¿De qué hablamos cuando nos referimos al racismo y a la xenofobia? Ninguno pondríamos objeciones a ser vecinos del argelino Zidane, de los negros Denzel Washington, Thierry Henry, Michael Jordan, Whitney Houston, la escritora norteamericana Toni Morrison, del candidato Obama, Kofi Annan, Nelson Mandela, Desmond Tutu, Julius Nyerere y el escritor nigeriano Ben Okri, de los judíos Barenboim, Einstein, Philip Roth, Noah Gordon, Norman Mailer, Paul Auster, Jaiffer, Barbara Streisand, Cuba Gooding Jr, Woody Allen, Steven Spielberg, Eric Hobsbawm, los musulmanes Salman Rushdie, Omar Sharif, Naguib Mahfuz, Sami Naïr, los hindúes Tagore, Gandhi, Nheru, y un enorme etcétera sin el que el mundo habría resultado empobrecido.
Luego, no se trata del color de la piel, ni de los hábitos alimenticios o de prácticas religiosas sino estricta y llanamente de una cuestión económica y de educación. En la Unión Europea existe un pánico irracional ante la falsa invasión de extranjeros, cuando no se trata más que de un reajuste de la economía ante la crisis imperante. Ningún emigrante va a un país en donde no existen posibilidades de trabajo que le permitan vivir en mejores condiciones que en sus países de origen, y ayudar a sus familias. Con todas sus limitaciones y agravios comparativos con los europeos, la posibilidad de un trabajo remunerado, así como el acceso a asistencia médica, higiene, mejoras sociales, y a la posibilidad para sus hijos de asistir a la escuela y de integrarse como ciudadanos, es demasiado atractiva como para merecer las penalidades que sean necesarias. No olvidemos que más del 90% de los inmigrantes entran por los aeropuertos o por las carreteras. Es falso que su situación corresponda a las imágenes de las pateras en el Mediterráneo. Y entraban por aeropuertos y carreteras porque a los Estados europeos les convenía su entrada, porque los necesitábamos.
Ante esa trapacería de los poderes económicos y políticos, que podría derivar en una xenofobia fascista, es preciso afirmar que en la Unión Europea necesitamos cada año tres millones de inmigrantes porque nuestras curvas demográficas se hunden por falta de nacimientos suficientes para compensar fallecimientos y jubilaciones, y por el envejecimiento de la población que supone un enorme gasto de farmacia, de atención médica, hospitalaria y de residencias adecuadas. Para paliar esta situación vino en nuestra ayuda la inmigración a la que debemos las altas en la Seguridad Social , el pago de las pensiones, de impuestos, y atender a millones de puestos de trabajo que quedan sin cubrir como los agrícolas, de la construcción, hostelería, servicios municipales, domésticos y esa impagable ayuda a las personas mayores y a los niños que alegran nuestras plazas y jardines.
Por eso, ante el miedo que nos producen, dictamos una serie de reglas como la OMC ha hecho con sus productos agrícolas para favorecer nuestras exportaciones. No así con el petróleo, el gas y las materias primas que hemos convertido en imprescindibles para nuestro modo de vida y de despilfarro. ¿Cómo podría sobrevivir la Unión Europea sin los hidrocarburos, los minerales, la pesca, las maderas, el coltan, la bauxita, el café, té, cacao, soja, y tantas riquezas que hemos mantenido bajo control o mediante testaferros que nos han permitido conservar las riquezas y desprendernos de las obligaciones que teníamos durante el colonialismo.
Pero nada se dice para que los Estados europeos acaben con el expolio de las riquezas humanas y materiales a las que denominamos ‘recursos’, buenos para ser explotados. Ni de invertir en los países de origen parte de los beneficios obtenidos con sus aportaciones.