El alcohol y el tabaco, las interminables caminatas por las venas abiertas de la ciudad, en amaneceres sin rumbo o en busca de comida, los mantiene en una nebulosa sin ruidos. Desaparecidos los centros de salud mental, muchos crónicos se han perdido. Cómo pájaros caídos de los nidos, heridos en sus alas o con patas encallecidas. Perdido el empleo, víctimas del alcohol o de las drogas, como excrecencias de un cuerpo social implacable con los improductivos. Víctimas de culpas por algo que no han sabido integrar hasta convertirse en extraños a sí mismos.
Los voluntarios sociales acuden como la sangre a la herida y saben en dónde encontrarlos, bajo cartones o sobre una vieja manta y tiritando de frío.
Se despliegan por calles aledañas a las grandes avenidas con un termo de café o chocolate caliente y bocadillos. Se agachan en esquinas y en rincones inverosímiles para charlar un rato. Los llaman por sus nombres o por algún apodo familiar, como hacían sus madres o sus mejores amigos. Mientras se calientan las manos, apenas envueltas en descoloridos mitones, intercambian palabras y miradas. No utilizan elaboradas frases, sino monosílabos con sofocantes elipsis y con gestos elocuentes como sus silencios camino del olvido. Se comenta algo pillado en el transistor u ojeado en una página de periódico traída por el viento. Pero sobre todo los escuchan. Las personas sin hogar van marcadas por lo efímero. No retienen porque no hay mañana, y el ayer va incluido en el fardo de la vida.
“Ahora, a esperar a que la vecina de enfrente levante las persianas y deje entrar al día ”, dice Pablo desde su nicho en el portal acristalado de un banco. Pero no se duermen hasta que no llegan los otros ángeles de la noche con vituallas preparadas con esmero para calentar el cuerpo y arremeter los sueños.
Esas personas sin hogar disponen de un manejable tríptico en el que figuran direcciones de interés: emergencias, baños públicos, alimentos para refugiados o para inmigrantes sin recursos; horarios de lugares donde reparten bocadillos, comedores en los barrios con estación del metro y la discreción debida; centros que gestionan el derecho a percibir una renta mínima, dispensarios de ropa, alojamientos para hombres o mujeres; centros de noche para drogodependientes con asistencia médica, alimentación y asesoría jurídica; o con lavandería, ducha y enfermería; centros de día con talleres de español para extranjeros; servicios donde reciben información y gestión de las prestaciones sociales a las que tienen derecho por ser personas, así como el servicio de Mediación Social Intercultural (SEMSI) para asesorar a inmigrantes desorientados. Se trata de acercárselos a estas personas desvalidas.
Hace años, una compañera se llevó de mi mesa un café caliente. Era para un hombre aterido en aquella helada noche madrileña. Ahí comenzó todo. Para mi alivio, en el atardecer de la vida, se va superando la mera beneficencia y proliferan centros para la búsqueda de algún empleo para estas personas expoliadas y desarraigadas por los fallos del sistema socioeconómico, o por sus errores personales.
Es responsabilidad del municipio atenderlos, ofrecerles asilos, o refugios bien organizados, tratamiento psiquiátrico o medios para desintoxicarse. Comprensión y fuerzas para reinsertarlos en la sociedad de una manera digna. No basta con decretar que desaparezcan por razones estéticas o por el rechazo de los ciudadanos.
Los voluntarios no pueden ser parches, alivio de malas conciencias ni remiendos ante las injusticias de un modelo de desarrollo implacable con los excluidos. Son gritos en el silencio que, mientras dan de comer y de beber, visten y consuelan, alivian y sostienen, se afanan en conocerlos para llamar a las puertas de los poderes fácticos para denunciar y aportar propuestas alternativas, organizar redes de solidaridad para transformar la compasión en compromiso y en acción política.
Ya no hay tiempo para lamentarnos sin alzarnos, conscientes de que lo que se debe en justicia no se concede en ayuda o caridad. El servicio se transforma con el tacto y la delicadeza. Con la denuncia, con la acogida, con el compromiso y con la fuerza de la palabra en aulas y en medios de comunicación, en nuestros ambientes de trabajo y de ocio. Convencidos de que otro mundo más justo es posible, porque es necesario.
No podemos especular con ayudas a países empobrecidos y en locas carreras de consumismo y despilfarro sin ocuparnos, al tiempo, de nuestro entorno más próximo. Para que el mendigo Pablo no tenga que aguardar a que la vecina abra las contraventanas para dejar pasar al nuevo día.