La Biblia es un compendio de chifladuras. La más chiflada de todas, es esa donde se afirma que el castigo que Dios le dio a Adán y a Eva por comer el Fruto Prohibido fue la del exilio del Paraíso Terrenal, o sea, tener que ganarse el pan con el sudor de su frente y la tontería esa de que sus hijos nacerían con el Pecado Original.
De original no tiene nada esta historia. De verídica, menos. Lo que yo creo (lo cual es una verdad absoluta y apabullante si le echamos una ojeada al modus operandi de Dios a través de la historia; véase las lluvias de fuego, los maremotos, las plagas, las úlceras, las órdenes y amagos de infanticidio a Abraham, etcétera) es que el Creador, soberbio y rencoroso como el que más, al ver que sus mascotas favoritas habían comido una manzana de su árbol exótico, montó en cólera y, con esa mente retorcida y perversa que posee, se le ocurrió el peor de los castigos: el culo.
El hombre moderno, civilizado y metrosexual de hoy día subestima este castigo, es decir, ven con indiferencia que tanto hembras como machos deban expulsar de su cuerpo kilos y kilos de mierda por los siglos de los siglos, amén; pecata minuta, todo por creernos muy listos porque salimos de las cavernas, abolimos la esclavitud, dejamos de darle cicuta a los filósofos, de prenderle fuego a los científicos y astrónomos, sobrevivimos al baño de sangre de la Revolución Francesa, creamos constituciones, la democracia, la Ley Federal del Trabajo, inventamos la televisión, el Internet, el YouTube y un santuario para cagar a gusto llamado “baño” donde están los tres mejores inventos de la humanidad: el bacín, el Charmín y el destapacaños.
Incluso (cumbre de la civilización humana), le pagamos carretadas de dinero, dejamos que se reproduzcan y se casen con nuestras madres, hermanas e hijas, y (¡esto es el colmo!) les llamamos doctores a los enfermos que sienten infinito placer por meternos el dedo en el culo cuando cumplimos 40 años.
A mi me disculparán, pero tener culo y todo la parafernalia que conlleva poseer ese oscuro orificio entre las nalgas, es un asco. El culo es un invento demoníaco. Dantesco. Horripilante. Y las personas que dicen que cagar es un placer, en realidad no son más que unos enfermos. Todos ellos. O lo que es lo mismo: los curas, los descendientes directos del imbécil que se inventó en la Biblia el Pecado Original, aquel pervertido (me niego a llamarlo atleta) que se cagó en mitad de la calle en la prueba de caminata en la Olimpíada de Seúl ‘88 teniendo el pésimo gusto de finalizar la prueba sin limpiarse el culo, mi primo P y mi hermano.
Si uno es observador termina por descubrir (un consuelo devastador) que siempre hay un enfermo en cada familia. No hay pierde. Estos enfermos aseguran que no hay mayor placer en esta vida terrenal que cagar.
Durante muchos años mi hermano fue feliz. Obviamente les estoy hablando de tiempos hasta minutos antes del día que se mudó a vivir bajo el mismo techo que su mujer. Mi hermano era Adán antes de conocer a Eva. Iba a su aire. Inmortal. Invencible. Un semidios. Además era un tipo cultísimo. Un sabio. Casi un filósofo. Pasaba horas encerrado en el baño leyendo. Desde luego, mamá y la sirvienta pagaron el abominable costo de esta educación sui géneris. Durante fragorosas horas, mamá y la sirvienta, armadas con guantes de goma, destapacaños, ácido muriático y otros menjurjes tóxicos, combatían las gigantescas y variopintas bestias que se resistían a irse de este mundo por el caño.
Al cumplir la mayoría de edad, mi hermano (ignoro si por creerse un hombre de verdad o porque mamá sufrió escoliosis) empezó a hacerse cargo por propia mano de sus monstruosas creaciones. Recuerdo que la primera vez que salió del baño tenía la cara pálida y devastada como la de las adolescentes cuando salen de una clínica de abortos clandestina. Sin embargo, a la semana empezó a agarrarle el gusto al destapacaños. Incluso se alimentaba con raciones dobles de comida no por ser un gordito sino para buscar un rival digno que le diera batalla y del cual pudiera sentirse orgulloso.
-¡Ven a ver esto, te lo ruego, no te lo puedes perder! –exclamó un día para que lo acompañase al baño; sus ojos eran los de un padre orgulloso que apunta tras el cristal de la sala de maternidad la incubadora de su primogénito macho.
Existen registros fotográficos. Cantidad. Les digo que mi hermano es un enfermo. O tal vez sea que yo soy un ignorante.
-Eres un ignorante, se llama arte moderno –me dijo indignadísimo mi primo P (otro enfermo) al ver que casi me vomito al sacar de su librero un inmenso y gordísimo libro de pastas acolchonaditas blancas, de lo que ingenuamente creí eran varios cientos de páginas con pinturas hermosas, pero que en realidad eran carpetas, todas ellas ilustradas con fotografías enormes y panorámicas de trozos de mierda flotando en retretes, que a su vez, contenían dentro de cada carpeta, decenas y decenas de fotografías pequeñas de otros trozos de mierda de diversas formas, colores y texturas.
Lo que es la vida, mi hermano, de haber nacido unos kilómetros al norte del Río Bravo hubiera corrido con mejor suerte. La gente valoraría lo que hace. Le aplaudirían. Y mucho. La clase alta e intelectual neoyorquina lo asediaría en mitad de la Quinta Avenida para pedirle autógrafos. Desgraciadamente, aquí, en el tercer mundo, tengo que almorzar con él. Y justo mientras comemos frijol con puerco, pozole, puchero, o cualquier otra comida mexicana que parezca salida del culo de un gigante con diarrea que cagó dentro de las ollas de mamá, dice lo siguiente:
-Que buena cagada me voy a echar al rato –y se acaricia el vientre de modo maternal.
Aquella fue su época de Oro, luego mi hermano cometió el error de casarse con una mujer que piensa (al igual que yo) que cagar es un asco.
-Por el amor de Dios, préstame tu baño –me dice con ambas manos en el vientre corriendo rumbo al baño.
Aunque vivimos en ciudades separadas por 193 kilómetros, hay días en que mi hermano viaja dos horas a visitarme sólo para cagar como en sus viejas épocas de soltero, sin recriminaciones y sin ser desenmascarado por su esposa como el enfermo que es. De hecho, su matrimonio es un éxito porque está basado en un engaño monumental. Tras su candida apariencia de caballero esconde kilos y kilos de mierda que tiene que desalojar furtivamente lejísimos de su casa.
Desde las alturas (o quizás desde las profundidades), un ser Todopoderoso debe estar riéndose a mandíbula suelta. Nos castigaron con un orificio tenebroso y no veo a los premios Nobel de la ciencia trabajando en remediar esta situación. Hoy día el ser humano puede ser convertido de negro a blanco, de hombre a mujer (o viceversa, aunque con menos éxito) o aumentar de talla el busto o de tamaño el pene o modificar a su antojo cualquier parte del cuerpo que desee; sin embargo, con el tema del culo, no hay ni un solo avance.
En el mundo siguen existiendo los niños cuyos profesores no los dejan salir al baño y terminan por cagarse en sus pantalones mientras decenas de compañeros los señalan y se ríen y bautizan con sobrenombres inolvidablemente divertidos pero al mismo tiempo crueles. Para no ir más lejos yo podría nombrar a ciertos empresarios prominentes y respetables de la sociedad que se cagaron y lloraron como unos bellacos en la primaria. Naturalmente, estos jóvenes empresarios habrán borrado los penosos recuerdos de su memoria, pero por fortuna, aún existimos personas que no olvidamos y siempre estamos dispuestos a echar una mano al baúl de los recuerdos y en los reencuentros generacionales de la escuela siempre sacamos el tema en la mesa:
-Ey, Carlitos, ¿recuerdas cuando te cagaste mientras recitabas aquella poesía de Amado Nervo?
Tampoco veo avances en materia laboral. Uno puede justificarse con el jefe diciendo que tienes cáncer, calentura o hepatitis. No así si dices padecer diarrea.
-Véngase inmediatamente a la oficina, Gutiérrez –le dice indignadísimo el jefe a Gutiérrez que llama desde el baño.
¿Acaso una enfermedad que se manifiesta en el culo no es una enfermedad grave? ¿Acaso los jefes creen que cagarse en la oficina es algo que ocurre todos los días como puede ser estornudar en mitad de una junta?
Incluso Tuky, mi perro (que en paz descanse), en su senectud, sabía que cagar era algo malo. Vergonzoso. El pobrecillo avanzaba lentamente escaleras abajo y sin tiempo de salir a la terraza, en contra de su voluntad, dejaba un sendero de cerotes verdes, aguados y apestosísimos.
Abochornado, Tuky nos miraba de reojo con sus ojos de perro diciéndonos:
-Por el amor de Dios, un poco de privacidad no me vendría nada mal; cuando tengan mi edad, ya verán, humanos de mierda.