Doña Señora es una casquivana, o sea, una mujer de cascos muy ligeros, promiscua y lobera. Al menos eso es lo que ha dicho con vehemencia la señora copetuda que está sentada en la mesa de a un costado mío mientras la otra señora que le acompaña y escucha (señora también copetuda, con el cabello de color púrpura y maquillada como un payaso de circo) pone una expresión de sorpresa en el rostro, luego de espanto y finalmente de satisfacción.
-Comadre, te lo juro por Dios, es una vergüenza –prosigue la mujer que tengo al lado.
Todo parece indicar que doña Señora no es una señora tan respetable como se creía. Al parecer doña Señora es una mujer con una doble vida; por un lado, lleva una vida como la de cualquier señora: va al supermercado, se cerciora de elegir los tomates más jugosos, compra la despensa de la semana comparando productos y precios, y sin que nadie la observe se permite una fugaz sonrisa al imaginar el rostro de felicidad que pondrá Toñito, el más pequeño de sus hijos, cuando descubra que mamá le ha comprado los chocolates que tanto le gustan. Doña Señora también es ama de casa, como sus amigas. Trapea y barre la cocina en aquellos escondrijos que la sirvienta no tuvo tiempo o le dio pereza de limpiar. Dobla la ropa de sus hijos y la guarda con todo cariño en los cajones de sus respectivos armarios, teniendo especial cuidado en no arrugar la tapa de la revista Playboy de su querido Carlos Andrés, el hijo de en medio, quien cree tener muy bien escondido su libidinoso tesoro. Por ello, doña Señora se permite una sonrisa más. Una sonrisa larga y nostálgica, porque sabe que nadie la está observando y porque reconoce que su hijo ya no es un niño. Doña Señora es como cualquiera de sus amigas, aunque a diferencia de ellas, ella sale a correr todas las mañanas, y mientras corre despeja su mente de las labores del hogar y piensa en Claudia Cecilia, su hija mayor, a la cual imagina vestida de novia, frente al altar, diciéndole que sí acepta tomar por esposo al chico guapo y serio que la cortejó por más de dos años, por eso sonríe doña Señora, una sonrisa tan grande, espléndida y prolongada que sin notarlo la mantiene hasta llegar de vuelta al vecindario, y a sus vecinas (que son unas señoras muy bien educadas) no les queda más remedio que devolverle la sonrisa a doña Señora cuando la ven regresar a casa.
-Es una descarada –dice mi vecina de mesa, muy indignada al enterarse que doña Señora, subrepticiamente, después de correr, se baña, se perfuma y se va con sus mejores galas a los lobbies de los hoteles más exclusivos de la ciudad a cazar hombres-. Y por si fuera poco, los fines de semana se larga a Miami de dama de compañía con hombres adinerados y respetados de la sociedad –agrega mi vecina.
-Sht, silencio –dice la amiga de mi vecina de mesa-, ahí viene.
Tras la puerta del café aparece una señora de aceptable figura, con el cutis un tanto demacrado por los años, aunque a leguas se nota que tuvo mejores años. Muchos mejores años.
-Hola comadre, que alegría que vinieras –dicen al unísono mis vecinas, muy emocionadas.
Mua, mua. Le estampan sendos besos en las mejillas a doña Señora, y las tres señoras se ponen a conversar trivialidades en medio de carcajadas como lo harían las mejores amigas.
Pido la cuenta, y al observar a doña Señora tan rozagante y risueña, reconozco en ella a mamá, a mis tías, a mis sobrinas, a mis novias, a mis suegras, a mis amigas, a mis abuelas; y luego, al observar a las brujas amigas de doña Señora, reconozco también a más de una de ellas en sus pupilas.