición de Juanito (el más joven de los soldados) en la azotea del Castillo. Atención, que aquí viene el redoble de tambores y la pregunta obligada: ¿Qué hacía Juanito en la azotea del Castillo? (Muy buena y válida pregunta). Juanito estaba en la azotea del Castillo descolgando la bandera del mástil para evitar su penosa caída en manos invasoras; por desgracia al terminar su tarea, Juanito se vio rodeado por los enemigos y supo que solo tenía una salida: envolverse como un tamal con la bandera y arrojarse al vacío como clavadista olímpico en plataforma de 100 metros. Como es de esperarse, incluso hasta para un niño, uno llega a la conclusión de que Juanito en realidad era un suicida, o, en el mejor de los casos, un loco, pues no hay que ser un genio para darse cuenta de que si la historia de Juanito llegó a nuestros oídos de generación en generación fue gracias a que los invasores enemigos lo único que tuvieron que hacer para obtener nuestra bandera fue bajar las escaleras (con toda calma) y recogerla en el patio trasero del Castillo en medio de un batidero de sangre. Aquí otra pregunta de rigor: ¿Acaso no hubiera sido más práctico e inteligente por parte de Juanito intentar escapar vivo con la bandera? Probablemente, pero nadie hubiera recordado la historia de la batalla y la bandera.
Moraleja: una mentira deliciosa deja conformes a todos; tanto a las victimas de la mentira que ahora se sienten con renovados bríos patrióticos, pues pese a ser unos perdedores no tienen por qué avergonzarse de ello ya que por sus venas corre sangre valerosa y heroica; de igual forma los mentirosos quedan satisfechos, esto al inflar los costos de construcción de monumentos, hospitales, escuelas, etcétera que llevan el nombre del heroico e inolvidable Juanito (y de otros héroes), que por supuesto son costeados con el dinero de las orgullosas victimas de la mentira deliciosa.
Otros ejemplos de mentiras deliciosas que me vienen a la mente son los casos de personajes como el del famoso viejo panzón disfrazado en terciopelo rojo que viaja alrededor del mundo regalando juguetes a los niños en un trineo tirado por renos voladores; o el caso de los tres Reyes de diferentes etnias y poderes mágicos que a bordo de animales viajan por todo occidente regalando juguetes y dulces; o (y este es el caso más famoso) el del hombre barbado que caminaba sobre el agua, multiplicaba los alimentos, transformaba el agua en vino y resucitaba al tercer día. En fin, todas ellas mentiras deliciosas, que desde luego no pondré en tela de juicio en esta columna (por el momento) para no herir susceptibilidades, sean patrióticas o de fe, que para el caso… son casi lo mismo.