O, lo que es lo mismo, admitir opciones de opinión pero que todas se reduzcan a lo que pienso. Es el relativismo imperante e intolerante, y que sería un buen antídoto el decir de Robert Speaman. “el postulado de respetar otras convicciones se convierte entonces en exigencia de no tener convicciones que hagan posible considerar equivocadas las opuestas”.
Esto se está poniendo de manifiesto en las relaciones Iglesia Estado. Se puede opinar, pero dentro de los templos, sin considerar que para el seglar su celda es la calle y que en ella puede oir a su legitima Jerarquía. Más, si lo consideran sensatamente, sin sectarismos ni fobias, las recomendaciones que nos llegan a los católicos son de paz, pero de santa intransigencia contra las costumbres y modas que están llevando al fin de una civilización
La Iglesia, el Magisterio de la Iglesia no va contra nadie en particular. Nos pone en guardia, a los católicos, contra los comportamientos, la actuación de una sociedad que a trompicones, o a saltos cada vez mayores, nos va a llevar a renegar de la vida. Un recién concebido es de menos valor que el embrión de cualquier especie protegida. Y por mucho “ hierro” que quitemos al hecho de su destrucción con unas siglas IVE, no deja de ser un acto criminal.
Se inventan términos y frases que, si no fuese por la transcendencia de tema, nos harían reír o sonrojarnos de vergüenza. El embrión humano no es nada, son sólo células. O cualquier otra ocurrencia del personaje del ramo.
En este relativismo que refería Robert Speaman, lo podríamos escribir en “ román paladino”, parafraseando el dicho: En este mundo traidor, no hay más verdad que la mía. Sólo se ve mi color, lo demás simples mentiras. El relativismo condena la verdad que es sustituida por retóricas, que a veces subliminalmente conducen a una vida de vacío, sin peso ni proyección. A una visión encajonada de la verdad.